El Padre Mateo Crawley SS. CC., conocido internacionalmente como apóstol de la entronización del Sagrado Corazón, ha sido tal vez la figura más ilustre que el Perú ha dado a la Iglesia en el siglo XX. Nacido en Arequipa, ejerció su apostolado primero en Chile hasta 1913, después en Europa, en Extremo Oriente, en los Estados Unidos y Canadá. Apóstol admirable y apasionado, consagró su vida a la “Cruzada de Entronización del Corazón de Jesús en los hogares”, para la cual gozó del apoyo del gran Papa San Pío X, así como de sus sucesores Pío XI y Pío XII. Falleció piadosamente en Chile, en 1960. De su obra «Jesús, Rey de Amor» (Lima, 1948) extraímos los siguientes pasajes, ofreciéndolos a nuestros lectores como tema de meditación para la Cuaresma y Semana Santa. No podemos, no debemos pertenecer a la casta de los poetas y románticos que cantan el amor divino, y lo cantan muy hermosamente, pero... ¡ay!, no lo viven. Amor sincero el nuestro, debe ser amor, no de lirismo, sino de obra, y más: debe ser amor de sacrificio. ¿En qué consiste esta inmolación? Ante todo, en la observancia fiel, exacta de la Ley, pues “quien observa mis Mandamientos, ése es el que me ama” (Jn. 14, 21). Y, desde luego, esta observancia fiel, escrupulosa de la Ley, esta fidelidad a todo lo presente, tanto en lo grande como en lo pequeño, supone ya necesariamente el primer grado obligatorio de sacrificio. Esos mil detalles, esas incalculables menudencias o naderías, como impropiamente las llamamos, constituyen a la verdad el más práctico, y casi iba a decir el más rudo de los cilicios. Si no somos santos en la vida cotidiana, ordinaria, no es, por cierto, que nos falte ocasión de hacer penitencia; nos falta el amor que da valor y mérito y fecundidad a la penitencia diaria, inevitable. Si habéis de ser santos, aceptad el cilicio de la vida, tal como el Señor os lo ha tejido: más áspero que si fuera de crin, más punzante que si fuera de alambre; pero llevadlo con amor verdadero. Hay tres amores que en el fondo no constituyen sino uno solo: Amor de Eucaristía, Amor de Cruz y Amor de Almas. No los podéis separar, ni podéis tener el uno y desechar los otros. Y cabalmente porque predico el Amor del Corazón de Jesús, debo necesariamente predicar el sacrificio, pues ambas ideas están tan íntimamente ligadas como el sol y la luz. De ahí que no se puede amar sin sufrir... ni sufrir, con fecundidad y gloria, sin amar. Amo la Cruz a causa del Crucificado que adoro, ¡pero amo al Crucificado Jesús en el trono de su Cruz! Él selló con nosotros un pacto de amor eterno con sangre divina; a nuestra vez debemos sellar también con sangre el pacto de amistad y el compromiso de apostolado, nuestros dos títulos de gloria. Tal es en el fondo nuestra vocación en relación con la gloria y el reinado del Corazón de Jesús: ser con Él y como Él amoris victima, “víctima de amor”.
No tenéis sino que tomar la vida tal como el Señor os la presenta, ni más ni menos. Y si sentís hambre de más inmolación, si con la fidelidad a la cruz cotidiana tenéis la fortuna de sentir por gracia del Señor que se va desarrollando en vosotros el verdadero espíritu de inmolación, ¡oh!, entonces, creedme, el amor divino es ingenioso, y con él encontraréis o inventaréis mil y mil ocasiones de morir a fuego lento para probar vuestro amor, y para ser fecundados en vuestra vocación de sembrar amor. Así y todo no dudéis, apóstoles fervorosos, que la mejor de las cruces, la más segura, la más divina es siempre aquella que Jesús manda sin consultarnos. Ahondad en esta creencia de los santos, y especialmente de los santos formados en el molde de Nazaret. Adorad, bendecid, cantad al Señor en las contrariedades y amarguras que vienen directamente de su mano. Dominando la repulsión de la naturaleza, decir con el corazón en los labios fiat, y más, Magnificat. “Quiero darte mi Corazón —decía Jesús a Santa Margarita María— pero es preciso que, ante todo, te me entregues como víctima de inmolación” (Vida y Obra, t. II). ¿Oís? Para que os dé su Corazón y, en consecuencia, para que lo deis a las almas, exige Jesús que os constituyáis, ante todo, en calidad de víctimas voluntarias de su amor. Pero, ¿en qué, cómo y cuándo? Pues en las disposiciones sabias y misericordiosas de su Providencia con relación a nuestras almas e intereses y familia, dejándole a Él plena libertad de cortar y quemar y destruir como Soberano absoluto, pero Soberano de amor y de amor crucificado. No temáis... ¿Por qué temer? ¿Es Él un tirano? ¿Ignora Él hasta qué punto podemos subir la cuesta del Calvario con una o con tres cruces? ¿Está enterado Él de lo que falta, de lo que sobra y de lo que ocurre en el hogar? ¿No es, a la vez que sapientísimo, justísimo y dulcísimo porque es Jesús? Pero no hay duda; el hecho de no elegir nuestra cruz nos la hace más cruz. Esto debido, no a la cruz misma —que la del Señor es seguramente más soportable y hermosa que la que nosotros nos fabricamos— sino por culpa de nuestra naturaleza antojadiza y veleidosa, aun en el camino de la santidad. Por ejemplo, la cruz de nuestro carácter es indudablemente y con frecuencia una de las mayores cruces. Ha querido el Señor que seamos nosotros nuestra propia cruz, y ésta no se la cambia de un día para otro, ni se la deja en la cómoda estando de viaje o en público, y nos presenta batalla donde quiera, y nos humilla a cada paso. Cruz de nuestros defectos y miserias, con las cuales nos purifica y levanta. “Hija mía, le decía el Señor a una religiosa, Yo gozo inmensamente al ver con qué generosidad te esfuerzas en corregirte, pero te dejo Yo mismo el cilicio de tus defectos para santificarte con él... Jamás sabrás tú, acá abajo, cuándo te has corregido del todo, ni a qué grado de perfección has llegado con esta lucha constante”. Y a otra: “Yo estoy edificando el santuario sólido de mi amor sobre tus aparentes fracasos, que tanto te humillan, y sobre las ruinas de tu amor propio”. ¡Ah! Y, ¿qué decir de nuestros propósitos, de nuestros sueños dorados, que Él disipa como el humo? Qué de veces acariciamos un proyecto que creemos que ha de ser para gloria suya... y Él tiene otro para gloria nuestra. Santa Teresa prepara una tarde todo un arsenal de penitencia, pues se propone al día siguiente comenzar una novena de austeridades por una intención importante. Pero, cabalmente, a la mañana siguiente no puede levantarse, cogida por una fuerte calentura. Con su habitual confianza y familiaridad le dice entonces al Señor: “¿No sabías que hoy debía comenzar mi novena de penitencias?... Pues, ¿por qué no aguardaste a que terminara para mandarme la fiebre que me abrasa? Y Jesús le contestó: “¡Harás la novena de calentura, pues serás santa a mi manera, no a la tuya!”. Felices las almas que saben alimentarse de verdad, que temen las ilusiones en las cosas santas y que saben ver y aceptar en la vida ordinaria “el cilicio de Jesús y su disciplina”.
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