Gabriel J. Wilson Es mediodía, suena el Angelus. Algunas personas se recogen y dirigen sus plegarias al cielo. En general, los franceses están más orgullosos de su campanario parroquial que de sus ayuntamientos. Lo cual fácilmente se comprende: la campana les habla más al corazón que los prolijos e interesados discursos de los políticos. Bajo muchos puntos de vista, la campana es el alma de la aldea. Representa a la Providencia divina que vela sobre las miserias humanas. Anuncia las alegrías y las tristezas, la vida y la muerte. Las misas, los bautismos, los matrimonios, los funerales… la vida entera está bajo el imperio sereno y accesible del campanario, o sea, de la Santa Madre Iglesia. No toquen mi campanario… Lo comprendió espléndidamente la Francia profunda de las pequeñas aldeas. Por eso, a lo largo de los siglos, sus habitantes marcaron con su personalidad la variedad casi insondable de estilos de campanarios. Algunos son puntiagudos como agujas, desafiando la ley de la gravedad en busca del cielo. Otros son fuertes como torres de fortalezas, cuadrados y altivos, cobijando a sus campanas. Todos traducen, de algún modo, las tendencias nativas del pueblo y de la región donde se encuentran. Nada que ver con la masificación sin alma y sin personalidad de los edificios modernos, que se pueden construir iguales en cualquier parte del mundo. A pesar de todas las devastaciones a consecuencia de las guerras, del protestantismo, del igualitarismo impuesto por la Revolución Francesa, de la llamada modernización de la vida y de la decadencia de las costumbres, Francia conserva aún en sus panoramas bellezas y dulzuras que caracterizan a la hija primogénita de la Iglesia. Una de esas bellezas se encuentra en la riqueza de estilos arquitectónicos. Y como subproducto, la diversidad de campanarios de las iglesias y capillas, de acuerdo con la región o subregión donde se encuentran. Un campanario en Alsacia, en Bretaña, en Normandía, en los Alpes, en Borgoña, en Quercy o en Provença pueden hasta presentar entre sí diferencias de estilo mayores de aquellas que existen entre algunos países. Así, las diferencias entre Alsacia y Bretaña tal vez sean mayores que entre Portugal y España, o que las de los países sudamericanos entre sí.
La torre de la municipalidad, símbolo del lugar La torre de la iglesia como emblema de personalidad de un lugar o de una región tiene su émulo civil en las torres de los edificios públicos como el del cabildo. En Francia, como en toda Europa, la autoridad municipal está emblemáticamente representada por el edificio del consejo, del ayuntamiento o palacio municipal, conforme las costumbres del país. Aquellos edificios reflejaban generalmente un estilo propio de la región y tenían en el campanario un punto de excelencia, sobre todo en Flandes, antiguo condado hoy situado parte en Bélgica y parte en el norte de Francia. Los campanarios flamencos son verdaderas obras maestras de arte y simbolismo. En efecto, tratándose de una región que comerciaba eminentemente productos de calidad (como alfombras, tejidos, etc.), su riqueza se reflejaba en sus edificios públicos, entre los cuales el campanario desempeñaba un papel destacado. En efecto, en los tiempos de otrora en que las guerras eran hechas con ejércitos de infantería y tropas de caballería, el beffroi era la torre municipal destinada a dar la alarma en caso de aproximación del enemigo, para que la ciudad pudiese organizar rápidamente su propia defensa. Son célebres los beffrois de Gante, Brujas, Arrás, entre tantos otros. Influencias de las campanas en la vida de los habitantes Acostumbro ir a una parroquia del Perche, en la región central de Francia, típicamente agrícola, donde se crió la raza de caballos percherón. Felizmente ahí existen aún familias numerosas y una presencia considerable de niños, que llevan alegría a los hogares, de manera que causan envidia a las parejas que evitan a los hijos. Terminada la misa, uno de los placeres inocentes de esos niños consiste en disputar la cuerda de la campana, colgándose de ella al sabor del vaivén del badajo. El repicar que así producen es claramente festivo, en contraste con la nota triste y compasada de un toque de finados. Sí, las campanas transmiten armonías que reflejan ciertos estados de espíritu. Además, ellas son desiguales entre sí, por el tamaño y por la importancia de la capilla, iglesia, abadía o catedral donde se encuentran. Para no hablar del modo de tocarlos, desde el triste anuncio de un entierro hasta el alegre repicar de un día de fiesta. Las campanas de las capillas son en general pequeñas y de timbre agudo. Por ello son festivas y casi diría juveniles. Las iglesias son desiguales, conforme a su tamaño y a su importancia. Pueden poseer hasta un carillón.
Pero, de un modo general, las iglesias parroquiales se sitúan en una medianía por encima de las capillas. Por los toques del Angelus, o de llamado a misa, ellas daban otrora vida a la ciudad y al campo. La vida material era regulada por el influjo sobrenatural. Y eso producía en la sociedad civil una dulzura en el trato, una seriedad en el cumplimiento del deber, una riqueza de alma que inconscientemente ungía y amenizaba las asperezas de la vida. Empleo siempre el tiempo pasado, pues debido a la “humareda de Satanás” que penetró en la Iglesia, para usar la expresión de Paulo VI, hace mucho que las campanas enmudecieron. Hoy la vida doméstica está modelada sobre todo por los programas de televisión. En la vida de las parroquias, habría que añadir aún otros dos elementos consonantes a la campana: el órgano y el coro. Pero aquí las cosas se complican, porque la música depende del compositor, el órgano del organista y el coro del maestro. Y ahí tenemos el enfrentamiento de escuelas, de estilos, de interpretaciones. La sacralidad de las abadías y monasterios Hoy son cada vez más raros los monasterios y las abadías tradicionales con religiosos enclaustrados que consagran sus vidas a la oración, al estudio y al trabajo en una orden religiosa. Otrora su influencia en las respectivas regiones era incalculable. ¿Por qué ese abandono, hoy? El timbre de las campanas de una abadía en general es grave, solemne, compasado. Hay campanas que más parecen hechas para anunciar la eternidad que el tiempo. “Ora et labora” es el lema de los benedictinos. Reza y trabaja: en la paz, en la serenidad, en el sufrimiento aceptado, a veces en la lucha contra la tentación, pero siempre obediente a la regla que conduce al religioso al cielo. Las vidas de santos están llenas de fioretti encantadores a respecto de estos héroes de la fe que civilizaron el mundo bárbaro y construyeron la Europa cristiana. Pues fueron particularmente los benedictinos y también otras órdenes religiosas los que secaron los pantanos, hicieron progresar la agricultura y a veces hasta ciertas industrias. La invención del champagne en el siglo XVII, por ejemplo, es atribuida al monje benedictino Dom Pérignon, de la abadía de Saint-Pierre d’Hautvillers, cerca de Épernay, en la región de Champagne. En una visita a la abadía de Lérins, situada en la isla de St-Honorat, próximo a Cannes, en la Costa Azul, él conoció el método de vinificación de vinos espumantes allí creado, y lo aplicó con éxito en su tierra. Discretamente se daba comienzo a la historia del más célebre vino de la tierra, con el cual se festejan todas las grandes conmemoraciones. La influencia de una abadía va mucho más allá de los límites a donde llega el sonido de sus campanas. Porque la presencia de almas consagradas a lo sobrenatural les confiere una sacralidad que las transforma en símbolos permanentes del destino eterno de los hombres. Por el simple hecho de existir, ellas son como un farol, una fortaleza, un refugio y un estímulo para el común de los mortales. Y el toque de la campana es un vehículo sensible de ese mensaje que viene del cielo. Felices las abadías que conservaron el tradicional canto llano, el canto gregoriano. Este es una creación verdaderamente divina de la vida religiosa, de tal modo su melodía da gloria a Dios, eleva las almas y las predispone para la contemplación. La solemnidad de las catedrales La catedral es la madre de las iglesias o parroquias. El obispo es el padre de los fieles. ¿No son los obispos los continuadores de los Apóstoles? Por eso es bueno y saludable que la catedral sea dotada de mayor solemnidad, que ella tenga el mejor templo, el mejor coral, el mejor órgano. Por la misma razón el carillón de la catedral en general es más rico, a fin de expresar la fuerza del mensaje apostólico que de ella debe partir. Hace muchos años visité la catedral de Bourges, en el centro de Francia. Sus vitrales son lindísimos y gran parte de ellos está a la altura de la vista del visitante. Pero lo que más me impresionó fue ver la lista de los obispos de aquella arquidiócesis en sus primeros siglos: casi todos eran “santos de altar”, o sea, canonizados, en un tiempo en que no se podían dispensar las virtudes…
Tal vez el lector se sorprenda, pues hoy la idea dominante sobre los obispos está vuelta hacia la administración de los bienes materiales de la diócesis, o para insuflar la lucha de los pobres contra los ricos. Después del Concilio Vaticano II, se puede decir que el obispo dejó de ser “padre” para ser administrador, político, comunicador o manipulador de masas… Con cierta exageración, todo, menos el pastor realmente preocupado en salvar a sus ovejas. ¡Qué triste orfandad la de estas últimas! A consecuencia de esa revolución silenciosa, cuántas catedrales e iglesias fueron desvalijadas, abandonadas, demolidas, para dar lugar a monstruosidades estéticas consideradas “obras de arte” por una mentalidad modernista enfermiza. Así se enriqueció el conocido comunista brasileño Oscar Niemeyer, arquitecto del local del Partido Comunista Francés, en París, y de la catedral de Brasilia, entre otras numerosas “obras de arte” bastante discutibles, para no decir detestables. ¿Por qué los modernistas destruyen lo que es tradicional y construyen lo que llaman “moderno”? Porque este último es igualitario, estrambótico, arbitrario, vulgar… En suma, en vez de conducir a la idea de Dios, produce el efecto contrario. El modernismo es el arte del igualitarismo. El igualitarismo es la rebelión contra todas las desigualdades, incluso aquellas que son justas y proporcionadas, contra toda autoridad, toda superioridad, toda quintaesencia. Su lema podría ser “non serviam”: no serviré, no acepto ninguna superioridad. Es el grito de rebeldía de Satanás contra Dios. Más de cincuenta años de reformas litúrgicas introducidas en la Iglesia a partir de los años 60, y hasta mucho antes, van en ese sentido. ¿Cuál fue el resultado? La apostasía en masa en el clero y en los fieles. Cito como ejemplo la Compañía de Jesús, que tenía 36.000 sacerdotes antes del Concilio. Diez años más tarde, en los años 70, su número había caído a 25.000, y hoy no llega a 17 mil… Como ejemplo de devastación del rebaño, recuerdo que el Brasil poseía entre 92 y 95% de católicos antes del Concilio. Hoy, ese número está en cerca de 65%, sin contar que el número de practicantes es ínfimo y superficial. El protestantismo llamado evangélico ganó la mayor parte de esa diferencia. ¿Quiénes son los responsables por ese desastre?
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