Pablo Luis Fandiño “Son tan grandes las inmensas maravillas que obró Dios, y obró su pura Virgen Madre sin mancilla, desde el día que en Perú la cruz entró, y desde el día que la invocación del nombre dulcísimo de María se oyó en él; que me parece que un casi agravio sería, presumiendo no saberlas vos, el osar yo decirlas”.1
LA DEVOCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN llegó al Perú junto con los primeros conquistadores. En los aciagos días en que Francisco Pizarro y los trece de la fama aguardaban el auxilio terreno en la isla de la Gorgona “cada mañana daban gracias a Dios; a las tardes decían la Salve y otras oraciones por las Horas [canónicas]; sabían las fiestas [de guardar] y tenían cuenta con los viernes [de ayuno y abstinencia] y domingos”.2 Luego de superar incalculables infortunios, reembarcados en su aparente utopía, “al recorrer la costa en la pequeña nave que conducía Bartolomé Ruiz —escribe un historiador jesuita—, cuando al caer de la tarde se elevara por la marinería y los soldados la tradicional Salve a la Virgen, su oración a la Madre de Dios vendría a ser como el preludio de las que más adelante se elevarían de aquellos lugares, en donde la Virgen de las Mercedes de Paita, la Virgen de Guadalupe de Pacasmayo y Nuestra Señora del Socorro de Huanchaco habían de dispensar sus favores a los recién convertidos”.3 Poco tiempo después comenzaría otra epopeya, más sublime aún, la epopeya de la evangelización del vasto territorio y la conquista espiritual de infinitas almas. Origen de las advocaciones marianas Las primeras advocaciones marianas que se difundieron en el Perú, fueron las que trajeron de su tierra natal los mismos evangelizadores, sean éstos capitanes, soldados o clérigos. Las órdenes religiosas, particularmente, introdujeron las devociones emblemáticas de cada una de ellas. Así, los dominicos propagaron el culto a Nuestra Señora del Rosario, los franciscanos a la Inmaculada Concepción, los mercedarios a la Virgen de las Mercedes, los jesuitas a las advocaciones de Loreto, de la O y de los Desamparados, los betlemitas a Nuestra Señora de Belén, etc.
Al mismo tiempo, la Santísima Virgen condescendió a manifestarse en este suelo por medio de apariciones y de imágenes milagrosas. Los nombres con los que se le conocen hacen referencia al lugar en donde se originaron o alguna circunstancia del momento. De allí surgieron, cual lirios del campo, los soberbios santuarios marianos de Copacabana en la actual Bolivia y de Guadalupe en Pacasmayo, que estuvieron a cargo de los padres agustinos. A ellos se sumaron los no menos célebres de Cocharcas en Apurímac, Otuzco en La Libertad, Cayma en Arequipa y Guápulo en las proximidades de Quito. La devoción a la Virgen del Carmen se propagó a través de misioneros carmelitas, como el renombrado fray Antonio Vázquez de Espinosa, autor del pormenorizado Compendio y Descripción de las Indias Occidentales.4 Pero su verdadero predominio se alcanzó gracias a las madres carmelitas, hijas de la gran santa Teresa de Ávila, que establecieron conventos de clausura en influyentes ciudades del virreinato. ¿Quiénes idearon sus veneradas imágenes?
Europeos, indígenas, criollos y mestizos esculpieron o pintaron las imágenes sagradas de la Virgen María, sobre maguey o piedra y lienzos o tablas en los que plasmaron su arte y sobre todo su fe. De los primeros podemos destacar al flamenco Roque de Balduque (+1561), a quien se le atribuye la talla en madera policromada de Nuestra Señora del Rosario, Patrona del Perú, que se venera en la Basílica del Santísimo Rosario, en Lima, en cuyo “rostro parecen conjugarse la majestad de Reina y la dulzura de Madre”.5 Al napolitano Angelino Medoro (1567-1631) que pintó a Nuestra Señora de los Ángeles. Asimismo, la Virgen del Socorro de Huanchaco, esculpida en un taller sevillano por encargo del emperador Carlos V, que tomó por modelo “el bello y dulce rostro de la reina Juana”, su madre.6 Entre los artistas locales, varios descienden de la estirpe real de los incas como Francisco Tito Yupanqui (1550-1616), que esculpió entre otras la célebre imagen de la Virgen de Cocharcas; y, Juan Tomás Tuyru Túpac (1677-1706), que talló la imagen de Nuestra Señora de la Almudena, venerada en la iglesia del mismo nombre en el Cusco. La Virgen María es una sola
Son tantas y tan variadas las representaciones de la Santísima Virgen, que esto puede llevar a un fiel —poco o mal instruido— a preguntarse: ¿Cuántas vírgenes hay entonces? ¿Qué diferencia existe entre la Virgen de las Mercedes de Paita, la Virgen de Chapi en Arequipa, la Virgen del Carmen de Paucartambo o la Virgen del Rosario de Chachapoyas? “No existe ninguna diferencia —afirma una conceptuada obra mariana— en cuanto a la persona venerada: trátase siempre de la Virgen María, Madre de Dios. Son apenas diferentes advocaciones o títulos que recuerdan los lugares en que la Virgen se apareció; o el modo cómo Ella se manifestó; o incluso, con aquellos nombres de devociones nuevas o viejas, se destacan los incontables privilegios con que la Virgen está adornada; o, finalmente, muestran algún aspecto especial por el cual María debe ser venerada”.7
De los artistas de todos los tiempos, solo uno conoció y pintó a la Santísima Virgen. Fue el evangelista san Lucas, el médico compañero de san Pablo,8 a quien se le atribuyen diversos cuadros. El más famoso es el de Salus Populi Romani (Protectora del Pueblo Romano), un icono bizantino de la Virgen con el Niño Jesús, que se encuentra en la Basílica de Santa María Mayor en Roma. Las imágenes marianas que han llegado hasta nosotros son evidentemente muy posteriores. Sin embargo, se puede afirmar que entre las miles y miles de representaciones que hay de la Virgen María existe una unidad, por donde sin mayor dificultad podemos reconocer a la Madre de Dios. Ese predicado maternal es tan fuerte en la Santísima Virgen, que Ella no ha tenido la menor dificultad en adoptar características físicas diferentes en sus manifestaciones. En América apareció muchas veces como mestiza, con trenzas y piel cobriza, como en Guadalupe en México o Las Lajas en Colombia. En sentido opuesto, el amor filial de sus hijos devotos los llevó a representarla por cercanía con sus rasgos peculiares. La Virgen de Fátima es portuguesa a más no poder y Nuestra Señora de Lourdes es francesa por excelencia. El verdadero rostro de María
Cada uno de nosotros es atraído por la Virgen de un modo particular, pues cada uno de nosotros es un ser único llamado por Dios a reflejarlo de una manera singular. De ahí que tengamos legítimas preferencias y desigualdades en materia de devoción mariana. Esto se alimenta de nuestra propia experiencia espiritual, de nuestra íntima relación con la Santísima Virgen. Inclinaciones que no son exclusivas, ni excluyentes y que bien pueden sumarse a lo largo de la vida. Alguna advocación habrá tenido un papel especial en nuestra infancia, otra ciertamente orientó nuestra juventud, una tercera enriqueció nuestra madurez y tal vez otra coronará nuestra vejez. ¿Cómo imaginamos pues el rostro de María? Instintivamente por sus rostros visibles; para unos será como el de las inmaculadas, de las asuntas, de las dolorosas o de las candelarias, para otros tendrá rasgos nítidamente occidentales, andinos u orientales. A ese respecto, los videntes de Fátima tuvieron un singular privilegio. Sin embargo, la hermana Lucía afirmaba que nunca pudo describir con precisión los trazos de la fisonomía de Nuestra Señora de Fátima, que le resultaba imposible fijar la mirada en aquel rostro celestial, pues la deslumbraba.9 Por cierto, si con la gracias de María conservamos nuestra plena fidelidad a Dios hasta el último suspiro, contemplaremos en el cielo por toda la eternidad aquel mismo rostro que maravilló al Niño Jesús en Belén y lo acompañó hasta lo alto del Calvario.
Notas.- 1. Pedro Calderón de la Barca, La Aurora en Copacabana, Jorn. III, Esc. I. 2. Antonio de Herrera y Tordesillas, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas i tierra firme del mar oceano, Década III, Libro X, Cap. III. 3. Rubén Vargas Ugarte SJ, Historia de la Iglesia en el Perú, Imp. Santa María, Lima, 1953, t. I, p. 99. 4. Smithsonian Institution, Washington, 1948. 5. Alfonso J. Rospigliosi, Recopilación de Hechos Históricos de la Archicofradía de Nuestra Señora del Rosario de Españoles, Lima, 1945. 6. Rufino E. Benítez Vargas, La Virgen de Carlos V, Universidad Nacional de Trujillo, 1992. 7. El Culto a la Santísima Virgen, El Perú necesita de Fátima, Lima, 1996, p. 41. 8. Col 4, 14. 9. Antonio Augusto Borelli Machado, Fátima: ¿Mensaje de tragedia o de esperanza?, El Perú necesita de Fátima, Lima, 2017, p. 40.
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Los rostros de la Virgen en el Perú Nuestra Señora del Santísimo Rosario |
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