Plinio Corrêa de Oliveira
Seis de la tarde. La faena diaria se ha terminado. La noble tranquilidad de la atmósfera envuelve la inmensidad de los campos, invitando al reposo y al recogimiento. Un crepúsculo color de oro transfigura la naturaleza, haciendo brillar en todas las cosas un reflejo lejano y suave de la inexpresable majestad de Dios. Se oye el repicar del Angelus, amortiguado por la distancia. Es la voz cristalina y material de la Iglesia, que invita a la oración. Los campesinos rezan. Son dos jóvenes cuya apariencia manifiesta al mismo tiempo salud y un hábito arraigado en el trabajo manual. Sus trajes son rústicos. Pero en todo su ser transluce la pureza, la elevación, la natural delicadeza de almas profundamente cristianas. Su modesta condición social es como que transfigurada e iluminada por su piedad, que infunde respeto y simpatía. En sus almas brillan los rayos dorados del sol, pero de un sol mucho más elevado, a todos los títulos: la gracia de Dios. Verdaderamente el centro del cuadro, el punto más alto de la emoción estética que produce, está en la belleza de sus almas. La naturaleza es linda, pero ella no sirve sino de ambiente para la manifestación de la belleza de estas almas reunidas por el Hijo de Dios. Nada en estos campesinos indica desasosiego o malestar. Ellos son enteramente acordes con su medio, su profesión, su clase. ¿Qué otra dignidad, qué otra ventura podrían desear estos esposos? Millet reunió admirablemente en su lienzo los elementos necesarios para que se comprenda la dignidad del trabajo manual, en la atmósfera plácida y feliz de la verdadera virtud cristiana. * * * No todos los momentos de la vida del campo son así. Millet retrató, en lo que llamaríamos una instantánea feliz, un momento culminante de belleza material y moral. Pero su cuadro tiene el mérito de enseñar a los hombres a ver, dispersos en la rutina de la existencia rural cotidiana, los destellos genuinos y frecuentes de esta fisonomía cristiana de las almas y de las cosas en un ambiente verdaderamente vivificado por la Santa Iglesia. La actitud de espíritu de Millet, que comunica a quien contempla su obra prima, está toda ella vuelta hacia Dios y hacia los reflejos de belleza espiritual y material que Él proyecta en la Creación. Una crítica psicológica del cuadro, para ser exacta, debería deplorar apenas algún exceso de sentimentalismo. * * * ¿Se podría hacer el mismo elogio del cuadro Le maître des moissons (“El señor de las cosechas”) de Yves Alix, también inspirado en la vida de los campos?
El autor no percibió, no sintió, no aceptó en su visión del trabajo agrícola nada de aquello por lo que se hace digno de ser practicado por un hijo de Dios. En este cuadro, no fue el espíritu que dominó la materia y la ennobleció: fue la materia que penetró el espíritu y lo degradó. El trabajo material imprimió en los cuerpos una brutalidad por así decir facinerosa. Las fisonomías exhalan un estado de espíritu que recuerda la taberna y el campo de concentración. Si los personajes del segundo plano no pareciesen de tal manera endurecidos, si fuesen capaces de llorar, sus lágrimas serían de hiel; si fuesen capaces de gemir, sus gemidos serían como el crujido de engranajes. La tristeza, la maldad, la cacofonía de los colores, de las formas y de las almas se exhala por la voz del personaje del primer plano. No se sabe bien qué es lo que exclama, si una amenaza o una blasfemia. Yves Alix reunió, exageró y deformó hasta el delirio los aspectos por donde el trabajo es una expiación y un sufrimiento, y la tierra un exilio; expresó con una fidelidad meticulosa —¡y cómo que entusiasmada!— lo que en el alma humana hay de más atroz y más bajo, para presentar el conjunto como aspecto real y normal de la vida cotidiana, espiritual y profesional del trabajador. Por eso, mientras de la obra prima de Millet se eleva una oración, de la pesadilla de Yves Alix se desprende el aliento de revolución. Si Dios permitiese a los ángeles embellecer la tierra y la vida, ellos lo harían en el sentido de hacer más frecuentes, más durables y más bonitos los aspectos que Millet procuró observar y reunir. Si permitiese a los demonios desfigurar a los hombres y a la creación, éstos presentarían en el alma y en el cuerpo, y en los aspectos de las cosas, personajes y ambientes como los del cuadro de Yves Alix.
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