El carácter pintoresco y animado de la vida urbana, inspiración familiar de toda actividad laboral en la Edad Media, contrasta con la despersonalización que reina en las ciudades modernas y con el espíritu de lucha de clases tan frecuente en los sindicatos en la actualidad. Benoit Bemelmans Si algún día, querido lector, por la gracia de Dios, fuéramos conducidos por nuestro ángel de la guarda en un largo viaje al pasado, y acabáramos desembarcando en una ciudad europea del año 1200, nos encontraríamos ante un escenario imposible de ser imaginado por los hombres de nuestro siglo en toda su belleza y variedad. Acostumbrados como estamos a la vida moderna, gris, despersonalizada y mecanizada, nos veríamos envueltos en un ambiente muy diferente, impregnado de candor, fervor religioso, vigor y sentido del honor, por mencionar únicamente el aspecto espiritual. Solo entonces seríamos capaces de comprender lo que significa vivir en un ambiente tan acogedor, como el que se respira en el ámbito familiar, en el que las personas se tratan con delicadeza y dignidad, y en el que abundan también los aspectos pintorescos. Tendríamos entonces la misma sensación de alguien que respira aire puro por primera vez después de haber pasado el resto de su existencia atrapado en una caverna sombría y sucia. Y parece increíble que este modo de vida medieval haya sido calificado de “túnel de la historia” por sus detractores revolucionarios. Pero, dejemos estos comentarios a un lado y demos un pequeño paseo por la calle en la que nuestro ángel nos dejó… Calles con una animación ausente en las de hoy El espectáculo de la calle medieval parecía hecho a propósito para deleitar la vista de los transeúntes. Sobre un fondo de cuadro de fachadas bellamente enmarcadas y pintadas con buen gusto —pues hasta las catedrales estaban deslumbrantemente coloreadas por dentro y por fuera—, la gente paseaba vestida con ropas de vivos colores: rojos, ocres y azules contrastaban con las togas oscuras de jueces, abogados, médicos y maestros, los hábitos marrones, blancos, negros o grises de frailes y monjes, o el alto velo resplandeciente de blancura, fijado encima de los sombreros en punta de las damas. Uno u otro hidalgo, a veces de escasos recursos, pasaba acompañado de su escudero, ambos con el blasón de armas estampado en sus trajes, cabalgando sobre monturas cubiertas a su vez de telas de alegres tonos. No se trataba solo de la ropa que usaban en los días festivos o de la gente adinerada; incluso en la vida cotidiana, la gente sencilla se vestía con ropas de buen gusto y colores vistosos. Cuando contemplamos las miniaturas, los tapices, los frescos o las vidrieras que han llegado hasta nosotros, siempre encontramos esta marca distintiva de la Edad Media, una fascinante riqueza de variados coloridos. Cada profesión, una gran familia
Uno de los elementos esenciales de la vida urbana era la organización del trabajo. La concepción medieval tomaba como modelo la estructura familiar; patronos, artesanos y aprendices se reunían sobre la base de la fe y de la solidaridad que surgía naturalmente del ejercicio de una misma profesión. El patrón, llamado maestro, era concebido como un padre, y el recién llegado, el aprendiz, era tratado con el cariño que se tiene hacia el hijo menor, una concepción radicalmente opuesta a la lucha de clases de la época contemporánea, que concibe una oposición necesaria entre obreros y patronos. Así se vivía el doble principio de fidelidad-protección, tan propio de la Edad Media, por el cual el superior cuidaba con paternal desvelo al inferior y este le correspondía con afecto y fidelidad. Las corporaciones de oficios eran asociaciones libres, que obedecían únicamente a las leyes creadas por ellas mismas, que protegían y favorecían a los más débiles: cada maestro solo podía tener un aprendiz a la vez, con el fin de dedicarse a su formación; inspectores de la propia corporación verificaban las condiciones de vida y de trabajo del aprendiz y de sus compañeros (los antiguos aprendices, ya convertidos en artesanos, ayudantes del maestro). El maestro tenía las obligaciones de un padre, pues era responsable no solo de la formación profesional, sino también de la educación y el comportamiento del aprendiz. La normativa castigaba severamente a cualquiera que, dentro de la corporación, intentara desviar a la clientela de otro colega. La única competencia legítima era la de la calidad: por el mismo precio, cada uno intentaba hacerlo mejor. El artesano medieval ejercía, en cierta medida, el culto a su trabajo, que estimaba y reverenciaba. Los zapateros, por ejemplo, se denominaban a sí mismos “la profesión noble” y se jactaban del proverbio “el hijo de un zapatero es un príncipe heredero”. La noción de la propia dignidad y el legítimo orgullo de la propia posición, por humilde que fuera, constituía otro rasgo característico de la mentalidad medieval. Cada corporación disponía de un fondo para ayudar a sus miembros enfermos, ancianos o desempleados; algunas de ellas les ayudaban incluso en sus desplazamientos. Las corporaciones de oficios eran un centro vivo de fe, de auxilio mutuo, cuyas actividades se desarrollaban en un ambiente de concordia y alegría, todo lo contrario de las condiciones de trabajo que hoy conocemos. En las ciudades, una animación pintoresca Cada barrio, acaso cada calle, tenía su propia fisonomía. Las calles, escenarios de gran animación, formaban parte integrante de la vida cotidiana. Los comerciantes vendían sus productos al aire libre, bajo un toldo; el medieval, gran apasionado por la luminosidad, aprovechaba al máximo la luz del día y le complacía poder examinar en plena calle los productos que pretendía comprar. Todos, desde el zapatero hasta el tejedor, pasando por el peluquero o el cambista, trabajaban y vendían en la calle o frente a ella; la vida se extendía fuera de las casas. A todo ello se añadía el fondo sonoro típico de la época: la sierra del carpintero, el martillo del herrero, los gritos rítmicos de los barqueros que remontaban el río, las mercancías que se subastaban en la plaza pública o un pregonero que leía un aviso judicial, un vendedor que anunciaba sus mercaderías o, frente a la taberna, una voz enérgica que alababa el vino que se ofrecía y presidía la degustación en la acera. El escenario característico de la calle medieval, con sus casas de vigas aparentes y esculpidas, con los letreros de fierro forjado de las tiendas, con sus curvas llenas de imprevistos, de poesía y de encanto, que de pronto daban lugar al magnífico portal de una iglesia o, en medio de la superposición de tejados, a la torre de la catedral, simbolizando en el trazado exterior de los edificios, la conmovedora familiaridad del pueblo católico.
En la raíz, el espíritu religioso La voz de las campanas ritmaba la vida de la ciudad con las Avemarías por la mañana, a mediodía y por la tarde, repicaba los días de fiesta, tocaba a rebato cuando había algún peligro, llamaba a la población en caso de incendio, anunciaba las muertes con el toque de difuntos. Y convocaba al pueblo o al consejo de notables a las asambleas generales, hasta que llegaba la noche y se escuchaba el toque de queda. Entonces se trancaban las puertas de la ciudad, las tiendas guardaban sus mercaderías y todos, cerrando sus casas, se reunían en familia al abrigo de gruesas paredes. Las calles quedaban vacías y solo permanecían encendidos los pequeños faroles de las esquinas, que parpadeaban noche y día ante las imágenes de la Santísima Virgen y de los santos, o las cruces erigidas en las intersecciones de las vías públicas.
Nota.- La principal fuente bibliográfica consultada para el presente artículo es la obra de Régine Pernoud: Lumière du Moyen Age, Editions Bernard Grasset, París, 1944.
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