“Virginis privilegium est, quod cum corpore suo in coelo vivit” (Hugo de San Víctor): Es un privilegio de la Virgen que su cuerpo esté ya reunido con su alma en el cielo. El texto que transcribimos a continuación fue tomado del libro “La Mariología de santo Tomás de Aquino”; escrito por un reputado canónigo y profesor de teología del seminario de Eichstätt, en Alemania. P. Franz von Paula Morgott * La vida verdaderamente angélica de la Santísima Virgen había sido desde el primer instante, una ascensión continua, una creciente de gracia en gracia, de virtud en virtud, de mérito en mérito: hasta que después del fin de su existencia terrenal, pasase por decirlo así sin interrupción a la gloria eterna. Piadosa creencia de la Asunción de María María terminó su existencia terrenal como los demás hombres así como lo reconoce la Iglesia en su liturgia. La virginal Madre del Salvador del mundo se sometió a la muerte para participar en todo de la suerte de su divino Hijo; no murió para pagar la deuda o sufrir el castigo del pecado sino para someterse al orden establecido por Dios y a una condición de la naturaleza humana que no tenía en su origen el carácter de penalidad. No fue una enfermedad corporal, sino el amor de Dios y la aspiración ardiente de reunirse a su divino Hijo los que poco a poco y sin dolor desataron su alma del cuerpo y apresuraron su fin. Ningún pensamiento humano podría medir la fecundidad y la fuerza de este amor ardiente que llenaba el alma de María así es que esta muerte no causó la disolución de su cuerpo sino que la gracia que previno el pecado, santificando a María en el instante mismo en que entraba a la vida, previno también toda disolución en el momento en que salió de este mundo. Inmediatamente después de haber exhalado su espíritu, la bienaventurada Madre de Dios entró en la bienaventuranza celestial; y por la virtud de Dios su cuerpo inmaculado liberado de toda disolución fue resucitado y reunido a su alma. […] Esta doctrina respecto de la Asunción del cuerpo de la Madre de Dios, […] tiene el mismo valor dogmático que la que concierne a su Inmaculada Concepción; y la antigüedad cristiana es unánime en afirmarla, la Iglesia la profesa y da testimonio de su fe por la celebración de una fiesta que se cuenta entre las más antiguas y solemnes, he aquí porqué los teólogos consideran la negación de esta doctrina como “[incompatible con la fe católica]”. La resurrección del cuerpo glorioso de María y la reunión de su cuerpo a su alma son un privilegio de la Santísima Virgen que se sigue lógicamente de los otros privilegios que había recibido; es el complemento necesario de una vida y de una naturaleza enteramente extraordinarias y sobrenaturales. Tal es el sentido que los Padres de la Iglesia han dado a la piadosa tradición relativa al fin de María; y tales son las ideas que los teólogos de la Edad Media han afirmado y demostrado para la instrucción de los siglos futuros. El pensamiento de santo Tomás de Aquino
Uno de los testigos más autorizados de esta doctrina es santo Tomás de Aquino (1225-1274): para establecer que María fue santificada desde el seno de su madre, se apoya en la relación que existe entre el principio de su vida y el hecho de su asunción gloriosa. La Escritura no habla ni del uno ni de la otra; pero dice el Doctor angélico, así como san Agustín declara, a pesar del silencio de la Santa Escritura que María fue llevada al cielo en su cuerpo, del mismo modo estamos autorizados a admitir sin el apoyo de los textos sagrados, que fue santificada en el seno de su madre. Santo Tomás en su Explicación de la salutación angélica (el Avemaría), establece que María, exenta de todo pecado, estuvo también exenta de la maldición del pecado, sobre todo, de la pena impuesta contra el hombre y la mujer condenados a la muerte y a la corrupción. “De esta pena —dice— estuvo María exenta, porque fue llevada al cielo con su cuerpo; porque creemos que fue resucitada después de su muerte y transportada al cielo”. Insiste en este pasaje en comparar la figura del Arca de la Alianza hecha de madera incorruptible tantas veces empleada por los Santos Padres, y por la Iglesia misma: cita las palabras por las cuales el profeta expresa el doble misterio de la resurrección de Jesucristo y de la de su santa Madre. “Levantaos, Señor; para entrar en vuestro descanso, vos y el arca de vuestra santificación” (Surge Domine, in requiem tuam, tu et arca sanctificationis tuae). En otro pasaje donde el Santo Doctor explica el sentido místico de este rito de la misa en que se hacen tres partes de la hostia consagrada, se une al sentimiento del Papa Sergio. He aquí la explicación: La parte que el sacerdote deja caer en el cáliz, representa el cuerpo resucitado del Cristo o el Cristo mismo y su Santa Madre, o de otros santos, si es que algunos hayan entrado ya corporalmente en la gloria eterna. Así es que considera la Asunción de María como una verdad tan cierta y tan generalmente admitida como la Ascensión del mismo Cristo. Del grado de gloría que tiene María en el cielo La gloria que tiene la Madre de Dios en el cielo, es incomparable, es incomprensible, tanto como su dignidad, sus méritos y su santidad. Sobre esta triple base podemos apoyarnos para ensayar el medir la inmensidad de esta gloria. Comencemos por la santidad. La grandeza de la gloria celestial comprende la abundancia de las gracias que se han recibido durante la vida. En efecto, la gloria y la gracia están entre sí en íntima relación; porque la gracia es el principio de la gloria, y la gloria es la consumación de la gracia. De donde se sigue que mientras más grande ha sido la gracia, más sublime debe ser también la gloria que le corresponde. Ahora bien, María poseyó desde el primer momento de su existencia una abundancia de gracias que correspondía a su sublime vocación: además, la acción liberal de Dios y la cooperación de María aumentándose sin interrupción acrecentaron sucesivamente el torrente de bendiciones como un río que recibe en su corriente nuevos afluentes. ¿Cuál debió ser el grado de gracia y de santidad de María aumentadas sin cesar hasta el fin de su vida? ¡Cuán grande es pues su gloria en el cielo! Puesto que ha excedido a todas las criaturas en gracia y en santidad, debe exceder también a todos los ángeles y los escogidos en bienaventuranza y en gloria. Los méritos de la Santísima Virgen Veamos ahora cómo los méritos de María, es decir, su fidelidad a la gracia formaron un tesoro más y más rico. Aquí tenemos un nuevo criterio para medir la gloria de María, puesto que la gloria es la corona del mérito; ahora bien, el mérito tiene una doble medida: la caridad y las obras.
Según santo Tomás, la grandeza del mérito se mide primeramente por la caridad y la gracia santificante, que son como las raíces de donde proceden nuestros actos meritorios; y como a estos actos corresponde una recompensa que consiste esencialmente en la posesión eterna de Dios, así es que poseerá a Dios del modo más perfecto que sea posible, aquel cuyas obras hayan sido hechas por la caridad más perfecta. La segunda medida del mérito, son las buenas obras, sea que se las considere en sí mismas, sea que se las compare a otras obras santas. Si queremos apreciar las obras de la Santísima Virgen según estos principios encontraremos que estas obras, consideradas en sí mismas, han sido inspiradas sin cesar por la caridad más pura y ardiente: considerando su grandeza y elevación, ¿qué cosa puede concebirse más grande que haber cooperado a la más grande obra de Dios, a la Encarnación del Verbo y a la redención del género humano? Si por otra parte comparamos los méritos de la Santísima Virgen a los de los otros santos, veremos que Ella los ha excedido a todos cuando estaba en el mundo, y por consiguiente debe superarlos también en la recompensa celestial. María adquirió el mérito de los ángeles por su vida toda angelical estando aún en la carne, porque la virginidad es hermana de los ángeles; puede reclamar también el mérito de los profetas, pues en su intuición profética había anunciado que todas las generaciones la proclamarían bienaventurada, y que recibirían la salvación del Hijo de Dios que es también su propio Hijo; no se le puede negar el mérito de los Apóstoles y de los Evangelistas puesto que ella ha enseñado a los santos Doctores; porque en efecto, entre los misterios que los apóstoles han revelado al mundo por medio de sus predicaciones y sus escritos hay muchos que no han podido conocer sino por comunicación de la misma Santísima Virgen. Tales son en particular el misterio de la Asunción, de la Encarnación milagrosa del Verbo por operación del Espíritu Santo, etc. Adquirió el mérito de los mártires, porque sufrió, como madre del crucificado, el suplicio infligido a su Hijo, y que ya se le había anunciado en estas palabras del anciano Simeón: “Una espada traspasará vuestra alma” (Lc 2, 36). Tiene el mérito de los confesores, porque en su cántico del Magníficat, profesa una humildad profunda y refiere toda la gloria a su Señor. Finalmente, tiene el mérito de las vírgenes, pues guardó una virginidad inviolable; así pues, se ve que María reúne en su persona los méritos de todos los ángeles y santos, y que debía superarlos a todos y ser su Reina en la bienaventuranza y en la gloria. La misma conclusión se desprende, si fijamos nuestra atención en la dignidad de María, que es Madre de Dios. Ahora bien, si la Madre del Rey no posee la misma gloria que el Rey mismo, sin embargo le conviene una gloria semejante en razón de la altura de su dignidad. María está pues elevada sobre los coros de los ángeles, está en el cielo a la derecha de su Hijo, participa del honor que se le tributa, en medio del esplendor de una gloria que no tiene superior sino la gloria divina; y ocupa el trono como la Reina, revestida de un manto resplandeciente de oro, es decir, radiante de la luz de la divinidad; no que participe de la naturaleza divina, sino porque está para siempre en posesión de la dignidad de Madre de Dios.
* Esta obra fue escrita con anterioridad a la proclamación del dogma de la Asunción de María, en 1950. Contiene ligeras adaptaciones.
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