Transcurrida entre 1870 y 1914, fue una época brillante, en la cual lamentablemente el mito del progreso generó nuevos estilos de vida, incompatibles con la moral, el esplendor y la cortesía Nelson Ribeiro Fragelli Dos impresiones vienen a la mente de la mayor parte de las personas cuando piensan en la Belle Époque. Por un lado, las ropas femeninas —amplias faldas, apretadas a la cintura, grandes sombreros, la sombrilla que no podía faltar. Y los trajes masculinos —frac oscuro y sombrero de copa. Aún hoy, en ocasiones de gala, los hombres usan aquel traje como lo máximo de la elegancia. Indisociablemente enlazadas a tal modo de vestir quedaron en el recuerdo las buenas maneras y la cortesía. Era en las fiestas, recepciones y conciertos que esa distinción de trato encontraba el ambiente propio para desarrollarse y encantar a la sociedad. No había mayor placer que el de la conversación. El arte de conversar era entonces de los más cultivados. En el centro de ese arte estaba la cortesía. Es decir, la consideración por la dignidad propia al interlocutor, fuese él sacerdote, noble o persona del pueblo. ¿La elección del asunto? —si es que se puede hablar de elección, pues el tema surgía según la ocasión social, iluminándose gradualmente, suavemente, como el encender de las velas por lacayos vestidos de librea, una araña después de otra, en aquellos salones. El desarrollo del asunto y la elección de las frases, eso sí, era circunstancial, haciendo de la conversación una obra de minuciosa composición temática. Una obra que encantaba.
Ritos como en una liturgia temporal ¿Qué críticas no se debían hacer en determinado ambiente? ¿O en qué medida hacer elogios? En caso de una discusión, ¿cómo mantener la elevación de la conversación? En caso de que se tratase de una invitación para una cena, por ejemplo, ¿qué flores ofrecer y con qué traje presentarse? ¿Cómo servirse de los cubiertos, de la servilleta, de los vinos? Terminada la comida, prescribían los ritos sociales conocer el momento oportuno de retirarse, a fin de ni abrumar la hospitalidad de los anfitriones con una conversación muy prolongada, ni dar la impresión de aburrimiento, retirándose apresuradamente. Todos los actos de la vida social eran organizados según determinadas reglas —flexibles de acuerdo con el sentido común, por supuesto, pero que constituían una verdadera liturgia de la vida civil— cuja finalidad era dar al prójimo respeto, reverencia y honra. Había entonces un orden de valores que unía a todos en la sociedad y ese orden era superior a los intereses o a los placeres individuales. Esta liturgia era un resto de la antigua caridad cristiana, enseñada por la Iglesia, y cuyo modelo habían sido las interlocuciones de los monjes en los monasterios y en las abadías. Había un momento de la vida monacal dedicado a la conversación —y ella era obra de santificación— que enseñaba a dominar las inclinaciones y controlar la voluntad propia a favor del prójimo. Primaba la caridad. Así, en la Belle Époque, fue la amenidad y la elegancia de la vida social que la hicieron bella. La vida de salón atraía irresistiblemente a todos, porque en el contacto humano la cortesía ofrece un placer durable. La cortesía es el mejor portador de respeto y amistad: dos sentimientos que confortan el alma. La distinción orienta al hombre en el sentido diáfano del ángel.
Un episodio ilustrativo de la época Tal vez un ejemplo haga luz sobre la cortesía de entonces. En los primeros años del siglo XX, en plena Belle Époque, Joaquín Nabuco encabezaba la Misión Diplomática del Brasil en Londres. Perteneciente a una familia de políticos, intelectual de renombre, tomado por abstracciones filosóficas y políticas, Nabuco era conocido por sus distracciones. Habiendo recibido una invitación, bellamente impresa, para cenar en casa de otro embajador, se esforzó por llegar a la hora, pues aunque la puntualidad no estuviese de modo alguno entre sus hábitos, en Inglaterra ella siempre fue rigurosamente exigida. Recibido puntualmente por el mayordomo, tuvo sin embargo que esperar un tiempo mayor que el habitual hasta que apareciese el embajador, acompañado de su señora. Amabilísimos, contentos con la presencia de Nabuco, maestros en el arte de recibir, lo animaron a hablar —desde florestas exóticas del Brasil hasta los movimientos sociales de la reciente república— lo que le agradó mucho. Terminadas la cena y la animada conversación, la pareja lo acompañó hasta la salida, y al abrirle la puerta del cabriolé, dijo entonces el diplomático anfitrión, con una ligera inclinación: “Estimado Dr. Nabuco, según la invitación que tuvimos la honra de enviarle, lo aguardamos entonces, mañana, para la cena”. Nabuco se había equivocado de fecha y había comparecido un día antes…
Los salones y el noble arte de la conversación No sorprende que, en razón de esa amenidad de trato, en las grandes ciudades europeas los salones se multiplicaban en todas las clases sociales. La elite, en sus palacios, discutía sobre arte y literatura, ambas en rápida transformación. Política era también un tema central. Monarquistas afectos a las bellas y buenas tradiciones enfrentaban a los republicanos imbuidos de sus ideas de progreso y reformas sociales. Los salones burgueses se reunían en los cafés. Escritores y poetas frecuentaban cafés literarios; profesores y científicos los cafés universitarios. Las novedades científicas entusiasmaban, pues los descubrimientos e invenciones se multiplicaban. En cuestiones de medicina surgían nuevos remedios y métodos quirúrgicos. En todos estos salones cintilaban inteligencias. Cuando el clima lo permitía, sobre todo en la primavera y en el verano, conciertos y espectáculos al aire libre reunían en los grandes parques y jardines a personas provenientes de los más variados salones. París y Berlín ofrecían jardines cuyo elevado buen gusto se reflejaba para los limeños tardíamente en el Paseo Colón y el Parque de la Exposición, los paulistanos en el Parque de la Luz y en el Parque Antarctica, y para los cariocas en la Praça Paris.
“Salones” en las pequeñas ciudades y aldeas Había también “salones” —tal vez los más auténticos— en las pequeñas ciudades y en las aldeas. A la salida de Misa, pequeños grupos de personas se reunían en un café o en casa de una de ellas, cuando no los recibía el jefe político local. La literatura, las artes, la ciencia no constituían los grandes temas de conversación. El centro de las atenciones era la vida del lugar. Una cabra desaparecida, un puma visto de noche al lado del corral, el incendio en el polvorín del vecino, la llegada del nuevo párroco, rumores de que ladrones venidos de lejos rondaban la región, narraciones de cacerías, eran asuntos propicios para inflamar las conversaciones. A veces las reuniones se daban también durante la preparación de las fiestas religiosas o de las procesiones solemnes. De aquellos encuentros hasta los niños participaban, oyendo silenciosamente, aprendiendo con los mayores. No había radio. La televisión estaba aún más distante. No había, por lo tanto, la excitación de las novedades y el ansia comercial despertada por la propaganda. Las personas así se preservaban, conservando el carácter auténtico de su familia y de su región, siendo cada una de ellas una personalidad rica en particularidades. Precisamente esta riqueza volvía interesante el contacto, pues ¿de qué vale encontrarse con personas padronizadas por la propaganda, tal como cada una de las otras? Si en esos “salones” la delicadeza cortés y las sutilezas del lenguaje podían no ser la nota dominante, como en la capital, la autenticidad de las almas ofrecía una variedad de caracteres también ella encantadora. Este esplendor de las relaciones sociales confirió a la Belle Époque su calificativo de bella, haciéndola inolvidable.
Invenciones modernas y mudanzas sociales Sin embargo, había el otro lado — realidad contradictoria con el encanto social de la Belle Époque. Ella representa la segunda impresión que luego viene al recuerdo, aún hoy, cuando pensamos en aquel período entre 1870-1914. Esa realidad se presentó insidiosamente a las personas de entonces, bajo la máscara atrayente del enorme progreso técnico. Las ciudades grandes fueron las primeras en adoptar las invenciones: electricidad, teléfono, radio, cine, bicicletas, automóviles. Las conquistas de la tecnología entusiasmaban. Los ojos se llenaban de lágrimas al ver los primeros globos dirigibles rodear las torres de las catedrales o al tenerse noticia, en la Patagonia o en el Sahara, de la victoria japonesa en Port Arthur, en el momento en que las armas aún humeaban: el telégrafo daba al hombre un nuevo sentido de su presencia en la tierra. Se creía que la máquina a vapor y la electricidad darían al mundo una forma de felicidad nunca antes alcanzada. Sucede que el progreso técnico traía en su interior profundas transformaciones sociales y morales, inseparables de él. Pocos vieron ese peligro. Se deseaba unir al esplendor social los conforts traídos por la técnica.
Pero la máquina, trayendo velocidades y la producción en serie, minaba la sociedad. El tren —y enseguida el automóvil— trajo el gusto por los viajes — nacía el turismo, se visitaban balnearios y montañas desconocidas para la mayoría de personas. En consecuencia, se incrementaba el deporte y con él la modificación de los trajes, adaptados a las nuevas maneras y siempre tendientes a considerar como aceptable lo que hasta poco antes era visto como inmoral. El deporte separaba a las generaciones, pues los mayores aún no lo practicaban en razón de las normas del decoro: ¡cómo sería ridículo ver a alguien de frac y sombrero de copa pedaleando una bicicleta! Con el deporte vinieron los bailes cuyo ritmo parecía competir con la velocidad de las máquinas, siempre acelerándose, siempre más sensuales. Del minueto se pasó al vals, del vals al charleston y al tango. La industria empleaba a muchachas y ellas, aún entonces atadas a los círculos de la familia paterna hasta el matrimonio, pasaron a trabajar como obreras o secretarias, vueltas independientes por el salario. Aumentaban las uniones fuera de los lazos sagrados del matrimonio cristiano, aparecían los primeros casos de divorcio, caía la práctica religiosa. En varios países europeos aumentaba la prostitución. La glorificación de las velocidades intoxicó los espíritus que pasaron a distanciarse de toda forma de recogimiento. Entre los globos dirigibles y la torre de la catedral, ésta pasó a representar al pasado petrificado mientras los dirigibles simbolizaban el futuro, el movimiento, pues ellos permitían el descubrimiento de horizontes más vastos.
Utopía socialista, deslucimiento de una bella época Políticamente, los republicanos oriundos de la Revolución Francesa veían con simpatía las nuevas costumbres. Sabían que la decadencia moral de los años precedentes a la Revolución de 1789 había sido una de las principales causas de la victoria revolucionaria. Partidarios del progreso y de la técnica consideraban los restos de tradiciones cristianas como incompatibles con los nuevos tiempos. Esa misma corriente evolucionaba, poco a poco, rumbo a la aceptación de la utopía socialista. Tanto los aficionados a la elevación social de aquellos años, en la cual veían un ideal que debía ser conservado, cuanto los partidarios del progreso tuvieron un enorme sobresalto con el estallido de la Primera Guerra Mundial, a mediados de 1914. Los primeros veían en el terrible conflicto la destrucción de tan preciosas y bellas tradiciones. Los otros, por reconocer en el progreso el creador de máquinas mortíferas nunca antes fabricadas. La brutalidad de la guerra sofocó en el lodo de las trincheras y en los Hoy, en medio de las frustraciones de una sociedad altamente tecnológica y vacía de contenido moral y religioso, un número creciente de personas admira el esplendor y lamenta la desaparición de aquella dulce liturgia que en la vida de la Belle Époque regulaba los actos de cortesía.
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