30 años de silencio indignante En julio de este año se dio la lúgubre conmemoración de los 30 años de la masacre de la población de Camboya por las tropas comunistas de Pol Pot y sus secuaces. De aquel terrible acontecimiento poco se dijo, mientras la prensa en general está repleta de críticas a la actuación de los Estados Unidos en Irak. Tales contradicciones hacen recordar la increpación hecha por Plinio Corrêa de Oliveira, después de la caída de la Cortina de Hierro, a los inocentes útiles en el Occidente, por su connivencia con lo que había pasado en el imperio soviético: “Los inocentes útiles eran adiestrados para borrar la noción de la nocividad del comunismo y de su importancia como peligro próximo para cada país. Inocente útil era de preferencia un clérigo de apariencia conservadora, un tranquilo y despreocupado burgués, un político que se diría absorbido enteramente en los tejemanejes a-ideológicos de la politiquería. Y así sucesivamente” (Expreso, 16-4-1990). 30 años de un silencio indignante Sobre Camboya, trascribimos algunos trechos del reportaje de Dorrit Harazim, titulado 30 años de silencio (O Estado de S. Paulo, 17 y 18-7-2005): “¿Por qué nadie llora o canta por Camboya? Treinta años atrás, la comunidad internacional presenció en silencio la metódica eliminación del modo de vida de esa nación de siete millones de habitantes. Estados Unidos, Canadá e Inglaterra, entre otros exponentes de la civilización occidental, pactaron con los intereses de la China emergente de los años 70 y permitieron que la máquina de deshumanización de Camboya venciese. Entre el «Año Cero» (1975) de lo que sería la construcción de un nuevo pueblo hasta la caída del Khmer Rojo (1979), Pol Pot había abolido dinero, religión, propiedad, escuelas, individualidad y familia de la vida camboyana. A partir de los siete años de edad, todo niño pasaba a pertenecer al Angkar, la Organización.
Todas las ciudades y villas del país deberían ser inmediatamente evacuadas para que el contaminado modo de vida urbano pudiese ser erradicado para siempre. En poco tiempo, toda una población de siete millones de personas fue arrancada de raíz y colocada en marcha. Sin saber hacia dónde, ni por qué, o hasta cuándo. Las órdenes eran repetidas en tono mecánico, no amenazador, desprovistas de todo eco emocional. Consiguieron que la masa se pusiese en marcha de forma absurdamente silenciosa. Los exhaustos, desesperados o enfermos iban quedando atrás. Los deportados iniciarían allí su brutal proceso de purificación ideológica. Comenzó así una revolución de una profundidad jamás alcanzada. En la práctica, el exterminio a través de la disminución progresiva de la ración diaria y aumento del trabajo forzado. «En la nueva Kampuchea (nombre antiguo del reino camboyano) sólo necesitamos de un millón de personas para continuar la revolución. No necesitamos del resto», decía uno de los edictos. Bebés y niños pequeños eran arremetidos contra troncos de árboles o degollados con el lado cortante de hojas de palmera dulce. Sólo fue a fines de los años 90 que ese genocidio silencioso consiguió merecer la atención de la ONU y ser calificado como crimen contra la humanidad. Y no son pocos los ex líderes mundiales y gobiernos que preferirían diferir para siempre la exhumación de su connivencia con los campos de muerte camboyanos. Como señaló el periodista y escritor norteamericano William Shawcross ya en 1979, el mundo presenció todo como un drama menor, sin relevancia”. * * * ¡No nos engañemos, éste es el mundo en que vivimos! ¿Cómo sorprenderse por el hecho de que la Santísima Virgen llore? ¿Y cómo sorprenderse si, de repente, esas lágrimas se transformasen en azotes?
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