Plinio Corrêa de Oliveira No existe sin embargo solo la paz del Tabor (ver número anterior). Está también la paz del Calvario. Ecce in pace amaritudo mea amarissima – “He aquí que en paz se ha trocado mi amargura muy amarga”. Esta frase del rey Ezequias (Is 38, 17) se transcribe a menudo junto a estampas que representan a Nuestro Señor o a la Santísima Virgen durante la Pasión. Quien sepa vislumbrar a través de los rasgos de una fisonomía un estado de alma no puede dejar de pensar que estas palabras merecerían estar escritas al pie de esta otra fotografía, que nos muestra una figura sonriente pero indeciblemente dolorosa.
La sonrisa no intenta ocultar el dolor, sino afirmarse por un prodigio de virtud, de fidelidad a la gracia, a pesar del dolor. Los labios sonríen tan solo porque la voluntad quiere que sonrían. Y la voluntad lo quiere porque esa alma tiene fe y sabe que después de las pruebas y de las tinieblas de esta vida tendrá como premio a Aquel que dijo de sí: “Yo seré tu recompensa demasiadamente grande” (Gen 15, 1). Esa recompensa será Aquel de quien santa Teresa de Ávila exclamó: “Aunque no hubiese cielo yo te amara y aunque no hubiese infierno te temiera”. En esta alma hay orden, y hay aquella tranquilidad inconfundible que proviene del orden: a pesar de un océano de dolor, hay verdadera paz. De un océano de dolor, decíamos. Uno de esos océanos de aridez y sufrimiento tan grandes que no caben en la tierra, y que solo pueden caber en un alma católica y generosa. Víctima del Amor misericordioso, santa Teresita se ofreció en holocausto, y ese holocausto fue aceptado. Estaba a dos pasos de la muerte, a causa de una enfermedad implacable, y misteriosas y terribles pruebas interiores colmaban su alma. Pocos días antes de morir afirmó: “El diablo está a mi alrededor, no lo veo, pero lo siento… me atormenta, me tiene como con puño de hierro para impedirme tomar el más mínimo alivio, aumenta mis dolores para que me desespere. ¡Y no puedo rezar! Solo puedo mirar a la Santísima Virgen y decir: ¡Jesús! Cuán necesaria es la oración de Completas: ¡Líbranos de los fantasmas de la noche!” (Últimas palabras para Céline, 16 de agosto de 1897). Es todo ese dolor que se expresa en la mirada luminosa y triste, que parece llorar cuando los labios sonríen. Es una tristeza ordenada, sin rebeldía, ni sentimentalismo, ni vanidad. Una tristeza que en la mera criatura recuerda al modelo de tristeza profunda, pero santamente sujeta a la voluntad divina, del Cordero de Dios. Junto a la santa, dos símbolos: el lirio y la cruz fría y desnuda de Nuestro Señor Jesucristo. Ahí está la tranquilidad del orden, en medio de la aridez y del dolor.
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