Perseguido por la herejía, defensor de la fe católica Este insigne Doctor de la Iglesia brilla como un sol en un firmamento histórico convulsionado por herejías y pasiones políticas desencadenadas Plinio María Solimeo
Una de las épocas más conturbadas de la Iglesia fue sin duda el siglo IV, agitado por disputas teológicas y luchas de las más apasionadas y encarnizadas que ya hubo en la Historia de la Iglesia. Obispos de los más santos y ortodoxos, como el gran San Atanasio, fueron exiliados de sus diócesis y perseguidos por el poder imperial, seducido por la herejía arriana 1, mientras que heresiarcas declarados se pavoneaban en sus lugares. Herejías menos conocidas, pero no menos perniciosas, corrompían y alborotaban a los fieles. En medio de ese caos eran necesarios, para gobernar la Iglesia de Dios, hombres no sólo de eximia ortodoxia sino de extrema prudencia y virtud, que sirviesen de lucero al pueblo fiel. Uno de ellos fue San Cirilo de Jerusalén, cuya fiesta conmemoramos el día 18 de Marzo. Extraordinario predicador y catequista Cirilo nació en Jerusalén o en sus alrededores, el año 315. Poco se conoce de su infancia y juventud, a no ser que se dedicó desde muy temprano al estudio de las Sagradas Escrituras y de escritores eclesiásticos, así como de la retórica, lo cual más adelante se reflejaría en su magisterio. Ordenado sacerdote por San Máximo de Jerusalén, se dedicó de inmediato a la catequesis de los catecúmenos (neófitos que se preparaban para el bautismo). Muy versado, refutaba a los paganos con sus propias armas y hacía accesibles los más elevados misterios de nuestra fe a aquellos que se preparaban para recibir el bautismo. Sus prédicas, realizadas en la puerta de la Basílica del Santo Sepulcro (pues los no bautizados no podían aún entrar en ella) eran tan apreciadas, que compiladores anónimos las fueron anotando. Tales notas formaron un precioso conjunto que fue publicado bajo el título de Catequesis, obra que le valió al autor el título de Doctor de la Iglesia. Como estas prédicas tenían en vista la formación de los catecúmenos, Cirilo explica en ellas en primer lugar el Símbolo de los Apóstoles (el Credo); después los Sacramentos que los neófitos deberían recibir en un mismo día, es decir, Bautismo, Confirmación y Eucaristía. En seguida discurre sobre la Santísima Trinidad, aprovechando toda ocasión para combatir errores y herejías contra la verdadera fe. “El talento y la elocuencia que Cirilo empleaba en esa serie de instrucciones, lo designaron de manera natural a los sufragios del Clero y del pueblo cuando con la muerte de Máximo quedó vacante la Sede episcopal” de Jerusalén el año 350.2 Poco después de su consagración episcopal, acaeció en la Ciudad Santa un gran milagro, narrado por el propio obispo al Emperador Constancio, visto por miles de personas y atestiguado incluso por historiadores paganos: “El día 7 de mayo de 351, a las nueve horas de la mañana, una inmensa cruz de luz apareció encima del Gólgota, extendiéndose hasta el Monte de los Olivos, distante cerca de tres cuartos de legua. Ella se mostró muy claramente no a una o dos personas, sino a toda la población de la ciudad ... permaneció visible a los ojos sobre la Tierra, y más brillante que el sol, del cual la luz sin ello la habría cubierto”.3 Con una mezcla de susto y alegría, el pueblo acudió a las iglesias, alabando al Señor por esta manifestación de su poder; y muchos paganos se convirtieron. Comienza la persecución de los herejes arrianos Iba a comenzar para el obispo de la Ciudad Santa una serie de persecuciones que se prolongarían prácticamente hasta su muerte. Sobrevino en Jerusalén y sus contornos una gran hambruna. Miles de pobres morían de penuria al no tener qué comer. Para sanar esa trágica situación y socorrer a sus ovejas, Cirilo no tuvo otro recurso sino vender el mobiliario y parte de los bienes diocesanos. Esto fue interpretado por Acacio, metropolitano de Cesarea —un hereje arriano que buscaba un pretexto para apartarlo de Jerusalén— como apropiación indebida de los bienes eclesiásticos. Intimado por el arzobispo a presentarse ante un tribunal, Cirilo se negó. Acacio reunió entonces a una asamblea de obispos arrianos que depuso al Santo de su sede. Restablecido en ella al año siguiente por el Concilio de Seleucia (359), los obispos arrianos, a fuerza de presiones, consiguieron nuevamente deponerlo en un Concilio en Constantinopla. El año 361, muerto el Emperador Constancio, su sucesor Juliano (que quedaría después tristemente famoso con el terrible apelativo de el Apóstata), llamó de vuelta a todos los obispos exiliados, entre ellos San Cirilo.
Un desafío a Dios: intento de reconstrucción del Templo El nuevo Emperador —que era enemigo secreto de los cristianos— comenzó a favorecer de todos los modos el renacer del paganismo. Juzgaba que, siendo los mártires semillas de cristianos, no debería emplear las persecuciones sino una verdadera revolución pacífica contra el Cristianismo. Pues bien, una de las profecías de Nuestro Señor que se había cumplido con la más inexorable exactitud fue la de la ruina del Templo de Jerusalén y la consecuente dispersión del antiguo pueblo electo. Anular y desmentir tal profecía serían un gran golpe asestado a los cristianos. Ese era el objetivo de Juliano. Para ello, en primer lugar atrajo a la Ciudad Santa a todos los judíos que pudo, prometiéndoles completa libertad e incentivándolos a reconstruir el Templo. Puso el tesoro imperial a su disposición, así como obreros y todo lo que fuera necesario. Los hebreos, exultantes, acudieron a Jerusalén. Todos querían ayudar no sólo donando dinero, sino joyas y bienes. Y hasta mujeres bien acomodadas fueron a remover escombros y cargar piedra para la obra. Para comenzar la construcción del nuevo Templo fue necesario sacar los cimientos que quedaban del anterior. San Cirilo se mantenía impávido, convencido de que prevalecerían las palabras de Nuestro Señor. Mostró a los judíos que, a pesar de las condiciones más favorables posibles, ellos estaban ayudando al cumplimiento de la profecía, haciendo desaparecer hasta los vestigios del Templo primitivo al quitar lo que restaba de sus cimientos. Pero la Providencia se manifestó de modo más categórico. Un escritor insospechado, porque era pagano, contemporáneo de los acontecimientos, Amiano Marcelino, narra: “Mientras el conde Alipio, asistente del gobernador de la provincia, aceleraba vivamente los trabajos, asombrosos remolinos de llamas salían de los lugares contiguos a los cimientos, quemaban a los trabajadores y tornaban el lugar inaccesible. Al fin, la continua persistencia de aquel elemento con una especie de tenacidad en rechazar a los obreros, hizo que la empresa fuese abandonada”.4 Prácticamente la misma cosa es narrada por San Gregorio Nacianceno, igualmente contemporáneo de los hechos, los cuales a su vez son también confirmados por otros escritores de la época, tanto cristianos como paganos y judíos. Fortaleza heroica en las persecuciones Juliano el Apóstata prometió vengarse de Cirilo cuando volviese de la guerra en Persia, pero fue llamado antes al Tribunal de Dios donde prestó cuentas de su impiedad. Mientras tanto, el Emperador Valente, también favorecedor del arrianismo, volvió a exilar al Santo el año 367. Durante once años Cirilo predicó de monasterio en monasterio, de diócesis en diócesis, hasta que al llegar al trono el Emperador Graciano, ordenó que fuesen restituidas sus diócesis a todos los pastores en comunión con el Papa San Dámaso. Así, el año 378 Cirilo volvió a la Ciudad Santa para no salir más. Pero su trabajo no fue fácil, pues su diócesis después de once años en manos de los herejes se encontraba en estado de calamidad espiritual. Por eso el Concilio de Antioquía (379) designó a San Gregorio de Nisa para ayudarlo en la reforma de su rebaño. Más adelante, en el Concilio de Constantinopla (381), San Cirilo de Jerusalén estampó su firma en la condenación de los semi-arrianos y de los macedonianos.5 Combatiente en pro de la Fe Hasta el fin los enemigos del Santo quisieron denigrar su figura –y sobre todo su ortodoxia–, así como la legitimidad de su elección episcopal. Y fue para él una honra y una gloria que el Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, en el 382, haya dicho de: “Este obispo, bien amado de Dios, fue ordenado canónicamente por los obispos de su provincia, y combatió por la fe en diversas ocasiones”.6 Al fin, después de haber “combatido el buen combate y recorrido la carrera entera”, como dice San Pablo, este heroico prelado y Doctor de la Iglesia rindió a Dios plácidamente su espíritu el año 386, a la edad de 70 años.
Notas.- 1. La herejía arriana, que asoló a la Iglesia en el siglo IV, tuvo como autor al heresiarca Arrio, eclesiástico de Alejandría (Egipto). Negaba la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y fue condenada por el Concilio de Nicea (325).
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