«Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. En verdad os digo, que quien no recibiere el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Lc. 18, 16-17). Plinio Corrêa de Oliveira El espíritu del niño no se empaña por ciertas cosas que empañan el espíritu de muchos adultos. En primer lugar porque el niño, en general, aún no se corrompió. En segundo lugar —lo que es más importante—, por efecto del Bautismo el niño tiene una propensión a creer y una facilidad para admitir lo maravilloso. Así, el espíritu del niño se encanta con el árbol de Navidad. Pero, ¿qué es el árbol de Navidad? Es algo que nos sumerge en el mundo de lo maravilloso, en el mundo de los “cuentos de hadas”. El niño tiene una gran rectitud para la fe, cree y no pregunta las razones para creer. Él cree desde el primer instante. Pero, ¿qué es esto? Es un sentido virginal que el niño tiene de un mundo más allá de este mundo; de una realidad existente más allá de ésta que vemos, y que es más bella y satisface anhelos del espíritu humano.
Sin embargo, a medida que la persona se va apegando a las cosas terrenas, va perdiendo el sentido de lo extraterreno, que es el sentido de lo metafísico —el sentido de una realidad que existe más allá de lo físico, el sentido de lo maravilloso y de lo sublime. De ahí el episodio de Nuestro Señor elogiando a los niños, incentivándolos a aproximarse de Él. No es elogio a la imbecilidad propia de la niñez, que es un efecto del pecado original, sino elogio de esos valores de alma que el niño tiene, y que pueden encontrarse también en el hombre inocente. El alma del inocente es toda impregnada, desde las primeras luces de la razón, del sentido de lo sobrenatural y de lo maravilloso. * Extractos de una conferencia del 28-06-1969. Sin revisión del autor.
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