Plinio Corrêa de Oliveira
La Santa Iglesia se sirve de las alegrías vibrantes y castísimas de la Pascua para hacer brillar ante nuestros ojos —hasta en las tristezas de la situación contemporánea— la certeza triunfal de que Dios es el supremo Señor de todas las cosas; de que Cristo es el Rey de la gloria, que venció a la muerte y aplastó al demonio; de que su Iglesia es reina de inmensa majestad, capaz de elevarse de todos los escombros, disipar todas las tinieblas y brillar con el más deslumbrante triunfo, en el momento preciso en que parecía que la aguardaba la más terrible, la más irremediable de las derrotas. Cuando Nuestro Señor Jesucristo murió, los judíos sellaron su sepultura, la guarnecieron con soldados, juzgaron que todo había terminado. En su impiedad, negaban que Nuestro Señor fuese Hijo de Dios, que fuese capaz de destruir la prisión sepulcral en que yacía, y que sobre todo fuese capaz de pasar de la muerte a la vida. Pues bien, todo esto se dio. Nuestro Señor resucitó sin el menor auxilio humano, y bajo su imperio la pesada piedra de la sepultura se desplazó como una nube. Y Él resurgió. * * * Así también la Iglesia inmortal puede ser aparentemente abandonada, injuriada, perseguida. Puede yacer, derrotada en apariencia, bajo el peso sepulcral de las más pesadas pruebas. Ella tiene en sí misma una fuerza interior y sobrenatural, que le viene de Dios, y que le asegura una victoria tanto más espléndida cuanto más inesperada y completa. Ésta es la gran lección, el gran consuelo para los hombres rectos que aman por encima de todo a la Iglesia de Dios: Cristo murió y resucitó. La Iglesia inmortal resurge de sus pruebas, gloriosa como Cristo, en la radiante aurora de su Resurrección.
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