Con la presente colaboración damos inicio a una serie de seis artículos sobre las impresionantes revelaciones que recibió esta ejemplar religiosa y mística en pleno siglo XX, para un mundo cuyos innumerables pecados claman a Dios Luis Dufaur Nuestro Señor Jesucristo quiso elegir almas predilectas que atrajeran su Misericordia para conducir a los hombres a renunciar al pecado, a enmendar sus vidas por medio de la penitencia y a evitar la condenación individual y colectiva. Considerando las insondables ofensas de la humanidad pecadora, el Señor confesó que, en virtud de su perfecta justicia, debía poner fin al mundo. Pero si los hombres reformaran sus vidas, su Divina Misericordia conmovería los corazones que se abrieran a ella. Jesucristo podría inaugurar entonces una era de reconciliación de Dios con los hombres, la era de su Misericordia. Sin embargo, antes era necesario preparar a la humanidad para este indispensable cambio de vida, restaurando la moral de la familia, de la sociedad y del universo. E incluso, una realidad mucho más dolorosa, corregir la avanzada decadencia del clero, hasta en sus más altas esferas. Para la misión de revelar la devoción a la Divina Misericordia, Nuestro Señor eligió a una humilde religiosa de origen polaco. Se trata de santa María Faustina Kowalska (1905-1938), quien mereció llevar el título de Apóstol de la Divina Misericordia. Santa Faustina: de la vida común a una inmensa misión Helena Kowalska (sor María Faustina en religión) nació en un hogar campesino de Glogowiec, municipio de Lodz (actual Swinice Warckie, Konin), Polonia, el 25 de agosto de 1905, cuando la región estaba anexionada al Imperio ruso, que favorecía el cisma llamado “ortodoxo” y se mostraba hostil al catolicismo. Murió como religiosa profesa en el convento de la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia en la ciudad de Cracovia, el 5 de octubre de 1938, a la edad de 33 años. Fue canonizada el 22 de abril de 2001. El 1 de agosto de 1925, cuando residía en Varsovia, empezó la redacción de un diario en el que narra a grandes rasgos su vocación. En él cuenta que aunque sintió el llamado religioso desde los siete años, a los dieciocho sus padres aún no le concedían la debida autorización. En cierta ocasión, al empezar el baile en una reunión social, se dio cuenta de que su pareja era Nuestro Señor, flagelado y despojado de sus vestiduras, que le reprochaba por no escuchar su voz. Abandonó inmediatamente el salón de baile y se dirigió a la catedral. Allí oyó una voz interior que le ordenaba ir a Varsovia, donde debía ingresar en un convento. Pero no sabía a qué parte de la ciudad ir, ni a quién buscar. Sin embargo se apresuró a hacer su maleta y partió. En Varsovia todo sucedió como la voz le fue indicando. Acabó en el convento de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia, donde profesó sus votos solemnes y más tarde murió. Las locuciones, las visiones —intelectivas según ella— de Nuestro Señor se volvieron desde entonces extraordinariamente frecuentes. Así como de la Virgen y de algunos santos, de su Ángel de la Guarda y de las almas del purgatorio. Incomprendida y vilipendiada
La vida de los santos no se puede comparar con la carrera de los artistas o de ciertos demagogos, elogiados y aplaudidos por el mundo, aclamados por los medios de comunicación e incluso por quienes no simpatizan con el catolicismo. Dios pide a las almas más amadas un holocausto cotidiano en el que la mayor causa de sufrimiento es la incomprensión y hasta el desprecio de aquellos a quienes más desean hacer el bien. Esta fue en grado eminente una nota dominante de santa Faustina, que se convirtió en el instrumento de Dios para desvelar su Divina Misericordia. En los comienzos de su vida conventual, tal vez para prepararla, Nuestro Señor le dio a conocer la cruz de su vida: el menosprecio de todos sus allegados y la concesión de misericordia a los que le habían hecho mal. Ella lo cuenta así: “Una vez vi una multitud de gente en nuestra capilla y delante de ella y en la calle por no poder caber dentro. La capilla estaba adornaba para una solemnidad. Cerca del altar había muchos eclesiásticos, además de nuestras hermanas y las de muchas otras congregaciones. Todos estaban esperando a la persona que debía ocupar el lugar en el altar. De repente oí una voz de que era yo quien iba a ocupar el lugar en el altar. Pero en cuanto salí de la habitación, es decir del pasillo, para cruzar el patio e ir a la capilla siguiendo la voz que me llamaba, todas las personas empezaron a tirar contra mí lo que podían: lodo, piedras, arena, escobas. Al primer momento vacilé si avanzar o no, pero la voz me llamaba aún con más fuerza y a pesar de todo comencé a avanzar con valor. Cuando crucé el umbral de la capilla, las superioras, las hermanas y las alumnas e incluso los padres de familia empezaron a golpearme con lo que podían, así que, queriendo o no, tuve que subir rápido al lugar destinado en el altar. En cuanto ocupé el lugar destinado, la misma gente y las alumnas, y las hermanas, y las superioras, y los padres de familia, todos empezaron a alargar las manos y a pedir gracias. Yo no les guardaba resentimiento por haber arrojado contra mí todas esas cosas, y al contrario tenía un amor especial a las personas que me obligaron a subir con más prisa al lugar que me estaba destinado. En aquel momento una felicidad inconcebible inundó mi alma y oí esas palabras: —Haz lo que quieras, distribuye gracias como quieras, a quien quieras y cuando quieras. La visión desapareció enseguida”.1 La visión describió por anticipación la línea general de lo que la santa registraría más tarde en su Diario. Las formas de ingratitud, de incomprensión, de odio y de persecución en el propio convento, de parte de las monjas, de las superioras, etc., habrían sido enloquecedoras si no hubiera tenido este prenuncio. Un ejemplo entre muchos. Próxima a su muerte, hallándose santa Faustina recostada en la cama, la enfermera le dejó una comida en un lugar que no podía alcanzar. Luego volvió y le reprochó por no haber comido. La santa le hizo notar que ya no era capaz de levantarse. La enfermera se enfadó entonces y la llamó mentirosa. El Señor se le apareció de nuevo el 22 de febrero de 1931, para indicarle la médula de su vocación: llevar la Divina Misericordia al mundo. “Oh Dios mío, estoy consciente de mi misión en la Santa Iglesia. Mi empeño continuo es impetrar la misericordia para el mundo. Me uno estrechamente a Jesús y me presento como víctima que implora por el mundo. Dios no me rehusará nada cuando le suplico con la voz de su Hijo. Mi sacrificio es nada por sí mismo, pero cuando lo uno al sacrificio de Jesús, se hace omnipotente y tiene la fuerza para aplacar la ira divina. Dios nos ama en su Hijo, la dolorosa Pasión del Hijo de Dios es un continuo aplacamiento de la ira de Dios”.2 La devoción a la Divina Misericordia Para atraer la Divina Misericordia, Nuestro Señor vino a pedirle a la crucificada hermana Faustina la difusión de esta devoción. Le reveló para ello un rosario o corona especial, y pidió la institución de su fiesta litúrgica solemne el primer domingo después de Pascua. También mandó pintar un cuadro de la Divina Misericordia, a través de cuya devoción infundiría las gracias que le son específicas.
“—Me queman las llamas de la misericordia, deseo derramarlas sobre las almas humanas. Jesús se quejó conmigo con estas palabras: —La desconfianza de las almas desgarra mis entrañas. Aún más me duele la desconfianza de las almas elegidas; a pesar de mi amor inagotable no confían en mí. Ni siquiera mi muerte ha sido suficiente para ellas. ¡Ay de las almas que abusen de ella![…] Cuando quise liberarme de estas inspiraciones, Dios me dijo que en el día del juicio exigiría de mí un gran número de almas”.3 El infierno se desata contra el cuadro La imagen se hizo finalmente de acuerdo con el pedido de Nuestro Señor. El cuadro aprobado —al que están vinculadas las promesas de Nuestro Señor— fue pintado por Eugenio Kazimirowski en junio de 1934. Desde el 3 de abril de 1937 quedó expuesto para su veneración en la iglesia de San Miguel en Vilnius, actual capital de Lituania, que hasta 1939 formaba parte de Polonia. En 1948 el régimen comunista clausuró dicha iglesia. El cuadro fue llevado a la parroquia de Nowa Ruda, en Bielorrusia, donde permaneció desde 1949 hasta 1986, año en que el comunismo transformó la iglesia en un almacén estatal. A raíz de ello, el cuadro, tan perseguido por el comunismo, volvió entonces a Vilnius, esta vez a la iglesia del Espíritu Santo. Dicha iglesia fue remozada el año 2003 y convertida en el Santuario de la Divina Misericordia. En 1943 (santa Faustina murió en 1938), las monjas encargaron un cuadro a Stanislao Batowski, un pintor de Lviv (actualmente en Ucrania). Como la pintura acabó siendo devorada por un incendio, le pidieron otra. A su vez, el pintor Adolfo Hyla ejecutó otro cuadro como exvoto. El arzobispo de Cracovia optó por el de Hyla, que hoy se venera en la capilla de la Congregación de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia en Cracovia, situada en la calle Siostry Faustyny 3. La imagen se conoce como “Jesús, en Ti confío”. Dedicaremos en un próximo artículo lo que resta del presente análisis a esta prodigiosa comunicación de la Divina Misericordia a santa Faustina, señalando sus analogías con el Secreto de la Virgen en La Salette y el Mensaje de Fátima. La fiesta de la Divina Misericordia fue instituida el 5 de mayo de 2000 y se celebra el primer domingo después de Pascua, que este año corresponde al 24 de abril.
1. Santa María Faustina Kowalska, Diario de – La Divina Misericordia en mi alma, Marian Press, Stockbridge (EE.UU.), 2007, p. 40. 2. Idem, p. 221. 3. Idem, p. 47.
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