Como tema de meditación para esta Semana Santa hemos escogido, entre los innumerables comentarios que nos legó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira sobre la Pasión del Salvador, los siguientes pasajes de una exposición suya que esperamos sean del mayor provecho espiritual para nuestros lectores *
Se equivoca quien piensa que la Santísima Virgen tuvo durante su vida apenas un episodio de dolor, en el supremo momento de la Pasión de su Divino Hijo. No fue ése un momento único, aunque haya sido el mayor dolor que jamás se haya sentido en el universo, por debajo del dolor insondable de Nuestro Señor Jesucristo en su humanidad santísima. Fue un dolor tan grande, que recapituló todos los dolores del universo y todo cuanto los hombres sufrieron desde la caída de Adán y sufrirán hasta el último momento en que haya hombres sobre la tierra. Jesucristo fue llamado por el profeta Isaías de Vir Dolorum – “Varón de Dolores” (Is. 53, 3). La Pasión de Cristo no fue un hecho aislado en su vida, sino el ápice de una secuencia enorme de dolores, que comenzaron desde el primer instante de su Ser y fueron hasta el momento en que, en medio de un diluvio de dolores, exhaló el terrible Consummatum est — “Todo está consumado” (Jn. 19, 30). La Santísima Virgen, siendo un espejo de la Sabiduría y de la Justicia, refleja en sí todo cuanto es de Nuestro Señor Jesucristo. Así, se puede afirmar que Ella fue la Mulier Dolorum, la Dama de los Dolores. Su vida entera fue invadida por el dolor. Fue sin embargo un dolor proporcional a las fuerzas incalculables que la gracia le daba. Como un dolor impuesto por la Providencia, por más lancinante que haya sido, no era de aquellos dolores que todo lo ponen en turbulencia, en probación y que devastan el alma. Eran dolores inmensos, pero muy arquitectónicos, sabios, y que fueron recibidos con una serenidad de alma admirable. En la suprema amargura, conservaba la paz. Así, también de la Virgen María se puede decir que estaba en paz en medio de una suprema amargura. En medio de un océano de dolores, todo era equilibrado, raciocinado, cargado con amor y un equilibrio de alma incomparable, sin super emociones, aunque con una casi infinidad de sentimientos. Sin excitación, sin pánico, pero con mucho miedo, mucha angustia; y, en los debidos momentos, con un peso de dolor que llegaba casi a despedazar. Durante la vida entera, Nuestra Señora fue una gran sufridora, pero a lo largo de ella tuvo también alegrías. Todas las alegrías del mundo —desde el primer instante en que el hombre nació en el paraíso terrenal hasta el último momento en que haya hombres sobre la tierra, todas ellas sumadas— no se comparan con las grandes alegrías de la Santísima Virgen. Esos dolores y alegrías se entrelazaron continuamente. Ella vivía soportando el fardo de los más tremendos dolores y al mismo tiempo aliviada por las más admirables alegrías. ¿Cuáles fueron los dolores de Nuestra Señora? Fundamentalmente, Ella comenzó a sufrir antes de saber que sería la Madre de Dios. Al haber sido concebida sin pecado original, pensaba y tenía un profundo conocimiento de todo lo que pasaba. Además, tenía tal celo por la gloria de Dios, que daría mil veces su vida para evitar un pecado mortal. Sin embargo pasaba por el tremendo dolor de ver a la humanidad entera inerte en el pecado. Aún más, Ella vio los pecados que se cometerían por ocasión de la venida del Mesías y los que vendrían después del Mesías hasta el fin del mundo. Y esos pecados le causaban un tormento del cual simplemente no tenemos idea. San Ignacio de Loyola dijo que, si él tuviera que pasar una vida entera de sufrimientos simplemente para evitar que se cometiera un sólo pecado mortal, daría por bien empleados todos los sufrimientos de su existencia, de tal manera el pecado mortal es un mal insondable. Pero si este santo pensaba así, ¿qué no pensaría la Santísima Virgen, ante la cual el mayor santo es menos que una gota de agua comparada a todos los mares? La santidad de Nuestra Señora no tiene proporción con nada. No podemos calcular la desproporción entre la santidad de María Santísima y la de todos los ángeles y santos reunidos. Entonces, ¿qué tormentos serían para Ella? Luego recibió la magnífica noticia de que sería la Madre del Verbo Encarnado. Imaginen la alegría que Ella sintió al adorar al Dios encarnado, en el primer momento en que fue concebido por obra del Divino Espíritu Santo. Pero imaginen también el dolor, pensando en los sufrimientos inenarrables que su Divino Hijo padecería. Desde la infancia de Nuestro Señor hasta su muerte en la cruz La Santísima Virgen pasó por los dolores de la infancia del Niño Jesús, y en seguida por el dolor de su separación. Más tarde comienza a operar milagros, comienzan sus victorias —es el momento de la alegría. Pero, poco después, comienza la ingratitud de los hombres. Se comienza a preparar la tempestad de las injusticias que llevaron a Nuestro Señor hasta la crucifixión. Ella fue sufriendo todo esto. Por ejemplo, al considerar la ingratitud de la que Él era víctima en todas partes.
En el momento de la Pasión, Ella contempla todo lo que Nuestro Señor en cada trance sufrió, y lo sufrió junto a Él. Si hay santos y santas que se desmayaron al recibir la revelación de lo que Nuestro Señor sufrió durante la Pasión, ¿cómo valorar lo que significaría para Nuestra Señora el menor episodio de la Pasión? Al final, viendo a su Hijo en lo alto de la cruz, los dolores de la Santísima Virgen alcanzan lo inenarrable. Ella está ante esta alternativa: por un lado, desear que Él muera pronto, para disminuir sus dolores; por otro lado, desear que su vida aún se prolongue, porque toda madre desea prolongar la vida de su hijo; pero también debido a la idea de que así Él sufriría más, y ello sería mejor para la remisión de los pobres pecadores. Ella se une a la Pasión, acepta la prolongación de ese sufrimiento, y mantiene el propósito de admitir que Nuestro Señor sea inmolado. Aceptación del sacrificio de la cruz por la salvación de las almas La Santísima Virgen deseaba tanto la salvación de nuestras almas, que aceptó que su Hijo pasara por todo aquello, por el bien del alma de cada uno de nosotros. Nuestra Señora ama tanto el alma de cada uno individualmente, que aunque hubiese uno solo que salvar a costa de aquel período de dolores, Ella aceptaría que su Hijo pasara por aquellos tormentos para salvar esa alma. Imagínense a la Virgen María contemplando todos los tormentos. Por ejemplo, la corona de espinas penetrando en la frente de Nuestro Señor y produciéndole lesiones nerviosas, haciendo que todo su cuerpo se estremezca en medio de todos aquellos dolores; la corona de espinas que llega a alcanzar sus sagrados ojos; en la Cruz, sus brazos semi separados de los hombros; la sed tremenda; la sangre que escurría por todas partes; la fiebre altísima; los estertores de todo su cuerpo contorsionado por el dolor. Ella sabía de esto, medía esto, sin embargo lo aceptaba todo. Deseaba que fuera así. Era como que un sacrificador, un sacerdote que inmola la Víctima Divina en lo alto del Calvario. Ella quería que aquello fuera así, pues si éste era el precio para salvar un alma, Ella quería que su Hijo sufriera lo que estaba sufriendo. Aquí está la grandeza de la Santísima Virgen. No tanto por la enormidad de dolores que sufrió, sino por haber deseado sufrir lo que sufrió. Ella quiso que su Hijo hiciera ese sacrificio tremendo y admirable por amor a cada uno de nosotros, porque Dios quiso sacrificar por amor a nosotros a su Hijo Unigénito. ¿Tengo una idea de lo que ha sido mi ingratitud? La Semana Santa se está aproximando y es el momento de hacer una reflexión al respecto. Cada uno debe colocarse a solas frente al Crucifijo, frente a la imagen de la Dolorosa, y olvidarse del mundo entero. Ante Dios, hacerse esta pregunta: ¿soy conciente de lo que costó mi salvación? ¿Tengo idea siquiera de los dolores que costaron todas las gracias que he recibido? ¿Tenía idea de que en lo alto de la Cruz Nuestro Señor Jesucristo pensó nominalmente en cada hombre, desde el comienzo hasta el fin del mundo? Por lo tanto, ¿que yo pasé por su mente divina, con un pensamiento de misericordia, de bondad y de salvación? Él vio mi alma, vio mi persona. Él amó mi ser, creado por Él, y se inmoló en un acto de amor, porque quiso mi salvación. ¿Tenía idea de que mi salvación costó todo eso? ¿He pensado en el modo por el cual yo he correspondido a ello? ¿He pensado en lo que ha sido mi ingratitud? ¡Cuántas faltas cometidas, muchas veces por imprudencia, simplemente porque no quise evitar una ocasión de pecado, porque no quise hacer una pequeña mortificación! Al pecar, cogí la Sangre de Cristo y la arrojé en una zanja. Sangre preciosísima derramada por mí; y, a pesar de ello, yo me expongo a la perdición. Y Dios aún me tolera en esta vida, me soporta y me espera con nuevas gracias, aún mayores que aquellas gracias que yo había recibido. Una vez más, estamos ahora en la proximidad de la Semana Santa, una ocasión de gracias. El costado de Nuestro Señor Jesucristo está abierto, derramando misericordia para mí y llamándome a la contrición, a la penitencia, a la reconciliación magnífica con Dios. Hay una efusión de bondad y de cariño, como yo jamás podría imaginar. En Semana Santa mi primera preocupación debe ser la de pensar en mi alma. Pensar sin temor, sin pánico, porque Dios es Padre de Misericordia y la Santísima Virgen es Madre y el canal de todas las misericordias. Pensar con seriedad, pensar a fondo. Colocarme ante la Sangre de Cristo que corre y evaluar qué hice con esa sangre.
“¿Qué utilidad tuvo mi sangre?” Nuestro Señor se hizo esta pregunta y fue uno de sus mayores sufrimientos: Quae utilitas in sanguine meo? (Sal. 29, 10). En último análisis, ¿de qué sirvió mi sangre? Él pensó en tantas almas que habrían de pisotear su sangre. Livianamente, estúpidamente, por una niñería, por una bagatela. Por la carcajada de una criada, como en el caso de San Pedro. Por treinta monedas, como Judas. Por pereza, por ganas de dormir, como los otros Apóstoles. ¡Por miedo, por oportunismo, por sensualidad, por cuántas cosas las almas habrían de negarlo! Nuestro Señor tuvo en vista nuestra época y la Santísima Virgen también. Tuvo en vista todas las traiciones de nuestros tiempos, todos los abandonos, todo cuanto las almas sacerdotales le hicieron sufrir. Si el pecado de cualquier hombre hizo sufrir tanto a Nuestro Señor, ¿cuánto lo haría sufrir el pecado de los propios miembros de la Santa Iglesia? David, en el Libro de los Salmos, tiene esta queja con relación a uno que le hizo mal: “Si fuera mi enemigo el que me agravia, podría soportarlo; si mi adversario se alzara contra mí, me ocultaría de él. ¡Pero eres tú, un hombre de mi condición, mi amigo y confidente, con quien vivía en dulce intimidad: juntos íbamos entre la multitud a la casa del Señor!” (Sal. 54, 13-15). Toda nuestra época fue vista por Él, pero vista también con amor. Por el fruto de esa sangre infinitamente preciosa, habría de brotar una gracia especial para algunos que son tan malos como otros —y a veces peores que otros, pero que, por esa gracia especial, fueron llamados para ser fieles en esa hora de infidelidad— para ser de aquellos que están junto a la cruz, como San Juan Evangelista, junto a la ortodoxia, junto a la verdadera doctrina, en una hora en que todo el mundo la abandona. Son aquellos que comprenden el martirio de la Iglesia, la tragedia de la Iglesia corroída internamente por el progresismo y entregada a sus peores adversarios. Ésos fueron llamados para luchar por Ella, para comprender su dolor, meditar sobre ese dolor y vivir ese dolor —el dolor de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana en nuestros días. * Texto sin revisión del autor, con pequeñas adaptaciones al lenguaje escrito; el título y los subtítulos son nuestros.
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