Monseñor JOSÉ LUIS VILLAC PREGUNTA Nunca me confesé y quisiera saber qué debo hacer antes de contarle mis pecados a un sacerdote. RESPUESTA Nada puede hacer más feliz al hombre en esta vida que la paz de alma. Y nada lo deja más inquieto que saber que ofendió a Dios y no tiene la certeza de haber sido perdonado. Por eso, el sacramento de la penitencia o de la confesión, es una de las verdades más consoladoras y prácticas de la Iglesia Católica, pues descarga de la propia conciencia el inmenso peso de nuestras faltas y pecados, restituyéndonos la amistad con Dios. El sacramento de la penitencia realmente nos confiere la certeza de que —cumpliendo las condiciones para la validez del sacramento— cuando el sacerdote nos da la absolución y nos dice:“Yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, no hace sino prestar sus labios a Dios, que es el único que puede perdonar las ofensas cometidas contra Él, y que de hecho nos perdona. Algunas personas afirman que después de la confesión se sienten como si les hubiesen sacado un inmenso peso de las espaldas, quedando más felices que si poseyeran los mayores tesoros de la tierra. La causa de esa sensación proviene del hecho de que ellas pasaron a sentir la proximidad de Dios, que gratifica al pecador convertido con el festín con que el Padre recibe de regreso en su casa al hijo pródigo de la parábola. Como ya lo dijimos, basados en el Catecismo de la Iglesia Católica, “sólo Dios perdona los pecados”. Pero Jesús, precisamente por ser Hijo de Dios, dijo de sí mismo: “el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados” (Mc 2, 10). Y el Evangelio narra cómo, en varias oportunidades, Jesús ejerce este poder divino: “tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5). Sin embargo, “en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre” (nº 1441). “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” El sacramento de la penitencia fue efectivamente instituido por Nuestro Señor Jesucristo en el primer encuentro que tuvo con los apóstoles en el Cenáculo, el día de la Resurrección: “Jesús repitió: ‘Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo’. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Jn 20, 21-23). Con estas palabras, por un lado, Jesús confirió a los apóstoles y a sus sucesores, los obispos, el poder de perdonar los pecados y, por otro lado, dio a los fieles el precepto de confesar sus pecados para alcanzar el perdón. Los obispos comunican el poder de perdonar los pecados a los sacerdotes que ellos juzguen aptos para oír confesiones (son rarísimos los sacerdotes que no tienen esta autorización), con excepción de “ciertos pecados particularmente graves [que] están sancionados con la excomunión […] y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del lugar, o por sacerdotes autorizados” (Catecismo, nº 1463), como sucede, por ejemplo, en este Año Jubilar, en el que muchos sacerdotes, designados como “misioneros de la misericordia”, recibieron autorización para perdonar incluso pecados reservados a la Santa Sede. En caso de peligro de muerte, sin embargo, “todo sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado y de toda excomunión” (ídem). De lo expuesto, resulta que el sacerdote ocupa en el confesionario el lugar de Dios, en cuyo nombre —como dijimos— perdona los pecados. Condiciones para una buena confesión Como Nuestro Señor concedió a los apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar o retener los pecados, de ello deriva que la confesión es un tribunal en el cual el reo se presenta voluntariamente y hace el papel del mismo acusador. Y el sacerdote, como juez, decide si el penitente es digno o no de la absolución y le impone una penitencia para satisfacción de sus pecados. Es por ello que, en el caso de penitentes que no están verdaderamente arrepentidos ni dispuestos a abandonar el pecado (por ejemplo, los divorciados vueltos a casar civilmente que quieren seguir viviendo como adúlteros), el sacerdote está obligado a negarles la absolución, sin transformar por eso el confesionario en una “cámara de torturas”. Esta negativa es en realidad un incentivo para que ellos abandonen el pecado y se reconcilien con Dios. Es, pues, también un acto de caridad. Además de juez, el sacerdote ejerce en el tribunal de la penitencia los oficios de maestro y médico, porque debe instruir al penitente cuando percibe que este ignora algunas cuestiones inherentes a su conducta moral y porque debe “recetarle” algunos consejos para que se cure de sus defectos y afecciones desordenadas. De parte del penitente, para hacer una buena y digna recepción del sacramento de la penitencia, se requiere: * El examen de conciencia, después de invocar al Espíritu Santo para que nos ayude a recordar nuestras faltas y a percibir su maldad (el medio más fácil es repasar los diez mandamientos y los siete pecados capitales); * La contrición, o sea, el arrepentimiento sincero por haber ofendido a Dios, lo que comprende el aborrecimiento por los pecados (no se trata, por lo tanto, de un movimiento de sensibilidad, sino de un acto de la voluntad); * El propósito serio, apoyado en la gracia de Dios, de evitar con empeño todo pecado y toda ocasión próxima de cometerlo; * La confesión exacta, sincera y humilde de todos los pecados mortales de que tengamos conciencia, del número de ellos o al menos de la frecuencia con que los hemos cometido y de las circunstancias que los acompañaron en caso que ellos hagan variar la especie del pecado (por ejemplo, sustraer un objeto sagrado de una iglesia no es un mero robo, sino pasa a ser uno sacrílego); * La satisfacción, o sea, el cumplimiento de la penitencia que nos imponga el confesor, lo que puede a veces incluir la obligación de restituir el daño que fue causado al prójimo o de reparar el escándalo ocasionado. Alegría por evitar que un alma sea condenada a las penas eternas Para una persona que nunca se confesó o que hace mucho tiempo que no se confiesa, lo más difícil psicológicamente es vencer la vergüenza de contar sus pecados al sacerdote. Para superar esa vergüenza, ayuda mucho el hecho de saber que el sacerdote no puede manifestar absolutamente a nadie nada de aquello que supo en confesión, ni siquiera al propio Papa, y esto aún que lo amenacen de muerte. En segundo lugar, cabe recordar que Dios confió este sacramento a hombres como nosotros, y no a ángeles, por lo que el sacerdote no se escandalizará en absoluto por aquello que el penitente le cuente. Al contrario, cuanto mayor sea el pecado confesado, más contento quedará el buen sacerdote, porque el confesor es como un pescador que, cuanto mayor sea el pez que cae en sus redes, más alegre queda por ayudar a un alma a salvarse eternamente. Y, finalmente, recordar que un día deberemos pasar por el Juicio Final, durante el cual aquello que hubiéramos escondido por vergüenza será revelado a los ojos de todo el mundo. Sin embargo, los pecados ya confesados y perdonados serán escondidos a todos por Dios, según enseñan san Ambrosio, san Agustín y san Bernardo. San Buenaventura nos da un consejo muy beneficioso: confesar primero aquel pecado que más nos avergüence, porque así se vuelve mucho más fácil confesar los demás. Y si a uno le cuesta extraordinariamente confesar un determinado pecado, es necesario al menos decirle al confesor: “Padre, cometí un pecado que no me atrevo a confesar”, porque el sacerdote podrá ayudar al penitente a vencer el miedo. Lo que jamás se puede hacer es callar un pecado por vergüenza, porque con eso se comete un sacrilegio y no se obtiene el perdón de ningún pecado, quedando, por lo tanto, obligado a confesar después no solo el sacrilegio, sino el pecado omitido y nuevamente todos los pecados desde la última confesión válida. Firme propósito de nunca más pecar Pero, ¿qué es pasar por una pequeña vergüenza, si se compara con los inmensos efectos del sacramento de la penitencia? De hecho, por medio de la confesión recibimos las siguientes gracias: 1. Obtenemos el perdón de todos los pecados cometidos y de la pena eterna que merecen (en cuanto a la pena temporal, tenemos que pagarla en esta tierra: con la penitencia que nos impone el confesor y oraciones y penitencias voluntarias; o si no, pagarlas en el Purgatorio). 2. Recuperamos la amistad con Dios, así como todos los méritos alcanzados por las buenas obras anteriores, aumentando en nosotros la gracia santificante por la cual participamos de la vida divina. 3. El Espíritu Santo nos proporciona fuerzas para evitar los pecados futuros y combatir nuestras malas inclinaciones. 4. Alcanzamos una gran paz de alma, como lo señalamos al comienzo. Para un adulto que nunca se confesó o que olvidó como se recibe el sacramento de la penitencia, lo más fácil es simplemente comunicar eso al sacerdote y pedirle que lo ayude para hacer la confesión. Lo más frecuente, en ciertos países, es que el padre diga al penitente “Ave María Purísima”, a lo cual se responde: “Sin pecado concebida. Bendecidme, padre, porque he pecado. Hace x tiempo que hice mi última confesión y me acuso de haber cometido los siguientes pecados”. Después de una pequeña exhortación, el sacerdote le pide al penitente que rece el acto de contrición, cuya fórmula tradicional es: “Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío. Por ser tú quien eres, Bondad infinita, y porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte ofendido. También me pesa que puedas castigarme con las penas del infierno. Ayudado de tu divina gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuera impuesta. Amén”. Después de rezar el acto de contrición, el sacerdote da la absolución, impone una penitencia y manda al penitente ir en paz. Si la penitencia consiste en rezar una oración, conviene hacerlo inmediatamente después de la confesión, para no olvidarnos; y aprovechar la ocasión para agradecer a Dios por haber hecho una buena confesión, pidiendo a la Virgen, Madre de Misericordia y Refugio de los Pecadores, la gracia de perseverar en los buenos propósitos.
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