Santoral
San Alfonso RodríguezHermano portero jesuita, entró en la Compañía de Jesús en 1585. Este predilecto de la Santísima Virgen, cuya fiesta conmemoramos el día 31 de octubre, se convirtió en un gran santo y místico ejerciendo la humilde función de hermano lego. |
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Fecha Santoral Octubre 31 | Nombre Alfonso |
Lugar + Palma de Mallorca |
El santo portero jesuita
Este predilecto de la Santísima Virgen, cuya fiesta conmemoramos el día 31 de octubre, se convirtió en un gran santo y místico ejerciendo la humilde función Plinio María Solimeo Alfonso Rodríguez nació el 25 de julio de 1531, en una familia de siete hijos y cuatro hijas, siendo el segundo de la numerosa prole. Como no era raro en la época, sus padres, bastante virtuosos, criaron a los hijos en el amor y en el temor de Dios y en la devoción a Aquella que es la Medianera de todas las gracias, Nuestra Señora. Desde pequeño Alfonso aprendió a invocarla y, en su inocencia, le confiaba todos sus deseos y aprehensiones. Cierto día —probablemente entrando en la adolescencia— en un transporte de amor, le dijo a su Soberana: “¡Oh Señora, si Vos supieseis cuánto os amo! Os amo tanto, que Vos no podéis amarme más de lo que yo a Vos”. A lo cual, la Reina de los Cielos, apareciéndose, le respondió: “Te equivocas, hijo mío, porque yo te amo mucho más de lo que tú me puedes amar”. Primeros contactos con la Compañía Dos religiosos jesuitas, yendo a predicar la misión en Segovia, se hospedaron en su casa. Alfonso y un hermano fueron encargados para atenderlos y, a cambio del esmero con que lo hicieron, recibieron buenos consejos y orientación religiosa. Fue el primer contacto que el futuro santo mantuvo con los jesuitas. Con ellos comenzarían, Alfonso y este hermano, sus estudios en el colegio de la Compañía en Alcalá. Se diría que el futuro de Alfonso estaba trazado: se convertiría en un sacerdote de la Compañía de Jesús y brillaría por su elocuencia y santidad. Nada de eso. Los caminos de la Providencia eran otros. Alfonso tuvo que interrumpir los estudios, a la muerte de su padre, pues su hermano estaba más adelantado en ellos y era preferible que los concluyera. Así, Alfonso tomó un rumbo opuesto: quedó encargado de la tienda de tejidos del fallecido progenitor, y se casó. Nacieron sus dos primeros hijos, una pareja. Estaba así encaminado hacia una vida virtuosa, dentro de los lazos conyugales y desempeñándose como honesto comerciante. Ejemplar marido y padre, pésimo comerciante Pero si Alfonso era muy buen marido y padre, se reveló incompetente como comerciante. Pues tenía tantos escrúpulos de obtener algún lucro ilícitamente, que ganaba muy poco en las transacciones comerciales. Su esposa lo alertó, diciéndole que de ese modo acabarían en la miseria. Pero de nada sirvió. Y los negocios iban de mal en peor para la familia. Llegó entonces la hora de la Providencia: la esposa que tanto amaba falleció al dar a luz a un niño. Poco tiempo después, falleció su hijita, y no mucho después el mayor de los niños. Estos crueles sufrimientos le hicieron comprender que no hay nada de duradero en esta vida, y que todo pasa como el viento. Ahora se quedaba solo, con el hijito que había costado la vida de su madre, y concentró en él todo su afecto.
Llevando una vida extremamente penitente, más propia de religiosos que de comerciantes, Alfonso continuó al frente de la tienda, siendo visitado continuamente por visiones y éxtasis. Un día en que lloraba sus pecados, Nuestro Señor se le apareció acompañado de un brillante cortejo de doce santos, de los cuales reconoció apenas a San Francisco de Asís. Éste le preguntó por qué lloraba. “Oh querido santo —le respondió Alfonso— si un sólo pecado venial merece ser llorado durante toda una vida, ¿cómo queréis que yo no llore, siendo tan culpable?” La humilde respuesta agradó a Nuestro Señor, que lo miró con mucha complacencia y desapareció. El amor de Alfonso por su pequeño hijo era extremo, aunque todo sobrenatural. De modo que, un día, contemplando la inocencia del niño de tres años, y pensando en el horror que representa el pecado mortal, imploró a Dios que, si más adelante aquella criatura fuese a ofenderlo de manera grave, que mejor se lo llevase en su inocencia bautismal. Dios no se hizo de rogar, y Alfonso tuvo que dolorosamente amortajar a su último hijo, pero con la alegría de saber que se había salvado y lo tenía en el Cielo. Hermano lego en la Compañía de Jesús A los 32 años de edad, estaba libre y podría hacerse religioso en la Compañía de Jesús. Pero no fue lo que ocurrió, pues los caminos de la Providencia son, muchas veces, diferentes de nuestros planes. Alfonso vendió todos sus bienes y se dirigió a Valencia, pidiendo su admisión en la Compañía de Jesús. El rector, sin embargo, le aconsejó que antes aprendiera la lengua latina, a fin de poder seguir el sacerdocio. Fue entonces hecho preceptor del hijo de la Duquesa de Terranova. Pasaron seis años más hasta que Alfonso fuese admitido en la Compañía. En ella, el santo siguió rigurosamente el programa de estudios para poder ordenarse. Pero, ya con casi 40 años y con mala salud, agravada por el exceso de austeridades, no conseguía aprender lo suficiente para acceder al sacerdocio. Él lo comprendió, como pronto también se dieron cuenta de ello sus superiores. Así, fue admitido en la Compañía de Jesús como simple hermano lego. En esta humilde condición, Alfonso fue enviado al colegio de Palma de Mallorca, para cuidar de la portería. Supo llevar allí una vida de extraordinaria riqueza espiritual. Durante más de 30 años como portero, haciendo con espíritu sobrenatural las más simples acciones, llegó a un alto grado de vida mística. De mañana, cuando la campana tocaba para el despertar, se arrodillaba junto a la cama, agradecía a la Santísima Trinidad por haberlo preservado aquella noche de todo mal y pecado, y decía estas palabras del Te Deum: “Dignaos, Señor, en este día guardarnos sin pecado”. Renovaba entonces el propósito de recibir a todos, en su oficio de portero, como si fuesen el propio Cristo Nuestro Señor. Cada hora del día recitaba una jaculatoria especial, celebrando una de las invocaciones de Nuestra Señora; y de noche, antes de acostarse, le encomendaba todas las almas del Purgatorio, suplicando que aceptase su reposo como una oración en sufragio de ellas. Su comercio con lo sobrenatural era continuo, como él mismo lo revela en su autobiografía, hablando en tercera persona: “Esa persona llegó a vivir tan familiarmente con Jesús y su santa Madre, que a veces le parecía caminar entre ambos, y que los dos lo abrazaban, y él les decía amorosamente: «Jesús, María, mis dulcísimos amores, muera yo y padezca por vuestro amor»”.1 Persecuciones del demonio y socorro Si Alfonso tenía visiones celestes, no era privado de las infernales. El demonio se le aparecía bajo las más horrendas formas, y lo tentaba de todos los modos posibles, principalmente contra la virtud de la pureza. Para combatirlo, el hermano lego recurría a la penitencia y a la oración, y sobre todo a la Reina del Cielo y de la Tierra. Dos veces el espíritu infernal lo lanzo de lo alto de la escalera que unía dos pavimentos, y en las dos ocasiones fue amparado por Nuestra Señora. En una violenta tentación de desesperación, llamó a María en su socorro. Nuestra Señora apareció circundada de luz celestial, y los demonios huyeron despavoridos. “Mi hijo Alfonso —le dijo Ella— donde estoy, no tienes nada que temer”. A un religioso español, que después escribió su biografía, le dio este consejo: “Cuando desee obtener cualquier cosa de Dios, recurra a María, y esté seguro de obtenerlo todo”.
Obediencia y apóstol de la devoción mariana Su obediencia a los superiores era ciega, y difícil de comprender en nuestra época dominada por el orgullo. Cierto día presenciaba una conferencia sentado cerca de la puerta. Al entrar un superior, le ofreció el lugar. “Permanezca donde está”, le dijo él. Alfonso se quedó ahí hasta bastante después de terminada la conferencia, y sólo salió cuando alguien lo fue a llamar. Para probarlo otra vez, el superior mandó que se embarcase a las Indias. Sin pensar en otra cosa, ni recoger ropa o provisiones, partió. El superior mandó detenerlo, y le preguntó: “¿Cómo pensaba ir a las Indias?” “Yo iría hasta el puerto y buscaría un navío; si no lo encontrase, entraría en la agua e iría lo más lejos posible; después volvería, contento de haberlo hecho todo por obedecer”.2 En su celo apostólico, el fervoroso hermano procuraba difundir entre los alumnos del colegio una gran devoción a la Virgen, insistiendo en que a Ella siempre recurriesen y se inscribiesen en la Congregación Mariana. Evangelizaba a los pobres y vagabundos que aparecían en el colegio pidiendo limosna, cautivándolos por su ardiente caridad. Director espiritual de San Pedro Claver Alrededor de 1605, Alfonso Rodríguez fue solicitado por un joven seminarista jesuita catalán, Pedro Claver, que le pidió con insistencia que el simple hermano lego fuese su director espiritual. Surgió entonces entre los dos una amistad sobrenatural que no cesó con la muerte, pues Alfonso Rodríguez tuvo la visión de la entrada de su discípulo en la gloria celestial. Fue por indicación suya que Pedro Claver partió hacia América, donde dedicó todas sus fuerzas, energías e inmensa caridad al apostolado con los negros. Alfonso Rodríguez acompañaba de lejos la labor apostólica de su discípulo, ofreciéndole no sólo sus oraciones, sino el mérito de sus penitencias.3 San Alfonso Rodríguez falleció el día 31 de octubre de 1617, a los 86 años de edad. Fue canonizado junto con San Pedro Claver el 15 de enero de 1888. Notas.- 1. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. IV, p. 231.
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