Consejero de Papas, emperadores y reyes Abad de Cluny, que llevó a su apogeo a esa famosa abadía. Fue una de las primeras personalidades de su tiempo, tuvo gran influencia junto a los Papas y emperadores Plinio María Solimeo Aquel que sería uno de los más célebres personajes de la Edad Media nació el año 1024 en la pequeña localidad de Semur, en la Borgoña francesa. Su padre fue Dalmacio, conde de Semur, y su madre Aremburgis o Adelaida. Dicen las crónicas que, estando ella próxima a dar a luz, pidió a un sacerdote de vida santa e intachable que celebrara el Santo Sacrificio por su intención. En el momento de la elevación, el celebrante vio encima del cáliz a un niño de extrema belleza, lo que fue para la madre un presagio de que el hijo que estaba por nacer sería un digno ministro del altar. Sin embargo, el padre no aprobaba tal idea. Hugo debía continuar las tradiciones de la familia y llevarlas a su apogeo. Por eso, quiso que el niño sea formado en todos los ejercicios de la juventud noble de aquel tiempo, como dominio del caballo, manejo de las armas y prácticas de cacería. Hugo, no obstante, se sentía más llamado a una vida de piedad y de oración, de acuerdo con los deseos de su madre. Finalmente obtuvo de su padre el consentimiento para seguir los estudios al lado de su tío abuelo, también llamado Hugo, obispo de Auxerre y conde de Chalon-sur-Saône. Fue allí que tuvo noticias de la existencia de la abadía de Cluny y de san Odilón, su abad, así como de la piadosa y penitente vida que llevaban los monjes. Aunque tenía apenas dieciséis años de edad, buscó al santo abad y le pidió ingresar a la abadía. Cuando Hugo fue presentado a la comunidad, uno de los monjes, inspirado por el Espíritu Santo, exclamó: “¡Oh bendita Orden de Cluny, que recibes hoy en tu seno tan digno tesoro!”.
El joven postulante tenía buena presencia y un espíritu recogido pero alerta, siendo muy bien dotado tanto física cuanto intelectualmente. El conde Dalmacio, no obstante, no se conformaba con la fuga de su hijo. Por eso, al pasar cerca de Cluny, quiso verlo para intentar convencerlo de regresar a casa. Cuando Hugo apareció con gran modestia y recogimiento, vestido con el áspero hábito monástico, el viejo conde lo vio rodeado de una atmósfera tan sobrenatural, que confesó nunca haberlo visto tan bello. Y a partir de entonces no insistió más. San Odilón vislumbró en aquel joven, tan maduro para su edad, una gran promesa. En vista de ello, lo nombró prior de la abadía poco después de su profesión religiosa, cuando Hugo contaba apenas con 20 años de edad. Cuatro años después, tras el fallecimiento de san Odilón, los 200 monjes de Cluny lo escogieron como abad y general de toda la Orden, pues muchas abadías en Europa dependían de ella. Influenciando los acontecimientos de su época “Desde entonces [Hugo] se consagró a las dos obras de su vida: la defensa de la pureza de la Iglesia y la organización definitiva de los cluniacenses. Durante 60 años no habrá acontecimiento importante en que no intervenga con prestigio singular. Le encontramos en los concilios y en las cortes de reyes y emperadores, al lado de los Papas, en las elecciones pontificias, animando la cruzada, poniendo paz entre los emperadores y los pueblos que se agitan en la frontera oriental del Imperio, confundiendo a los herejes. Recorriendo en su mulilla todos los países [de Europa] para implantar los principios renovadores emanados de Roma, deponiendo a los obispos y abades indignos, aconsejando a señores y reyes”.1 Poco después de su elección como abad, lo vemos en el concilio de Reims ocupando el segundo lugar, inmediatamente después del Papa León IX. En su discurso a la ilustre asamblea, increpó con vigor a los simoníacos (que negociaban con los bienes de la Iglesia) y a los clérigos que vivían en concubinato, lo que no era extraño en aquella época. De Reims, Hugo acompañó al Papa a Roma, participando en el camino del concilio de Maguncia. En otro concilio en Roma, se trató por primera vez de la doctrina de Berengario de Tours, el más antiguo precursor de los errores de Lutero. No hubo concilio o asamblea religiosa importante en Europa, en aquel tiempo, del que Hugo no participara activamente. Observancia de las reglas, espíritu profético Bajo su dirección llegó a tal punto la observancia de la regla en Cluny, que el cardenal san Pedro Damián, legado pontificio en Francia, afirmó en una de sus epístolas que sus monjes fácilmente no podían ofender a Dios, ni por el pensamiento, porque estaban noche y día ocupados en el culto divino. Sin embargo, estando una vez san Hugo en Saint-Jean-d’Angély, tuvo un sueño en el cual vio un rayo cayendo sobre la abadía. Reconociendo en aquel hecho el aviso de una desgracia que estaba por ocurrir. Regresó inmediatamente a Cluny y reunió al prior y a los monjes más antiguos del monasterio para que estudiaran la posible causa del castigo. Como no llegaron a ninguna conclusión, recurrió a la oración, pidiendo a Dios que le diera a conocer el motivo de aquello. Dios le comunicó que uno de sus monjes había cometido en secreto un gran pecado. San Hugo le impuso al monje la debida penitencia, que este cumplió con contrición. Así, fue conjurado el flagelo. En otra ocasión, al llegar a la abadía de Charité-sur-Loire, el abad general dio el beso de la paz a todos los monjes, excepto a un novicio. Quisieron saber la causa, y él contó que el postulante se dedicaba secretamente a la necromancia, o sea, consultaba a los muertos, a la manera de los espiritistas y otros.
El conocimiento profético del santo abad se volvió proverbial. Cierto día, en compañía de los obispos de Chalon y de Mâcon, se encontraron con un caballero que había cometido ocultamente un pecado abominable y que no tenía el valor de confesar. Hugo lo llamó aparte y le reveló su crimen. El milagro cubrió de vergüenza al culpable, que pidió inmediatamente confesarse. Después, decía con finura a todo mundo, que era muy peligroso estar frente a san Hugo sin haberse confesado, pues él podía leer las consciencias. El santo advertía frecuentemente del vicio de la crítica y el sarcasmo en el lenguaje al monje Durando de Bribon —quien más tarde sería arzobispo de Toulouse—; pecados que san Bernardo llamaba de “blasfemias” en la boca de clérigos o religiosos. Viendo que no se corregía, le predijo que sería severamente castigado. No lo fue en esta vida, sino en la otra. Habiendo fallecido, Durando se le apareció a un monje de Cluny con la boca llena de espuma, los labios extremamente hinchados y mordidos, suplicándole que avisara a san Hugo. Movido de piedad, el abad ordenó a siete monjes que permanecieran en silencio durante una semana y que fuesen rezadas continuas oraciones por el fallecido. Transcurrido ese tiempo, Durando se apareció nuevamente a dicho monje, diciendo que no había sido liberado del purgatorio solo porque uno de los siete monjes había quebrado el silencio. Retomadas las oraciones y el silencio por una semana más, Durando se le apareció por tercera vez al monje, ahora radiante de gloria, para agradecer a san Hugo y a toda la comunidad, y comunicar que subía al cielo. Trato con los grandes de la tierra El emperador Enrique III tenía por san Hugo una profunda admiración, como vemos por esta carta que le escribió: “Recibir tus cartas es uno de mis mayores contentos. Sé muy bien el ardor con que te entregas a las cosas divinas, y por eso agradezco más aún esa bondad que te inspira tanto interés por nuestras pobres cosas. Nada tengo que decir a tu negativa de venir a la Corte, alegando las distancias; te disculpo, con la condición de que vengas a Colonia para sacar de la pila bautismal y cubrir con tu bendición paternal al hijo que me acaba de nacer. Y, expiada la levadura de mis pecados, pueda yo recibir de tus manos el pan de la gloria celeste”.2 ¡Grande gracia la de aquel niño, futuro emperador Enrique IV, de tener como padrino a un santo! “Pasó la Pascua en esa ciudad [Colonia], donde los alemanes no podían dejar de admirar la dulzura de su conversación, las gracias de su semblante, la gravedad de sus costumbres en una edad tan poco avanzada, pues el santo abad no tenía aún 30 años”.3 Poco después, san Hugo tuvo que desplazarse a Hungría para reconciliar al rey Andrés I con el emperador. En la terrible controversia levantada más tarde por su ahijado —el emperador Enrique IV— contra san Gregorio VII —su antiguo discípulo en Cluny—, san Hugo tuvo que emplear toda su diplomacia para permanecer fiel al amor que debía al primero y mantenerlo en la sumisión que aquel debía al Soberano Pontífice en materia religiosa y moral. Para obtener la reconciliación del emperador con el gran san Gregorio VII, san Hugo utilizó el crédito del que gozaba junto a la famosa condesa Matilde. Maestro de futuros Papas cluniacenses Analizamos en otro artículo4 el papel que Cluny y sus cinco santos abades desempeñaron en la formación de la Edad Media. En la época de san Hugo, el prestigio de Cluny llegó al auge. Además del monje Hildebrando (san Gregorio VII), otros dos cluniacenses subieron al solio pontificio en la senda de aquel gran Pontífice: el monje Eudes de Lagery (beato Urbano II, el Papa que impulsó las Cruzadas) y el monje Raniero (Pascual II, que tuvo que enfrentar y someter a tres antipapas). Cuando Urbano II viajó a Francia para el concilio de Clermont, pasó antes por Cluny, a fin de bendecir el altar mayor de la nueva iglesia que san Hugo había edificado, la mayor de la Cristiandad en la época, superada posteriormente apenas por la Basílica de San Pedro, en Roma, y demolida durante la aciaga Revolución Francesa. El Papa llevó consigo a san Hugo al concilio, en el cual se decidió convocar la primera Cruzada.
Pascual II quiso también volver a Cluny después de haber sido elevado al Papado, y renovó, como lo hiciera igualmente Urbano II, todos los privilegios que habían sido concedidos por san Gregorio VII a Cluny.5 San Hugo entregó su alma a Dios el día 29 de abril de 1108, a la edad de 89 años.
Notas.- 1.Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, p. 204-205. 2. Id., ibidem. 3.Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. V, p. 74. 4. “Tesoros de la Fe”, nº 131, noviembre de 2012, p. 10. 5.P. Simon Martin, Vies des Saints, Imp. Madame Laguerre, Bar-le-Duc, 1859, t. II, p. 371.
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