PREGUNTA Muchas gracias por su respuesta sobre los inconvenientes psicológicos y morales de la práctica de ciertos deportes por mujeres y la exhibición pública en dichos eventos. Me pregunto si también sería oportuno criticar la excesiva importancia que ha adquirido el deporte en nuestra vida social. Me justifico. Basta comparar cuántas personas van a los estadios (o ven los campeonatos por televisión) cada semana con las que acuden a otras actividades de mayor nivel, como conciertos, exposiciones de arte, visitas culturales, etc. Me parece que, con la profesionalización del deporte, está dejando de ser recreativo para transformarse en un enorme negocio para jugadores, clubes y cadenas de televisión. Además de ser motivo de violencia entre aficionados, o al menos de propagación de vulgaridades como insultos y groserías que se lanzan unos a otros. ¿Qué piensa usted de todo esto? RESPUESTA
Comparto plenamente sus preocupaciones. En mi ministerio pastoral, he observado el daño creciente que la excesiva atracción por el deporte está causando en el alma de jóvenes y adultos. Entre los más jóvenes, cuando el deporte se convierte en una obsesión, solo piensan en el balón y en el próximo partido, descuidando sus estudios, así como su desarrollo espiritual mediante actividades culturales sanas y la práctica de la religión. Entre los adultos —especialmente los hombres— el deporte parece ser el único tema de conversación, y ver partidos o campeonatos constituye su única distracción, descuidando incluso a veces la vida familiar y la participación en actividades cívicas, políticas y sociales. En el pasado, el deporte se practicaba con más moderación, el interés por él ocupaba un lugar secundario en la vida de las personas y en la sociedad en general, lo que permitía el florecimiento de actividades más elevadas, no vinculadas al cuerpo sino al alma. En este contexto, el deporte tenía un papel benéfico y la Iglesia lo fomentaba. El cuerpo como templo del Espíritu Santo Como observa un reciente documento sobre el deporte, publicado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, el deporte puede calificarse como una constante antropológica: “El deporte es un fenómeno universal. Allí donde los seres humanos viven juntos, disfrutan jugando, disfrutan perfeccionando sus habilidades físicas o compitiendo entre ellos. Probablemente, a lo largo de la historia y en todos los lugares del mundo, las personas han practicado lo que hoy en día llamamos deportes” (cf. Dar lo mejor de uno mismo, sobre la perspectiva cristiana del deporte y la persona humana).
El apóstol san Pablo se sirve muchas veces en sus escritos de la imagen del atletismo, muy practicado por los griegos, para aplicarlo a la vida espiritual y a su propio apostolado. En la epístola a los Corintios, dice así: “¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio? Pues corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Cor 9, 24-25). Y en la segunda epístola a Timoteo, al compararse con los gladiadores de los circos romanos, afirma: “He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día” (2 Tim 4, 7-8). Una explicación teológica más profunda de la pertinencia de esta analogía la ofreció el Papa Pío XII en una audiencia con deportistas italianos el 20 de mayo de 1945, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. El Pontífice comienza destacando la razón de ser de nuestra naturaleza corpórea: “El cuerpo humano es, en sí mismo, la obra maestra de Dios en el orden de la creación visible. El Señor lo destinó a germinar aquí en la tierra, para florecer inmortalmente en la gloria del cielo. Lo ha unido al espíritu en la unidad de la naturaleza humana, para que el alma saboree el encanto de las obras de Dios, para ayudarla a contemplar en este espejo a su Creador común, a conocerlo, a adorarlo, a amarlo” (cf. Discorso di Sua Santitá Pio XII agli sportivi italiani in Discorsi e Radiomessaggi di Pio XII, vol. VII p. 54-63).
E insiste en que san Pablo nos conduce a una visión aún más elevada: “¿Acaso no sabéis —dice él— que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 19-20). Ahora bien, continúa Pío XII, “¿cuál es la función y la finalidad del deporte, sanamente y cristianamente entendido, sino cultivar la dignidad y la armonía del cuerpo humano, desarrollar la salud, el vigor, la agilidad y la gracia?”. En efecto, cuando el deporte es “practicado con moderación y consciencia, fortifica el cuerpo, lo hace saludable, fresco y vigoroso” y, para realizar esta obra formativa, el deportista “lo somete a una disciplina rigurosa y a menudo dura, que lo domina y lo mantiene verdaderamente en servidumbre”, lo que supone “entrenamiento hasta la fatiga, resistencia al dolor, hábito de continencia y severa templanza, condiciones indispensables para quien desea alcanzar la victoria”. De este modo, el beneficio del deporte practicado moderadamente “va más allá de la mera robustez física, para conducir a la fortaleza y grandeza morales” de las personas de carácter: “El deporte es un antídoto eficaz contra la molicie y la vida cómoda, despierta el sentido del orden y enseña el autocontrol, el dominio de sí mismo y el desprecio del peligro sin vanagloria ni pusilanimidad”. El cuerpo al servicio del alma
El Papa Pacelli pone como ejemplo a su predecesor, Pío XI, quien habiendo sido ordenado sacerdote practicaba alpinismo, con el fin de “fatigar sanamente al cuerpo para hacer descansar la mente y disponerla así a nuevas tareas, afinar los sentidos para adquirir mayor intensidad de penetración en las facultades intelectuales, ejercitar los músculos y habituarse al esfuerzo para temperar el carácter y formarse una voluntad fuerte y elástica como el acero”. Podemos concluir que el deporte tiene un fin próximo, educar el cuerpo, un fin remoto superior, que es ponerlo al servicio del alma, y un fin último que es acercar al hombre a Dios. Subsidiariamente, puede contribuir a fortalecer el compañerismo y la vida social. Por eso, desde hace muchas décadas, las parroquias y las asociaciones católicas ponen a disposición de los jóvenes centros deportivos donde pueden reunirse para practicar deporte en un ambiente sano que les aleja de distracciones inmorales. A estos beneficios tradicionales del deporte se añade hoy en día una ventaja para la salud pública. A partir de la revolución industrial, la humanidad se ha liberado de la mayor parte del ejercicio físico que antiguamente era necesario para desplazarse o realizar todo tipo de trabajos manuales. El reverso de la moneda es que la inactividad física inherente a la vida urbana moderna ha provocado una serie de problemas como las enfermedades cardíacas, la diabetes, la obesidad y la osteoporosis. De ahí la necesidad de compensar una vida sedentaria con el deporte, desde una edad temprana. Surge entonces un problema: ¿cómo saber si la práctica del deporte por parte de una persona o de un grupo social está siendo moderada y razonable o se ha vuelto exagerada? El secreto está en tener siempre presente que el deporte “no es un fin, sino un medio; como tal, debe estar y permanecer ordenado a su fin, que consiste en la perfecta y equilibrada formación y educación del hombre por entero”, nos enseña Pío XII. De modo que, el deporte “es una ayuda para el cumplimento diligente y alegre del deber, tanto en el trabajo como en la vida familiar” y evita caer en el “materialismo vulgar, ¡para el cual el cuerpo es todo el hombre!”, así como en aquella “locura del orgullo, que no se detiene en arruinar la fortaleza y la salud del deportista con un esfuerzo demencial, para conquistar la palma de la victoria en una competencia de boxeo o en una carrera, ¡y a veces lo expone temerariamente incluso a la muerte!”, como sucede con quienes aumentan su resistencia con anabolizantes y otras formas de dopaje. Solución: recristianizar la sociedad Y el Pontífice lamenta el fenómeno que denunciamos al comienzo de estas líneas, que ya había comenzado a configurarse hace casi ocho décadas: “En una lamentable inversión del orden natural, algunos jóvenes dedican apasionadamente todo su interés y actividad a reuniones y eventos deportivos, a entrenamientos y competencias, poniendo todo su ideal en la conquista de un ‘campeonato’, pero no prestan más que una atención distraída y aburrida a las necesidades fastidiosas del estudio o de la profesión. El hogar doméstico no es para ellos más que un hotel en el que paran de paso casi como extraños”. Otra dificultad que se ha agravado hasta el extremo en las últimas décadas es la tendencia de los jóvenes a tomar como modelo supremo de la persona humana a los grandes campeones deportivos, quienes, por cierto, ganan verdaderas fortunas y en muchos casos llevan una vida moral escandalosa. S.S. Juan Pablo II llamó la atención sobre este peligro, haciendo un llamamiento a los deportistas olímpicos: “Os están mirando los deportistas de todo el mundo. ¡Sed conscientes de vuestra responsabilidad! No solo el campeón en el estadio; también el hombre con toda su persona ha de convertirse en un modelo para millones de jóvenes que tienen necesidad de líderes y no de ídolos. Tienen necesidad de hombres que sepan comunicarles el gusto de lo arduo, el sentido de la disciplina, el valor de la honradez y la alegría del altruismo. Vuestro testimonio, coherente y generoso, puede impulsarles a afrontar los problemas de la vida con igual empeño y entusiasmo”. El documento del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida denuncia también el mal comportamiento de los aficionados en los espectáculos deportivos: “En algunos casos, los espectadores desprecian a los oponentes o a los árbitros. Este comportamiento puede deteriorarse y transformarse en violencia, ya sea verbal (cantando canciones odiosas o insultando) o física. Las peleas entre las aficiones rivales violan el fair play que siempre debería reinar durante los eventos deportivos. […] Incluso, los aficionados que no respetan a los atletas, también a veces los atacan físicamente o continuamente los insultan o los denigran. Esta falta de respeto a veces ocurre hacia los miembros del propio equipo cuando realizan una actuación mejorable”. Todos estos aspectos censurables del deporte moderno, especialmente en el ámbito profesional, son el resultado de la descristianización y consiguiente paganización de la civilización occidental, que ha arrebatado a los hombres la visión religiosa de la vida, la aspiración por los grandes ideales, el gusto por las cosas superiores del espíritu (la verdad, la bondad y la belleza) y el deseo de superación personal y de desarrollo de la propia personalidad. Para mantener un simulacro de vida individual y social, el hombre moderno —masificado, hedonista y materialista— ha recibido en compensación la posibilidad de alentar a su equipo o a su ídolo deportivo, en el estadio o frente a la pantalla del televisor, del mismo modo que los antiguos romanos decadentes eran mantenidos en la pasividad con la conocida receta populista de los dictadores: panem et circenses (“pan y circo”).
Para restablecer el equilibrio, primero hay que recristianizar la sociedad, de lo contrario todos los esfuerzos serán vanos. Una vez conseguido esto, se puede aplicar sin temores la receta que el mayor educador de la juventud, san Juan Bosco, daba a los sacerdotes de la congregación salesiana: “Debe darse a los alumnos amplia libertad de saltar, correr y gritar a su gusto. La gimnasia, la música, la declamación, el teatro, los paseos, son medios eficacísimos para conseguir la disciplina y favorecer la moralidad y la salud” (cf. El sistema preventivo). Que Nuestra Señora, María Auxiliadora, por quien Don Bosco profesaba una gran devoción, obtenga de su divino Hijo la victoria de la Iglesia Católica sobre sus enemigos, para que el mundo retorne a los cauces de la normalidad y de la santidad que rigieron en los tiempos de la cristiandad.
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