«¡Oh Madre del Consuelo! cuántos años te dejamos en el olvido y sin embargo, cuántos años mirándonos con tu amor consolador» (Fr. Jorge Capristán Vargas, O. de M.) A dos cuadras de la Plaza de Armas de Arequipa, entre las calles Consuelo y La Merced, se yergue entre muros de sillar, el histórico convento e iglesia de los padres mercedarios. Regazo desde antaño de diversas imágenes marianas que en el tiempo alcanzaron gran celebridad. En la nave izquierda del templo, en una hornacina ubicada en la parte superior del altar de San Pedro Nolasco, descubrimos a una imagen tallada en madera conocida como la Virgen del Consuelo. Se trata de una réplica de la Virgen de la Consolación, venerada en el pueblo de Utrera, próximo a Sevilla, y que llegara a esta ciudad poco después del establecimiento de los religiosos. Su fiesta se celebra, el 21 de noviembre, día de la Presentación de Nuestra Señora. La primavera espiritual de un pueblo devoto La imagen se ganó rápidamente el afecto y la devoción del pueblo arequipeño. Por los prodigios que obró desde un comienzo, era ardientemente solicitada en las calamidades públicas y privadas. Diversos relatos que han llegado hasta nosotros, nos refieren sus milagrosas intervenciones en las amargas sequías, los frecuentes terremotos, las devastadoras pestes, los torrenciales aguaceros y los infortunios repentinos, brindando a sus hijos el urgente y maternal consuelo que tanto imploraban.
Como lo demuestra el siguiente hecho, ocurrido en 1702, cuando ante la “falta de agua para los sembrados, la ciudad, representada por su Cabildo y Regidores, acudió a implorar el auxilio de la Virgen del Consuelo y ordenaron se sacase en procesión. Según los cronistas de la época, la ansiada lluvia sobrevino durante la misma, y fue menester guardar la imagen en la catedral, porque la fuerza del aguacero impidió devolverla a su templo”.1 También el P. Víctor Barriga en sus Fragmentos Históricos narra un hecho singular, ocurrido con una criatura que “por ciertas niñerías a que la puericia inclina, subió a la bóveda y por una claraboya cayó adentro precipitada, teniéndola todos por muerta; y ocurriendo a tu sagrado amparo y descubriendo tu imagen, hiciste que a tu presencia huyese la potestad de la muerte”.2 Entrañable devoción de una gran familia Digno del mayor realce es la estrecha relación que durante un siglo se estableció a raíz de un milagro entre la Virgen del Consuelo y la familia Goyeneche, una de las más distinguidas y tradicionales estirpes de Arequipa. En ese período esta devoción alcanzó su máxima expresión.
De este modo, los Goyeneche se constituyeron en los mayordomos de la imagen, aportando todo su prestigio e influencia, así como parte de su patrimonio. El ilustre prelado D. José Sebastián de Goyeneche y Barreda 3 (1784-1872), profesó hacia la Virgen del Consuelo desde su infancia un tierno afecto. Le ofrendaba sus éxitos en los estudios y ante ella realizó uno de sus actos académicos. Siempre llevaba con él una imagen y algunas novenas suyas. Designó a su Palacio Episcopal con el nombre de “Palacio de Nuestra Señora de la Presentación”. Su hermano, el general realista, D. José Manuel de Goyeneche y Barreda, primer Conde de Guaqui, no fue la excepción. En una carta a sus hermanos, dando cuenta de la muerte de Mariano Goyeneche en Burdeos, escribió: “Inundado de lágrimas al reconocer el lecho de Mariano, sin encontrarlo, me postré a los pies del Crucifijo de nuestra tía Josefa, que Mariano tenía y, abrazando a la Consoladora, le entregué mi corazón, mi suerte, mi vida y pedí por vosotros dos vástagos de mi corazón, único consuelo que me queda”.4 Entre las damas de la familia, la señorita Mariana Josefa de Goyeneche y Gamio fue la gran benefactora de esta devoción y la mayor propagadora de su novena. Fruto de aquella piedad, el afamado Hospital Goyeneche de la Ciudad Blanca, apadrinado por el Papa San Pío X y considerado como el mejor de América del Sur cuando su inauguración en 1912, fue originalmente designado como “Hospital de Nuestra Señora del Consuelo”. Un momento para la reflexión
“Con el transcurrir del tiempo, este culto centenario a tan milagrosa imagen, ha decaído notablemente quedando olvidada y relegada a su hornacina”,5 lo constata hoy con toda veracidad un religioso mercedario. ¿Qué le puede haber pasado a un hijo, cuando así olvida y relega a la mejor de todas las madres? ¿Cuántas veces nosotros mismos tratamos así a la Santísima Virgen? ¿Cuántas veces anteponemos nuestras pequeñeces a sus designios? Si el culto a María Santísima ha quedado olvidado y relegado en un rincón de nuestras almas, es el momento de hacer una seria reflexión. Es el momento de pedir perdón, de acercarnos nuevamente a Ella, que nos espera con los brazos abiertos, como en su célebre aparición de la Medalla Milagrosa, que recordamos también en este mes. Quitemos la pátina que cubre nuestras medallas, retiremos la costra que esconde nuestra estancada piedad... y retomemos el camino del cual nunca debimos apartarnos. Notas.- 1. P. Rubén Vargas Ugarte S. J., Historia del Culto de María en Iberoamérica y de sus imágenes y santuarios más celebrados, 3ª edición, Madrid, 1956, t. II, p. 167.
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