Estoy muy triste porque descubrí que vivo en pecado mortal, pues mi marido está divorciado desde hace muchos años y vivimos juntos. Tenemos una hija y vivimos en paz. Somos católicos, pero lamentablemente no podemos casarnos por la Iglesia. Somos personas de bien, pero estamos en situación de pecado. Entonces, ¿qué hacer? Considero a mi familia como algo sagrado… porque vivimos unidos y creemos en Dios…
El mundo de nuestros días lamentablemente abandonó las costumbres católicas, de modo que casos como el aquí relatado se han vuelto comunes. Sin embargo, el mandamiento de Nuestro Señor Jesucristo es muy claro: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt. 19, 6). En tales condiciones, usted no puede unirse en matrimonio al hombre con el cual tiene una hija, una vez que él está casado y separado de su mujer legítima. Se impone, no obstante, una pregunta previa: ¿Este señor estaba casado por lo religioso o sólo por el llamado matrimonio civil, el cual ante Dios no es matrimonio? Tratándose de esta segunda hipótesis, ¡su marido permanece soltero, pudiendo contraer un verdadero matrimonio… católico! En todo caso, ambos tienen el deber de criar a la hija que engendraron y darle una formación cristiana. El hecho de vivir en armonía facilita el cumplimiento de ese deber, no obstante, no legitima el matrimonio ante Dios y la Iglesia. Usted me pregunta: ¿Qué hacer? Si ambos fuesen solteros —conforme lo arriba explicado— cásense por la Iglesia y todo estará resuelto. Si no fuesen solteros, se configura realmente un estado de pecado, para el cual se trata de encontrar una solución. Recuperación del estado de gracia Para que ambos recuperen el estado de gracia, la solución radical es la inmediata disolución de esa unión inválida, quedando uno de los cónyuges con la hija y el otro retirándose a otra casa, prestando desde fuera los auxilios necesarios para la manutención y educación de la niña. Sin embargo, esta situación puede presentar graves inconvenientes de distinta naturaleza, que hagan inviable la disolución completa e inmediata de la unión. Uno de ellos, no pequeño, es el trauma que la disolución provocaría en la niña.
Puede haber, por lo tanto, circunstancias concretas en que sea tolerada una solución menos traumática, que consistiría en continuar viviendo en la misma casa, no obstante, no sólo en lechos sino también en cuartos separados, como hermano y hermana, sin hacer uso de los derechos que sólo el matrimonio confiere. Además, deberían escrupulosamente evitar presentarse en público como casados; y, en la medida de lo conveniente y de lo posible, hacer público en el círculo de sus relaciones el reconocimiento de su grave error, su enmienda de vida y las disposiciones que tomaron. Tomadas en cuenta tales disposiciones, un sacerdote podría —salvo mejor juicio— concederles, con carácter absolutamente particular, la absolución en el sacramento de la Confesión, y así usted recuperaría la gracia de Dios. Lo cual, ya constituiría un alivio para su alma. Sin embargo, muchas personas los conocen desde hace tiempo, y reparando que viven en la misma casa, continuarían considerándolos como marido y mujer. Sería por lo tanto causa de escándalo para ellos, verlos a ustedes presentarse públicamente para comulgar. Ésa es la razón por la cual la Iglesia prohíbe, para las parejas en esas condiciones, el acceso a los sacramentos en general, y al sacramento de la Eucaristía en particular. Evidentemente, la solución propuesta —de una separación de hecho bajo el mismo techo— supone una firme determinación de mantenerse ambos en los estrictos límites arriba descritos, lo que ciertamente no será fácil. De donde se ve la precariedad de tal solución. Pero, con la gracia de Dios, será posible andar sin desfallecimiento en el estrecho camino de los mandamientos de la Ley de Dios. Pida a Nuestra Señora del Buen Consejo que la ayude a encontrar los medios de cumplir con este programa de seriedad y austeridad de vida, y así alcanzar la salvación eterna de su alma.
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