En la sección «S.O.S. Familia» del mes de febrero pasado, publicamos algunos pasajes escogidos del libro «El espíritu de familia en el hogar, en la sociedad y en el Estado», de Mons. Henri Delassus (1836-1921), sobre el designio del divino Creador para la institución familiar, en la génesis de la civilización. A continuación, el escritor católico anti-modernista nos hace ver que los Estados, en la medida que reflejan en mayor grado a la familia bien constituida, florecen; y en la medida que se apartan de ese principio, resbalan hacia el caos. * * * La familia no es solamente el elemento fundamental de cualquier Estado, sino también su elemento constitutivo, pues la sociedad regularmente organizada no se compone de individuos, sino de familias. Hoy, sólo los individuos cuentan, y el Estado sólo reconoce a ciudadanos aislados, lo que es contrario al orden natural. “El Estado —lo dijo muy bien Savigny— una vez formado, tiene por elementos constitutivos las familias, no los individuos”.1 Antiguamente lo era así. Lo demuestran claramente los empadronamientos, en que se contaban no las personas, sino los fuegos, es decir, los hogares; cada hogar era considerado el centro de una familia, y cada familia era dentro del Estado una unidad política, jurídica y también económica. Buisson afirmó: “El deber de la Revolución es emancipar al individuo, la persona humana, célula elemental orgánica de la sociedad”. Ese es, en efecto, el objetivo que la Revolución pretende alcanzar, pero que conduce nada menos que a la desintegración de la sociedad. El individuo es apenas un elemento de la célula orgánica de la sociedad, o sea, de la familia. Separar sus elementos, en aras del individualismo, es quitarle la vida, y volverla impotente para cumplir su papel en el organismo social, como le sucedería a los seres vivos con la separación de los elementos de la célula vegetal o animal. Esto era tan evidente en la antigua Roma, que el Estado sólo reconocía a las gentes, y para obtener una situación legal era necesario ser miembro de una de esas corporaciones. “El hijo de familia emancipado —dice Flach— el esclavo liberto, los extranjeros llegados a Roma en búsqueda de asilo, debían someterse a un jefe de familia”.2 Así era en Francia en la alta Edad Media: “No había lugar para el hombre aislado —dice el mismo autor— y si una familia decae o se disuelve, los elementos que la componen deben agregarse a otra. No encontrar semejante asilo significa la muerte”. En los mejores ápices de la historia de los pueblos, la familia fue siempre un factor de unidad social. La democracia 3 actual, para desgracia nuestra, quiere substituirla por el individuo. Las familias son los pilares del Estado Reencontramos aquí las grandes leyes que Dios estableció al tiempo de la creación del hombre, en la sociedad primitiva, para que continuasen rigiendo las sociedades humanas, cualquiera que fuese el desarrollo que éstas alcanzasen. Dice De Bonald: “Existen leyes para las hormigas y para las abejas. ¿Cómo es posible creer que ellas no existan para la sociedad de los hombres, y que ésta tenga que ser abandonada a los caprichos de algunos?” 4 Así pensó Rousseau. Se puso a imaginar para los Estados leyes diferentes de las que les dio el Creador; y los “demócratas”, sus discípulos, esforzándose por aplicar sus lecciones y construir los Estados sobre la igualdad en oposición a la jerarquía, sobre la libertad en oposición a la autoridad, y sobre la independencia recíproca en oposición a la unión, sólo consiguen destruirlo, y destruirlo por la base. Si los pueblos son constituidos apenas de familias vivas, y si las leyes impuestas por Dios a la familia deben ser las leyes de cualquier sociedad, es necesario que los Estados reproduzcan en sí, de algún modo, el modelo primitivo. Los historiadores están de acuerdo en este punto. “Los griegos y los romanos —dice el P. Fleury— tan famosos por la sabiduría de este mundo, aprendían la política gobernando sus familias. La familia es una imagen del Estado en grado pequeño. La política consiste siempre en conducir a los hombres que viven en sociedad”.5 Jean Bodin afirma en su obra ya citada: “La familia es el recto gobierno de varios individuos bajo la obediencia de un solo jefe. La república es el recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, por un poder soberano. Es imposible que la república prospere si las familias, que son sus pilares, fuesen mal constituidas”.6 León XIII enseña la misma verdad: “La familia es la cuna de la sociedad civil, y es en el reducto del hogar que se prepara, en gran parte, el destino de los Estados”.7 En otro documento afirma: “La sociedad doméstica contiene y fortifica los principios y, por así decirlo, los mejores elementos de la vida social. Por lo tanto, de ello depende en gran medida la tranquilidad y prosperidad de las naciones”.8 Es pues, con razón, que De Bonald dice: “Cuando las leyes de la sociedad de los hombres son olvidadas por la sociedad política, las encontramos en la sociedad doméstica”.9
Rey: padre de los padres Viollet definió así el carácter de la antigua monarquía francesa: “La autoridad del rey era más o menos igual a la del padre de familia; pues el poder patriarcal y el poder real tienen un origen muy semejante”. E insistiendo en la misma idea, concluye: “Es patente que el rey ejerce el papel de un jefe de familia patriarcal”.10 Como el padre de familia, el rey también era en el reino la fuente de justicia. Summum justitiae caput... Ésta es la más importante misión del rey. Él es el justiciero pacificador, el apaciguador de las discordias, el guardián de las libertades y de la paz pública, que pasó a llamarse la paz del rey... Oía a los descontentos como un señor oye a sus vasallos, o un padre a sus hijos. Es, pues, muy cierta la observación de Funck-Brentano: “Nada más difícil para un espíritu moderno que imaginar lo que en la antigua Francia significaba la persona del rey y cuáles eran los sentimientos que le devotaban sus súbditos”.11 Se decía habitualmente que el rey era el padre de sus súbditos; estas palabras correspondían a un sentimiento real y concreto, tanto por parte del soberano como de la nación. La Bruyère, siempre tan preciso en aquello que escribe, afirma: “Llamar al rey padre del pueblo es menos un elogio que una definición”.12 Y Tocqueville observa: “La nación tenía por el rey, al mismo tiempo, el afecto que se tiene por un padre y el respeto que sólo se le debe a Dios”.13 Hablando sobre la función de la realeza francesa, Frantz Funck-Brentano dice: “Aunque de modo instintivo y subconsciente, el rey seguía siendo en el alma popular como el padre junto al cual se va a buscar apoyo y albergue. Era hacia él que, a través de los siglos, se volvían todas las miradas en caso de aflicción o necesidad”.14 En efecto, las sociedades que guardan el espíritu familiar, porque permanecen sumisas a las leyes de la naturaleza, prosperan, por así decirlo, necesariamente: “Nunca en la Historia – dice Funck-Brentano– esta ley general fue desmentida: mientras una nación se rige por los principios constitutivos de la familia, florece; a partir del día en que se aparta de las tradiciones que la criaron, la ruina está próxima. Aquello que sirve para fundar las naciones sirve también para sustentarlas”.15 Notas.- 1. Cf. Friedrich Karl von Savigny, Histoire du Droit Romain, Ed. Firmin Didot, París, 1855, 8 vols.
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