«Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largo tiempo y seas feliz en la tierra» (cf. Deut. 5, 16). En nuestro número de enero explicamos los deberes de los padres hacia los hijos, tal como los expone San Alfonso María de Ligorio. En este artículo el insigne Doctor de la Iglesia nos señalará los deberes, no menos obligatorios, de los hijos hacia sus padres. Honrar padre y madre — Este mandamiento tiene como principal objeto los deberes de los hijos hacia sus padres; pero comprende también los deberes de los padres hacia los hijos, así como los deberes recíprocos de patronos y servidores, de marido y mujer. Un hijo debe a sus padres amor, respeto y obediencia. Por lo tanto, en primer lugar está obligado a amarlos. Cómo se peca contra el amor que se debe a los padres 1. Comete pecado mortal quien desea el mal a su padre o a su madre en materia grave. Peca hasta doblemente: contra la caridad y contra la piedad filial. 2. Peca quien habla mal de los padres. Comete entonces tres pecados: uno contra la caridad, otro contra la piedad filial y otro contra la justicia. 3. Peca quien no socorre a los padres en sus necesidades, sean temporales, sean espirituales. Así, cuando un padre está peligrosamente enfermo, el hijo está obligado a advertirlo e inducirlo a recibir los sacramentos. Cuando el padre o la madre se encuentran en una grave necesidad, el hijo está obligado a sustentarlos a sus expensas. “Hijo, alivia la vejez de tu padre”, nos dice el Espíritu Santo: (Ecli. 3, 14). Nuestros padres nos alimentaron en nuestra infancia; es justo que nosotros los alimentemos en su vejez. San Ambrosio (Exameron, l. 5, c. 16) dice de las cigüeñas que, cuando ven a su padre y a su madre en la vejez y sin condiciones de procurar el alimento, tienen ellas a bien traérselo. ¡Qué ingratitud en un hijo, beber y comer copiosamente, mientras su madre muerede hambre! Ejemplo de piedad filial Escuchen la narración de un admirable ejemplo de piedad filial. Había en el Japón, en 1604, tres hermanos ocupados en obtener un medio de sustentar a su madre. Al no conseguirlo, ¿qué hicieron ellos? El emperador había ordenado que quien entregara a un ladrón en manos de la justicia, recibiría como recompensa una suma considerable. Los tres hermanos combinaran que uno de ellos, designado por la suerte, consentiría en pasar por ladrón, y sería entregado por los otros dos. De ese modo obtendrían la recompensa prometida y podrían socorrer a su madre. La suerte cayó sobre el más joven que, haciéndose pasar por ladrón, tuvo que resignarse a morir, pues el robo estaba penado con la muerte. Fue entonces atado y conducido a prisión. Pero los circunstantes notaron que los acusadores y el acusado, al despedirse, se abrazaban vertiendo lágrimas. El juez fue al punto avisado y ordenó que se vigilase a los dos jóvenes, para saber a donde iban. Tan pronto llegaron a casa, la madre, habiéndose informado de lo sucedido, declaró que prefería morir antes que permitir que su hijo muriera por su causa. “Devuelvan el dinero —decía ella— y restitúyanme a mi hijo”. El juez, enterado del hecho, dio conocimiento del mismo al emperador. Éste quedó de tal modo impactado, que concedió una generosa pensión a los tres generosos hermanos. Fue así que Dios los recompensó por el amor que habían testimoniado a su madre. Dios castiga a los malos hijos Oigan, por el contrario, como Dios quiso castigar a un hijo ingrato. El obispo Abelly (Les vérités principales, instr. 28) cita un hecho contado por otro autor, Thomas de Cantimpré, como sucedido en su tiempo en Francia. Un hombre rico, que tenía un único hijo, deseaba casarlo con una joven de posición mucho más elevada. Pero los padres de ésta pusieron como condición para el matrimonio, que el hombre y su esposa cedieran todo lo que poseían al hijo, del cual recibirían después la subsistencia; todo lo cual fue aceptado.
El hijo comenzó a tratar bastante bien al padre y a la madre. Pero después de algún tiempo, para agradar a la esposa, los obligó a irse de casa y pasó a concederles un parco auxilio. Cierto día, habiendo invitado a sus amigos a un banquete en su casa, llegó su padre para pedirle alguna asistencia, pero él lo despidió con duras palabras. Ahora escuchen lo que le sucedió. Cuando se sentó a la mesa, apareció un sapo hediondo que, de un salto, se clavó en su rostro de tal manera que fue imposible retirarlo. No se podía tocar al sapo, sin causarle al infeliz un dolor insoportable. Se arrepintió entonces de su ingratitud y fue a confesarse con el obispo. Éste le impuso, como penitencia, recorrer todas las provincias del reino con el rostro descubierto, contando en todas partes qué había atraído sobre sí ese castigo, para que sirviera de ejemplo a los demás. Thomas de Cantimpré dice haber tomado conocimiento de este hecho por un religioso de la Orden de Santo Domingo, el cual, estando en París, había visto al culpable con el sapo pegado al rostro y lo había oído narrar estas cosas. Tus hijos te tratarán como has tratado a tus padres Sean, pues, celosos en amar a vuestros padres y, si ellos son pobres, o caen prisioneros, o están enfermos, tengan cuidado en ayudarlos. Si no, prepárense para los justos castigos de Dios, que permitirá, al menos, que sus hijos los traten como han tratado a sus padres. Verme narra, en su Instrucción, que un padre, habiendo sido expulsado de la casa por su propio hijo, y encontrándose enfermo, entró en un hospital, de donde mandó pedir a este mismo hijo dos sábanas. Éste encargó a su joven hijo de llevarlas, pero el niño no entregó sino una de las sábanas a su abuelo. Cuando su padre le preguntó la razón de ello, respondió: “Guardé la otra para ti, para cuando vayas al hospital”. ¿Comprendéis lo que esto significa? Como los hijos tratan a sus padres, del mismo modo serán tratados por sus propios hijos. Cómo se peca contra el respeto debido a los padres Dios quiere que cada uno honre a su padre y a su madre, sin faltarles jamás el respeto, sea por actos, sea por palabras, y soportando sus defectos con paciencia inalterable: “Honra a tu padre con obras y de palabra, y con toda paciencia” (Ecli. 3, 9). Es pues pecado hablarle a los padres con aspereza o con tono elevado. Pecado aún mayor es burlarse de ellos, oponerse a su voluntad, maldecirlos, o proferir contra ellos términos injuriosos, como los de loco, imbécil, ladrón, borracho, brujo, bandido y otros de ese género. Si palabras como ésas son proferidas en su presencia, el pecado es mortal. Bajo la Antigua Ley, aquel que injuriaba el padre o a la madre era condenado a muerte: “El que maldijere a su padre o madre, sea sin remisión castigado de muerte” (Éx. 21, 17). Ahora pues, si ya no es más condenado a muerte, es no obstante maldecido por Dios, que lo condena a la muerte eterna: “¡Y cómo es maldito de Dios, aquel que exaspera a su madre!” (Ecli. 3, 18). El pecado sería aún más grave si levantase la mano contra su padre o su madre, o si amenazara agredirlos. Aquel que osó poner las manos sobre su padre o su madre, debe esperar morir en breve; pues la Escritura promete una vida larga y feliz para aquel que honra a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre... para que vivas largo tiempo y seas feliz en la tierra” (Deut. 5, 16). Así, quien maltrata a sus padres vivirá poco tiempo y será infeliz en la tierra. San Bernardino de Siena (t. 2, s. 17, a. 3, c. 1) narra que un joven, habiendo sido ahorcado, quedó con el rostro cubierto por una larga barba blanca, como la de un viejo. Le fue revelado al obispo, que rezaba por aquel infeliz, que él habría vivido hasta la vejez si no hubiese merecido, por respetar poco a sus padres, ser abandonado por Dios al punto de ser llevado a cometer los crímenes que le causaron la muerte. Pero escuchen un hecho aún más horrible, citado por San Agustín (De Civitas Dei, l. 22, c. 8). En la provincia de Capadocia [actual Turquía], una madre tenía varios hijos. Un día, el mayor, después de haberla injuriado, comenzó a agredirla, sin que los otros lo impidiesen como debían. Entonces la madre, irritada por este trato indigno, cometió otro pecado: corrió a la iglesia, y delante del baptisterio en que sus hijos habían sido bautizados, los maldijo a todos, pidiéndole a Dios que les infligiese un castigo que atemorizase al mundo entero. Inmediatamente los hijos sintieron un gran temblor en sus miembros y se dispersaron por todos lados, llevando consigo las señales de la maldición que los había alcanzado. En vista de ese castigo, la madre fue tomada de tal dolor que, entregándose a la desesperación, se ahorcó. San Agustín añade que, encontrándose en una iglesia donde se veneraban las reliquias de San Esteban, vio llegar a dos de estos hijos malditos, a quienes todos veían temblar. No obstante, en presencia de las reliquias del glorioso mártir, obtuvieron por su intercesión ser librados del mal que los afligía. Cómo se peca contra la obediencia debida a los padres Se debe obedecer a los padres en todo lo que es justo, según dice San Pablo: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor” (Ef. 6, 1). Por lo tanto, hay obligación de obedecerles en aquello que atañe al bien de la familia y sobre todo a las buenas costumbres. Así, peca el hijo que no obedece a los padres cuando ellos le prohíben de entregarse al juego, o de frecuentar cierta mala compañía, o de ir a una casa de perdición. * San Alfonso María de Ligorio, Istruzione al popolo, Parte I, Cap. IV § 2, in www.intratext.com
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