Santoral
San Agustín, Obispo, Confesor y Doctor de la IglesiaDe él dijo León XIII: 'Es un genio vigoroso que, dominando todas las ciencias humanas y divinas, combatió todos los errores de su tiempo'. Murió cuando los vándalos ponían cerco a su Sede episcopal, la ciudad de Hipona, al norte de África. |
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Fecha Santoral Agosto 28 | Nombre Agustín |
Lugar Hipona |
Doctor de la Iglesia, columna inconmovible de la verdad
Uno de los mayores genios de la humanidad, denominado por los escritores eclesiásticos Maestro de la Teología, Escudo de la Fe y Flagelo de los herejes, entre otros títulos Plinio María Solimeo Agustín nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, pequeña ciudad libre del proconsulado de Numidia, del Imperio Romano, al norte de África. Sus padres, Patricio y Mónica, si bien que de honradas familias, no eran ricos. Su padre, aún pagano, perteneció a la asamblea de los miembros de la curia de la ciudad, una división político-religiosa del pueblo romano. Su madre, una ferviente cristiana, crió a Agustín en el temor de Dios desde los primeros años de su infancia. Lo inscribió también en el número de los catecúmenos. En plena infancia, el niño quedó gravemente enfermo y se pensó en administrarle el santo bautismo. Pero, habiendo mejorado, fue postergada la recepción del sacramento, conforme a la costumbre de la época. Adolescente, se hunde en los vicios La brillante inteligencia de Agustín y su fiel memoria le predisponían mucha facilidad para los estudios. Ese hecho inclinó a su padre, cuando Agustín terminó los estudios en Tagaste y Madaura, a pensar en mandarlo a Cartago, la capital romana del norte de África, donde podría proseguir su formación intelectual y llegar a ser un reputado jurista. El año que Agustín pasó esperando que su padre reuniese el dinero suficiente para ello, fue funesto para él. Estaba en la exuberancia de sus dieciséis años, lleno de vida y quimeras, y se perdió moralmente debido a la influencia deletérea de malos compañeros, que llevaban una vida disoluta. Declara San Agustín en su inmortal obra Confesiones: “Hubo un tiempo en mi adolescencia en que me abrasé en deseos de hartarme de las cosas más bajas. Tuve asimismo la audacia de liarme en la espesura de amores diversos y sombríos. Quedó quebrantada mi hermosura y me convertí en un ser infecto ante tus ojos [oh Dios], por darle gusto a los gustos personales y por desear quedar bien ante los ojos de los hombres”.1 Llegando al fin a la famosa Cartago, a los diecisiete años, pronto se unió a la turbulenta mocedad académica de la ciudad. Inició en su curso de retórica el estudio de Virgilio, poetas y escritores latinos. Descubrió en Cicerón la atracción de la filosofía, y a ella se entregó con ardoroso fervor. A los diecinueve años se unió en relación pecaminosa con una doncella, con quien vivirá quince años, rompiendo aquel vínculo perverso sólo al convertirse. Ella le dio un hijo, Adeodato. Seducido por la herejía maniquea En busca de la vana curiosidad, “vine a caer en manos de unos hombres sumamente orgullosos, superficiales y charlatanes a más no poder. En su boca sólo había trampas diabólicas y una especie de cinta pegajosa hecha a base de las sílabas de tu nombre [Dios], del de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo Paráclito, consolador nuestro”.2 Eran los herejes maniqueos. Agustín se volverá uno de sus ardientes defensores, pervirtiendo para la secta a varios amigos católicos. Durante nueve años permanecerá en sus redes. El año 375, habiendo terminado sus estudios, volvió a Tagaste, donde enseñó con éxito gramática y retórica. Como se obstinaba en la herejía, su madre no quiso acogerlo en casa. Habiendo sin embargo consultado a un obispo al respecto, éste la aconsejo de recibirlo, diciendo que un hijo de tantas lágrimas no podía perderse. Mientras tanto, luego de la muerte de un amigo muy íntimo, para olvidar el dolor, Agustín volvió a Cartago, donde continuó enseñando retórica con el mismo brillo. A pesar de ser maniqueo, Agustín tenía muchas dudas a respecto de lo que le era enseñado por la secta. Pero todos le decían que su “obispo”, Fausto, respondería maravillosamente a todas sus objeciones. Pues bien, en 378, Fausto fue a Cartago. Éste, a pesar de tener palabra fácil y verbosidad atrayente, terminó reconociendo que no tenía respuestas para las indagaciones de Agustín. Con ello, “todos los proyectos que me había forjado acerca de mi promoción personal en la secta que se vinieron abajo. Sin embargo, no rompí del todo. Al no encontrar otra cosa mejor que aquellas doctrinas en que me había precipitado un poco a lo loco, tomé la resolución de quedarme de momento en la secta hasta que apareciera algo mejor”.3 Y ese algo él lo encontrará, no en Cartago, sino en Milán. Rumbo a la conversión y a la santidad A los 29 años, aún inquieto en busca de la verdad por la cual aspiraba, Agustín resolvió ir a Italia. En Roma enseñó retórica, pero acabó trasladándose a Milán. Allá, su madre fue a vivir con él. “La lectura de las Epístolas de San Pablo, la influencia de su madre, Mónica, y del obispo de Milán, Ambrosio, lo llevaron a reaproximarse de los cristianos. Como él lo narra en sus Confesiones, después de los zarandeos de sus vacilaciones vive un momento intenso de dilaceración interior. Tal compunción lo decide a convertirse”.4 Pero ese proceso de conversión duró tres años. Al fin, en la víspera de la Pascua del año 387, es bautizado por San Ambrosio juntamente con su hijo Adeodato y varios discípulos. Después del bautismo, Agustín resolvió regresar a África. En Ostia, cerca de Roma, tiene lugar el famoso éxtasis en que él y su madre son arrebatados cuando consideraban la vida futura. Poco antes había fallecido su hijo, a los quince años de edad. Y Santa Mónica pronto lo sigue a la tumba. “No hay páginas en toda la literatura que alberguen un sentimiento más exquisito que la historia de su santa muerte y del dolor de Agustín [Confesiones, IX]”.5 Nuevamente en Tagaste, vivió retirado del mundo durante tres años, en comunidad religiosa con sus amigos, en oración, estudios y penitencias. Aclamación del pueblo y sacerdocio
Un día del año 391, en que había ido a Hipona —donde la fama de su santidad y saber ya había llegado—, estaba Agustín rezando en una iglesia, cuando el pueblo lo rodeó, aclamándolo y pidiendo al obispo Valerio que le confiriese el sacerdocio. A pesar de todas sus protestas, tuvo que curvarse a la voluntad de Dios. Luego de ser ordenado, la primera cosa que Agustín hizo fue pedirle al obispo un lugar para erguir un monasterio como el de Tagaste. Pronto poblado de almas electas bajo la dirección suya, de ese granero saldrían por lo menos diez obispos para las diócesis vecinas. A pesar de que no era costumbre en el África que un sacerdote predicara estando el obispo presente, Valerio incumbió a Agustín de hacerlo, y sus prédicas tuvieron éxito inmediato. No se podía resistir a la fuerza de su argumentación ni a la unción de sus palabras. Él combatía sobre todo al maniqueísmo, al que conocía bien. En un debate público con Fortunato, uno de los cabecillas de la secta, de tal manera lo arrasó que éste tuvo que abandonar Hipona. Combatió a enemigos de la fe, desarmó a los infieles El obispo Valerio, considerando el valor de Agustín, temió perderlo para otra diócesis. Por ello, le pidió al Primado de Cartago que lo nombrase su obispo auxiliar con derecho a sucesión. Una vez más Agustín tuvo que curvarse ante la voluntad de la Providencia. Poco después, con la muerte de Valerio, tomó posesión de la dirección de la diócesis. Pero quiso que en su palacio se observara la regularidad religiosa, para que sus trabajos apostólicos tuvieran más eficiencia. El santo obispo de Hipona fue uno de los mayores defensores de la ortodoxia en su tiempo convulsionado por herejías, combatiéndolas con la palabra y con la pluma. Después de los maniqueístas, combatió las herejías de los priscilianistas y de los donatistas, tan poderosos en África, donde ya habían infectado a más de cuatrocientos prelados y combatían a los fieles católicos a fuego y espada. Agustín recibió el auxilio del Emperador Honorio para la erradicación de tan perniciosos elementos. Combatió también las herejías de los pelagianos, de los semi-pelagianos y de los arrianos, que llegaron con la invasión de los godos. “Al fin, San Agustín no se contentó con combatir a los enemigos de la fe y desarmar a los infieles, los herejes, los libertinos y los cismáticos. Quiso trabajar más aún por la Iglesia, pues, además de las obras polémicas que compuso, redactó tratados para todos los estados de la vida civil y cristiana. Los casados, los viudos, las vírgenes, los regulares, los eclesiásticos y los laicos encontraron en sus libros las más sólidas máximas para su conducta. [...] Trazó los preceptos de la gramática para los niños; compuso una retórica para los oradores; explicó las categorías para los filósofos; buscó, con mucho trabajo y exactitud, lo que había de más raro en la Antigüedad para los curiosos; escribió volúmenes enteros de teología positiva para los predicadores; trató, con una penetración maravillosa, los misterios de la Religión: la Trinidad, las procesiones divinas, la Encarnación, la predestinación y la gracia, para los teólogos; dejó para los místicos meditaciones todas de fuego y sublimes contemplaciones; proporcionó gran cantidad de bellas leyes para los jurisconsultos; en una palabra, enriqueció a la Iglesia con innumerables escritos, armas temibles e invencibles para derribar a aquellos que intentasen atacarla”.6
En fin, el año 430 los bárbaros vándalos invadieron el norte de África y cercaron Hipona. Consumido por la tristeza, pues veía en aquello la mano de Dios que castigaba, Agustín fue víctima de una fiebre que lo postró en el lecho. Teniendo siempre presente su anterior vida pecaminosa, mandó que escribiesen en la pared de su cuarto los salmos penitenciales, para tenerlos delante de los ojos en todo momento, hasta entregar su compungida y noble alma a Dios, el 28 de agosto de 430.7 Mereció el glorioso nombre de Doctor y defensor de la gracia, por la refutación que hizo de la errada doctrina de la gracia, predicada por el pelagianismo.8 Notas.- 1. San Agustín, Confesiones, Centro de Estudios Teológicos de la Amazonía, Iquitos, 2003, Libro II, 1, p. 25.
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