PREGUNTA Monseñor: ya vi algunos comentarios suyos en esta revista católica y sus explicaciones me parecieron muy interesantes, además de ser muy coherentes. Soy católico practicante, no obstante estoy pasando últimamente por una crisis de fe. No puedo aceptar el dogma del infierno eterno. Si existiera un castigo eterno, como afirman muchos miembros de la Iglesia, Dios no podría ser infinitamente misericordioso. ¿Cómo Dios dejaría que algunos de sus hijos sean castigados por toda la eternidad, con sufrimientos inenarrables, solamente por limitados momentos de errores en sus vidas? Si tenemos que temer a Dios, sería difícil amarlo puramente, con ese miedo al infierno que hace tanto tiempo fue predicado por la Iglesia. Me consta que ni los miembros de la Iglesia llegaron a un consenso con relación a la eternidad de las penas, ¿no es así? Por lo demás, la palabra eterno en la Biblia derivó del hebreo aion, si no me equivoco, que quiere decir tiempo indeterminado. Por eso pienso, que muchas palabras en la Biblia tienen que ser tomadas en el contexto de la época en que fueron escritas. Espero su amable respuesta y agradezco la atención. RESPUESTA La idea que el amable consultante se ha formado de los castigos de Dios en general, y de la condena al infierno en particular, es muy generalizada, por lo que su pregunta nos hace propicia la ocasión para aclararla. En efecto, mucha gente piensa que los castigos de Dios son una mera cuestión de justicia: “¡si falló, que pague!” Y, en ciertos casos —al arbitrio de un juez implacable— ¡la pena eterna del infierno! Esta concepción tiene algo de verdadero; no obstante, no ve el problema en la complejidad de sus aspectos, y particularmente no va al fondo de la cuestión. En Dios, justicia y misericordia se tocan Dios es, sin duda, un juez implacable, que no deja ningún error sin corrección; pero, al hacerlo, modera su castigo con la misericordia.
En su sentencia final, Dios toma en cuenta todos los atenuantes del pecador, como también los agravantes. Todas las buenas obras por él practicadas entran en la balanza, ninguna de ellas deja de ser recompensada con una disminución de la pena. Y, al final, la pena acaba siendo menor que el pecado practicado. De ese modo, se cumple lo que dice el salmista: “La misericordia y la verdad se encontraron juntas, la justicia y la paz se besaron” (Sal. 84, 11). El pecado es una violación de la Ley de Dios En esta justa evaluación del “error” del pecador, conviene dejar claro que el pecado no es un simple error. También es un error, pero en él entra, además, una intención definida del pecador de desobedecer algún punto de la Ley de Dios, expresada en los Diez Mandamientos. Si esa intención no fue perfectamente clara y definida, y hubo apenas un medio consentimiento o una media conciencia de la gravedad de la acción que estaba siendo practicada, eso entra como atenuante del pecado, que, conforme el caso, puede no constituir pecado mortal sino apenas pecado venial. Así, la sentencia divina para cada hombre es siempre perfectísimamente justa, pero moderada por la misericordia, como fue dicho. De cualquier modo —pregunta el lector— toda acción humana es limitada en el tiempo: ¿cómo puede ser atribuida a ella una pena eterna? ¿No hay ahí una desproporción de medidas? Eso nos induce a profundizar la cuestión y analizar la actitud de alma del hombre cuando peca. El hombre es quien, primero, rompe con Dios Como dice San Pablo, Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4). Por lo tanto, la voluntad divina es llevar a todos los hombres a la bienaventuranza eterna. Pero puede suceder —y sucede efectivamente— que muchos hombres rompen con Dios en lo íntimo de su corazón, practicando el pecado mortal, también llamado pecado grave. Lo que distingue el pecado mortal del venial es exactamente la existencia o no de esa ruptura con Dios.
Pero esa ruptura puede no ser definitiva, porque el hombre puede arrepentirse de su pecado, confesarse, recibir la absolución sacramental, y así restablecer sus buenas relaciones con Dios. Y muchos hombres conducen de ese modo su vida, oscilando entre el pecado y el arrepentimiento, hasta una victoria definitiva sobre el pecado; o, por el contrario, afirmándose cada vez más en su ruptura con Dios por el pecado mortal. Si, a la hora de la muerte, la opción final es por la ruptura, habrá sido el hombre quien, primero, habrá roto con Dios. En ese momento Dios acepta esa torpe decisión, y con repulsión lo aparta definitivamente de su presencia. El propio pecador se precipita entonces a los abismos infernales, porque quiere estar lo más lejos posible de Dios. Horror que el hombre malo tiene del hombre virtuoso Esto hace parte de nuestra experiencia cotidiana. ¿Quién no ha visto cómo el hombre bueno es ridiculizado por los malos? El niño puro es objeto de escarnio de los compañeros impuros; la pareja que observa la castidad conyugal es objeto de burla de los que viven en la impureza; por todas partes, quien observa los mandamientos de la Ley de Dios es tenido como mamotreto, anticuado, medieval… Un ateo desesperanzado decía, en el lecho de muerte, que quería irse al infierno, porque ése era el lugar donde estaban las mujeres bonitas que había conocido en vida… Una manera muy clara de manifestar la opción por la impudicia. Y, por lo tanto, por el infierno. Los teólogos tradicionales enseñan que si el mismo Dios se apareciera en el infierno y propusiera a los condenados llevarlos al Cielo, ellos no lo querrían. Pues sus preferencias serían por un “cielo” que fuese como las telenovelas, que presentase actitudes vulgares y torpezas sin fin. El Cielo verdadero —grandioso, magnífico, ceremonioso, casto— les provoca rechazo. La opción de los réprobos (los condenados al infierno) por el mal llega hasta ese punto, y explica por qué el infierno es eterno. ¡Ellos mismos son los que no quieren ir al Cielo! “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno” Por lo tanto, en la escena del Juicio Final, descrita por San Mateo (c. 25, 31-46), es legítimo hacer un estudio hermenéutico tomando como base el principio de que las palabras “tienen que ser tomadas en el contexto de la época en que fueron escritas”, como observa el lector. Pero, primordialmente, debe ser tomado en consideración al contexto teológico de la verdad que está siendo analizada. Y ese contexto es el del rechazo primero y definitivo de los réprobos con relación a Dios. Por eso, Jesucristo les dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles. […] Y en consecuencia, irán éstos para al eterno suplicio, y los justos a la vida eterna” (loc. cit.).
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