PREGUNTA Hace poco tiempo, un sacerdote de la parroquia que frecuento afirmó que la Misa “actualiza la cena de Jesús con los apóstoles”; y para ilustrar esa afirmación, explicó algunos aspectos de la cena judía. Además de contrariar la naturaleza sacrificial de la Misa, eso da a entender que tales ceremonias aún estarían en vigor, como si no hubiesen sido superados por la recapitulación de todas las cosas en Cristo. A mi modo de ver, el judaísmo podría ser estudiado bajo un punto de vista histórico y en su simbolismo, que culmina en Cristo, pero no como si fuesen cosas aún en vigor, después de la nueva y definitiva Alianza. Quisiera oír una palabra del sacerdote al respecto. RESPUESTA
Nuestro consultante tiene toda la razón al resaltar, en primer lugar, que la afirmación de que la Misa “actualiza la Cena” es contraria a su naturaleza sacrificial. Aunque el Santo Sacrificio de la Misa fue instituido durante la Cena Pascual, su esencia consiste en la renovación incruenta del Sacrificio de la Nueva Alianza, que al día siguiente Jesucristo consumó en el Calvario. Por lo tanto, no actualiza la Última Cena, sino la Pasión y la Muerte en la Cruz. En una próxima ocasión, podremos volver a tratar más detenidamente este asunto. Las circunstancias del momento me llevan a responder con más detalle a la segunda parte de la consulta, es decir, a las relaciones entre el cristianismo y la religión judía, además de la cuestión de si la Antigua Alianza y sus prescripciones continúan en vigor. La cuestión no es puramente académica, pues últimamente se han producido importantes conversiones de judíos al catolicismo, y para ellos se presenta ese problema. Además, declaraciones de personalidades y órganos vaticanos dan a entender que para los judíos no es necesaria la conversión al cristianismo. En su intento de justificar esa teoría, afirman que Dios es fiel a sus alianzas, razón por la cual una respuesta fiel de los judíos a la Antigua Alianza sería salvífica para ellos. Si así fuera, podrían continuar esperando la venida del Mesías y haciendo una lectura “rabínica judía” de la Torá (los primeros cinco libros de la Biblia, o sea, el Pentateuco). En una conferencia en el Boston College, en noviembre de 2002, el cardenal Walter Kasper (en aquella época él era aún Presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos) dijo que, a pesar de la universalidad de la Redención de Cristo, “esto no significa que los judíos deban hacerse cristianos para salvarse: si siguen su propia conciencia y creen en las promesas de Dios en la forma en que ellos las entienden en su tradición religiosa, están en línea con el plan de Dios, que para nosotros alcanza su realización histórica en Jesucristo”. Para hacer aceptable su teoría, el cardenal Kasper hizo esta ligera salvedad: “si siguen su propia conciencia”. Dio así vagamente a entender que se refería solamente a judíos que tienen una ignorancia invencible, y no culposa, de que la Iglesia Católica fue fundada por Jesucristo y es necesaria para la salvación. Pero, si él hubiera de hecho deseado expresar esa idea, no habría mencionado a “los judíos”, en sentido genérico. Sublimación del sacerdocio y de los sacrificios de la Antigua
¿Cuáles son, entonces, las verdaderas relaciones entre la religión judía y el cristianismo? En primer lugar, es preciso dejar claro que el cristianismo es, en realidad, el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a Abraham y a los patriarcas de Israel: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”, dijo solemnemente Nuestro Señor (Mt 5, 17). Esto es, precisamente, lo que lleva a muchos hebreos modernos a convertirse al catolicismo. De hecho, el Nuevo Testamento y las prácticas del cristianismo que brotan de él dan testimonio de la influencia e importancia del judaísmo en los ritos y en el sistema de pensamiento de la religión cristiana. Basta pensar, por ejemplo, en los dos principales actos de culto público de la Iglesia. Tanto el sacerdocio cuanto la Santa Misa fueron instituidos por Nuestro Señor como un prolongamiento y sublimación del sacerdocio y de los sacrificios cruentos e incruentos prescritos por Dios en la Antigua Alianza, de los cuales quedaron algunas reminiscencias en el ritual. Y el Oficio Divino que los monjes cantan en nombre de la Iglesia, así como su recitación dividida a lo largo del día, proviene directamente de la costumbre judía de las oraciones de la mañana, mediodía y noche, las cuales estaban ligadas al sacrificio perpetuo en el Templo, donde los levitas cantaban diariamente los salmos. La Santa Iglesia se convirtió en el nuevo Israel espiritual
A ese respecto escribió el gran liturgista Mons. Klaus Gamber: “De la misma manera que la Iglesia primitiva se separó progresivamente de la Sinagoga, así las formas litúrgicas de las jóvenes comunidades cristianas también se separaron progresivamente del ritual judío. Esto es válido tanto para la celebración de la Eucaristía, que está en íntima relación con las comidas rituales de los judíos —por ejemplo la comida del sábado o la Pascual— como para las partes más antiguas del oficio de las horas, que se establecieron a partir de la liturgia de la oración sinagogal. La ruptura con la Sinagoga se debió a la fe en el Resucitado; pero en lo referente a los ritos, casi no había diferencia con los judíos” (cf. La Reforma de la Liturgia Romana, c. 3). Al contrario, también es necesario resaltar que el judaísmo solo tiene sentido en la historia de la salvación en la medida en que es raíz, preparación y prefigura del cristianismo. Así, toda la verdad de la Revelación pasó, después de Cristo, a la Santa Iglesia, que se convirtió en el nuevo Israel espiritual, mientras que el Israel según la carne decayó de su condición de pueblo elegido. Y esto no se debe a una infidelidad de Dios, sino a la infidelidad de los judíos, que no aceptaron al Mesías ni sus enseñanzas. Varios textos del Nuevo Testamento, dirigidos a las comunidades formadas entre los gentiles, confirman esa sustitución, puesto que presentan a la Iglesia como un Israel espiritual (Pe 2, 9-10; Fil 3, 3; Rom 2, 28). A mediados del siglo II, el mártir san Justino de Naplusa, en su Diálogo con Trifón, afirma que la Iglesia es el “verdadero Israel” (nº 135); y Tertuliano aplica la historia bíblica de Jacob y Esaú al cristianismo y al judaísmo, que habría perdido su primogenitura (Adversus Judæos). En el siglo IV, san Agustín profundizó el sentido de esa sustitución y declaró que, mientras la Antigua Alianza fue escrita en piedra e impuesta desde fuera, la Nueva fue implantada en el fuero interno y escrita en el corazón del hombre; mientras que la Antigua fue promesa, la Nueva es el cumplimiento. Por eso la Antigua Ley contenía preceptos salvíficos de valor permanente (los Diez Mandamientos), pero también otros preceptos ceremoniales de valor temporal, que fueron abolidos con la venida de Nuestro Señor al cumplir la promesa en ellos contenida. En la cruz murió la Ley Antigua En la encíclica Mystici Corporis Christi, el Papa Pío XII afirma categóricamente: “Con la muerte del Redentor, a la Ley Antigua abolida sucedió el Nuevo Testamento; entonces en la sangre de Jesucristo, y para todo el mundo, fue sancionada la Ley de Cristo con sus misterios, leyes, instituciones y ritos sagrados. Porque, mientras nuestro divino Salvador predicaba en un reducido territorio —pues no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cf. Mt 15, 24)— tenían valor, contemporáneamente, la Ley y el Evangelio (S. Tomás, Summa theol. I-II, q. 103, a. 3, ad 2); pero en el patíbulo de su muerte Jesús abolió la Ley con sus decretos (cf. Ef 2, 15), clavó en la cruz el ‘quirógrafo’ [manuscrito de deuda] del Antiguo Testamento (cf. Col 2, 14), y constituyó el Nuevo en su sangre, derramada por todo el género humano (cf. Mt 26, 28; 1 Cor 11, 25). Pues, como dice san León Magno, hablando de la cruz del Señor, ‘de tal manera en aquel momento se realizó un paso tan evidente de la Ley al Evangelio, de la Sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a una sola hostia, que, al exhalar su espíritu el Señor, se rasgó inmediatamente de arriba abajo aquel velo místico que cubría a las miradas el secreto sagrado del templo’ (Sermo 68, 3). “En la cruz, pues, murió la Ley Vieja, que en breve había de ser enterrada y resultaría mortífera (cf. S. Jerónimo y S. Agustín, Epist. 112, 14 y 116, 16; S. Tomás, Summa theol., I-II, q.103, a. 3, ad 2; a. 4 ad 1; Concil. Flor., pro Iacob), para dar paso al Nuevo Testamento, del cual Cristo había elegido como idóneos ministros a los apóstoles (cf. 2 Cor 3, 6); y desde la cruz nuestro Salvador, aunque constituido, ya desde el seno de la Virgen, Cabeza de toda la familia humana, ejerce plenísimamente sobre la Iglesia sus funciones de Cabeza […]. “Si consideramos atentamente todos estos misterios de la Cruz, no nos parecerán oscuras aquellas palabras del Apóstol con las que enseña a los Efesios que Cristo, con su sangre, hizo una sola cosa a judíos y gentiles, ‘destruyendo en su carne… la pared intermedia’ que dividía a ambos pueblos; y también que abolió la Ley Vieja ‘para formar en sí mismo de dos un solo hombre nuevo’ —esto es, la Iglesia—, y para reconciliar a ambos con Dios en un solo Cuerpo por medio de la cruz (cf. Ef 2, 14-16)”. “Retornarán los hijos de Israel y buscarán al Señor”
Alguien preguntará: ¿Cómo queda entonces aquello que dice san Pablo: “Según la elección, son objeto de amor en atención a los padres, pues los dones y el llamado de Dios son irrevocables” (Rom 11, 28-29)? ¿No hacen, por acaso, parte de esos dones irrevocables el culto y las observancias impuestas por Dios a los judíos? Podemos responder que de modo alguno eso puede ser aceptado, porque esa misma epístola a los Romanos y otra dirigida a los Gálatas demuestran rigurosamente que las observancias mosaicas son impotentes para obtener la salvación. Y la epístola a los Hebreos muestra que los sacrificios de la Antigua Alianza son apenas figuras del sacrificio de Jesucristo, único capaz de reconciliar a la humanidad decaída con Dios. El Apóstol de los Gentiles es categórico: “Mirad: yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada” (Gal 5, 2). Si no son aplicables al culto y a las observancias, ¿cuáles serían entonces esos dones y promesas irrevocables de Dios, de que habla san Pablo, y que por tanto permanecen aún hoy? En primer lugar y por encima de todo, los judíos están llamados, como todos los pueblos, a beneficiarse de la Redención. Ellos fueron, además, los primeros en ser llamados, pues Nuestro Señor reservó su predicación “a las ovejas perdidas de Israel” (Mt 10, 5-6). Por lo demás está prometido que ellos, como pueblo, aún se han de convertir antes del fin del mundo, conforme a las profecías de Oseas y de san Pablo: “Retornarán los hijos de Israel y buscarán al Señor, su Dios, y a David su rey. Acudirán con temor al Señor y a sus bienes en la sucesión de los días” (Os 3, 5); “El endurecimiento de una parte de Israel ha sucedido hasta que llegue a entrar la totalidad de los gentiles y así todo Israel será salvo, como está escrito: Llegará de Sión el Libertador; alejará los crímenes de Jacob; y esta será la alianza que haré con ellos cuando perdone sus pecados” (Rom 11, 25-27). Las numerosas conversiones de judíos al cristianismo y la formación de grupos de hebreos católicos son una anticipación del cumplimiento de esa promesa. Podemos rezar por esa intención, dirigiendo nuestras oraciones a Nuestra Señora de Sión: la hermosa invocación concebida por los hermanos Teodoro y Alfonso Ratisbona como nombre de la congregación que fundaron para la conversión de sus hermanos de raza.
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