Recibo mensualmente la revista y deseo salir de algunas dudas: ¿Por qué la Iglesia no enjuicia a ciertos grupos que son notoriamente anticristianos y satanistas? Esos grupos están organizados y tienen una “música” llamada Black Metal. Sus discos se venden con la mayor naturalidad en las grandes tiendas. Existe de parte de esas personas una gran falta de respeto contra los cristianos, que llegan al uso de la violencia en las calles, principalmente en las noches. Durante sus presentaciones “al vivo” frecuentemente sacrifican animales. Algunos de ellos intentan organizar actos de vandalismo contra iglesias, basados en hechos ocurridos en otros países.
Me da mucho gusto ver el espíritu militante de este lector, que se manifiesta en su deseo de enfrentar a los grupos anticristianos y satanistas que, con total libertad, proliferan principalmente en las grandes ciudades del mundo entero. Sin duda, habrían fundamentos suficientes para que las autoridades eclesiásticas movieran una demanda contra los integrantes de esos grupos, o incluso contra los grupos en cuanto tales, siempre que se les compruebe la autoría de actos criminales. En la práctica, en el mejor de los casos, los agredidos se limitarán a registrar lo sucedido en el libro de incidencias de la comisaría más cercana, convencidos de la impunidad en que probablemente quedarán los autores de las agresiones. Solamente en algún acto de mayor gravedad las autoridades religiosas, policiales y judiciales se sentirán motivadas a poner mayor empeño en penalizar a los culpables, y quizás en la prohibición y desarticulación legal de esos grupos. Esta respuesta puede darle al lector la impresión de poco entusiasmo de mi parte a su loable disposición santamente aguerrida —digamos así— a favor del bien, y casi de un baño de agua fría a su ardor combativo por los derechos de la Iglesia. No es verdad: sólo tengo palabras de encomio y de entusiasmo a su afán de lucha y a su inconformidad con las injurias y golpes que la Iglesia está sufriendo, cada vez más audaces, sin que se vea una reacción a la altura por parte de quien se precia de católico. Pero es que justamente queremos atraer su atención hacia una situación de fondo muchísimo más grave, en la cual hoy la Iglesia y la Cristiandad lamentablemente se encuentran. Sacralización del orden temporal “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, afirmó León XIII en un texto célebre (Encíclica Immortale Dei, del 1º de noviembre de 1885). Es decir, la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo no quedaba confinada al ámbito de las iglesias, sino que impregnaba las legislaciones y toda la vida del católico: en su círculo familiar, en el trabajo, en las asociaciones a las que pertenece, en la vida social, económica y política; en una palabra, en toda la esfera temporal. Las leyes, las costumbres, las modas, todas las instituciones particulares y públicas estaban imbuidas de los sagrados principios del Evangelio. Se vivía en una sociedad sacralizada.
Como el lector puede ver, hoy eso no es más así, ¡muy por el contrario! Hay resquicios de ello, pero cada día que pasa las enseñanzas del Divino Maestro y las normas de la Iglesia van siendo puestas de lado y al margen de la vida individual, familiar, social y política, cuando no perseguidos. Por ejemplo, en España —un país que siempre se honró de presentarse como altaneramente católico— el gobierno socialista aprobó un proyecto de ley de “matrimonio” homosexual. Es así que el mundo entero se sacude del yugo suave y ligero (cf. Mt. 11, 30) de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santa Madre Iglesia. Vivimos en una sociedad secularizada, o sea, en una sociedad profana, atea, que rechaza todo cuanto es sagrado, divino, que tenga referencia con Dios. Es el Estado divorciado de la Iglesia. Es la sociedad temporal sin alma. En los tiempos actuales el orden no reina más En el tiempo en que “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, la situación descrita en la pregunta se resolvería de una manera completamente diferente. No le correspondería a la Iglesia golpear la puerta de las comisarías o de los tribunales para pedir que se tomen medidas. Sería la propia Iglesia, ex autoritate propria (por su propia autoridad), que convocaría ante sus tribunales a los grupos anticristianos y satanistas para coartarles la acción, juzgarlos de acuerdo con sus leyes, excomulgarlos y entregarlos al poder público para ejecutar la sentencia proferida, porque su acción criminal había conturbado el propio orden temporal cuya responsabilidad le cabe al Estado. El lector comprende que estamos hablando de una institución hoy denigrada, la Inquisición, cuyo simple nombre provoca escalofríos en los adversarios de la Iglesia, y, lamentablemente, un pudor avergonzado en muchos católicos desconocedores de la Historia y aplastados por la detracción avasalladora que demolió a los ojos del público la justicia, la respetabilidad y eficacia de aquella institución. Claro está que, como institución compuesta por hombres, más de una vez ella estuvo sujeta a los desaciertos, abusos e incluso prepotencia de los que la componían, y excepcionalmente manipulada por los intereses políticos en juego. No existe institución compuesta por hombres que no tenga también en su historia episodios de abusos e injusticias. Sin embargo, esto no es motivo para condenar generalizadamente a esas instituciones y abolirlas, como si apenas hubiesen hecho el mal. Es necesario estudiar sus principios constitutivos, su razón de ser, y considerarlas en la integridad de sus principios y en la santidad de sus objetivos, aunque siempre atentos a reprimir los abusos. Así sucedió también con la Inquisición, un tribunal de la Iglesia, creado para defenderla de los ataques de los satanistas et caterva, de los herejes —que tan justamente indignan al consultante—, que además fue servido por numerosos santos.
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