Plinio Corrêa de Oliveira La Sagrada Pasión de Nuestro Señor Jesucristo es ocasión oportuna para tejer algunas consideraciones sobre la prisión del Divino Maestro en el Huerto de los Olivos. Narran los Evangelios que estando Jesús hablando con los Apóstoles en el huerto, se aproximó Judas para entregarlo, acompañado de una multitud del pueblo, esbirros armados, escribas y ancianos. Después del beso de la traición de Judas, Jesús preguntó a los que lo acompañaban: «¿A quién buscáis?» — «A Jesús Nazareno», contestaron ellos. Jesús les respondió: «Yo soy». Entonces San Pedro, sacando su espada de la vaina, cortó la oreja de un servidor del Sumo Pontífice llamado Malco. Cuando fue apresado, Nuestro Señor practicó dos acciones aparentemente contradictorias, y sobre ellas queremos meditar. Por un lado, habló tan alto, aturdió tanto a los oídos, que los esbirros cayeron por tierra. Por otro lado, se inclinó Él mismo hasta el suelo, para recoger una oreja y reponerla nuevamente en su lugar. El mismo que aterroriza, consuela. El mismo que habla con voz insoportable para los tímpanos, reintegra una oreja cortada. ¿No hay en esto alguna enseñanza para nosotros? Nuestro Señor es siempre infinitamente bueno, y fue bueno cuando dijo a los que lo buscaban que Él era Jesús de Nazaret, a quien querían, como fue bueno cuando restituyó la oreja de Malco. Si queremos ser buenos, debemos imitar su bondad, y aprender de Él que hay momentos en que es necesario saber postrar por tierra con santa energía a los enemigos de la fe, como hay ocasiones en que es necesario saber curar los propios males de aquellos que nos hacen mal. ¿Por qué habló Nuestro Señor tan alto, cuando respondió “Yo soy”? ¿Sólo para aturdir físicamente a los que lo apresaban? ¿Pero para qué hacer eso, si Él se entregaba voluntariamente a la prisión? Es que Él habló aún más alto a sus corazones que a sus oídos; y si les habló alto a los oídos, no fue sino para hablarles aún más alto a los corazones. No sabemos cuál fue el provecho que aquellos hombres sacaron de la gracia que recibieron. Pero ciertamente el temor que sintieron, cuando cayeron a la voz del Maestro, les fue saludable como le fue saludable a Saulo, cuando la misma voz le gritó: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Nuestro Señor les habló alto a los oídos. Los postró por tierra. Pero su voz que abatía cuerpos y ensordecía oídos, erguía almas que estaban postradas y les abría los oídos del espíritu que estaban sordos. A veces, pues, para curar es necesario gritar. * * * Con Malco, el Divino Redentor procedió de otra manera. Cuando le restituyó la oreja cortada por la fogosidad de San Pedro, Nuestro Señor ciertamente le quería hacer un bien temporal. Pero al curarle el oído, Él quiso sobre todo abrirle el oído del alma. Y Él mismo, que a unos había curado de la sordera espiritual con el estruendo divino de su voz; Él mismo curó de similar sordera espiritual a Malco, diciéndole palabras de bondad y restituyéndole la oreja que perdiera. Vivimos en una época afectada, por cierto, por la más terrible sordera espiritual. Si hay una época en que los hombres oyen la voz de Dios, es la nuestra. Si hay una época en que contra ella endurecen los corazones, es ciertamente la nuestra. El Divino Maestro nos muestra que si queremos extinguir en nosotros y en nuestro prójimo esta terrible sordera, sólo Él es quien lo puede hacer, pues los medios humanos en sí mismos de nada valen. En esta ocasión, hagamos nuestro un pedido que se encuentra en los Santos Evangelios. Cuando un ciego se acercó cierta vez a Nuestro Señor, le gritó: Domine, ut videam — “¡Señor, que yo vea!” (Lc. 18, 35-43). Aprovechemos las conmemoraciones de la Semana Santa para pedir a Él que oigamos: Domine, ut audiam. No sabemos, en la sabiduría de su misericordia, de qué manera Nuestro Señor curará nuestra sordera espiritual. Sangramos como Malco y estamos sordos como los esbirros. Poco nos importe que Él quiera curarnos por este o aquel medio: que se cumpla su divina voluntad. Ya nos hable Él por la voz terrible de las reprobaciones y de los castigos, o nos hable por la voz blanda de las consolaciones, una cosa sobre todo le pedimos: “¡Señor, que oigamos!” Que al menos nosotros, los católicos, oigamos plenamente la voz de Nuestro Señor, y que, correspondiendo, en nuestra santificación interior, de modo completo e irrestricto, a las gracias que Él nos da, realicemos dentro de nosotros aquel reinado pleno de Jesucristo, del que los enemigos de la Iglesia parecen esperanzados en arrancar los últimos vestigios sobre la faz de la tierra. Nuestro Señor prometió la indestructibilidad de su Iglesia, y prometió que toda alma verdaderamente fiel se salvaría. Confortados con tal esperanza, meditemos con serenidad, tanto las tristezas de estos días de conturbación universal, como las agonías de esta Semana de Pasión. Nuestro Señor Jesucristo es el gran vencedor. Él vencerá, y con Él triunfará la Iglesia.
* Catolicismo, nº 340, abril de 1979.
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