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Según la enseñanza de la Iglesia, el amor y el temor de Dios son virtudes. Y como entre las virtudes no puede haber antagonismo ni contradicción, ni el amor excluye el temor, ni el temor excluye el amor. Más aún. Ambas virtudes son esenciales para la salvación. Si no se comprende a un santo sin amor de Dios, igualmente no se comprende a un santo sin temor. Se puede afirmar que el amor es una virtud más alta que el temor. Se puede afirmar que estas virtudes influyen en proporciones diferentes en cada alma, conforme su modo de ser y las vías de la gracia. Pero abstraer una virtud bajo el pretexto de estimular otra, callar sobre el temor para desarrollar el amor, o viceversa, es normalmente infligir a las almas un irremediable perjuicio.
Ahora bien, tiempo hubo en que la piedad de los fieles, profundamente equilibrada, estimó debidamente el amor y el temor, de ahí un reflejo muy proporcionado de uno y de otro en la oratoria sagrada, en el arte, en la literatura religiosa. Con el correr del tiempo, el jansenismo acentuó hasta la exageración y el delirio, el papel del temor. Reaccionando contra esta exageración, santos, teólogos, predicadores, escritores, insistieron a porfía en el papel del amor. Inútil es decir cuántos tesoros de la gracia, de sabiduría teológica y pastoral, de belleza artística, fueron así engendrados en la Santa Iglesia, por lo que ésta tenía de más representativo y mejor. Se aplicó así el sabio principio estratégico según el cual, siempre que se pronuncia una exageración en un sentido, se debe insistir en el sentido opuesto. Seamos de nuestro tiempo. Apliquemos este principio a nuestros días. ¿De qué lado está la exageración? ¿Del lado del amor? ¿Del lado del temor? Nos parece que el hombre contemporáneo no peca por el exceso, ni de amor, ni de temor. Muy por el contrario, olvidado de Dios, encharcado de laicismo, de naturalismo y de indiferentismo, no se incomoda con Dios, sea para amarlo, sea para temerlo. De ahí, en esta carencia total de amor y de temor en los hombres, el remedio esté en llamar a Dios por la atracción de una u otra de estas virtudes. Pues el temor, también el temor atrae a Dios: el inicio de la Sabiduría es precisamente el temor. * * * Para este fin, cuánto puede auxiliar el arte religioso, maravilloso medio para mostrarnos cómo amar y cómo temer a Jesucristo Nuestro Señor. En la famosa capilla Scrovegni, en Padua, el pincel inmortal de Giotto nos dejó este Cristo Escarnecido, admirable representación de la paciencia del Divino Maestro. Su Faz adorable está bárbaramente herida. Manos sacrílegas jalan de sus cabellos y barba. La corona de espinas, emblema irrisorio de su realeza, le ciñe la frente venerable. Pero Jesús, con la mirada baja, como que no ve a sus enemigos, ni siente el extremo de la afrenta sino para sentir una tristeza sin fin. Es bien el dulcísimo Salvador, que todo lo sufre de corazón manso y humilde para redimirnos. * * *
“¿Judas, con un beso traicionas al Hijo del hombre?” En el momento memorable de este beso infame y de esta pregunta terrible los dos rostros estaban próximos. Giotto figura la escena en otro cuadro de la misma capilla. Judas: con la frente baja, carne flácida, mirada esquiva, nariz vulgar, labios asquerosamente muelles y desparramados, revela en su todo una infamia inexpresable. Jesús: noble, de una superioridad infinita, de una elevación moral inefable, lo ve fijamente con una mirada en la que hay un dulce destello de amor, una censura, una severidad, una repulsión sin fin. Pobre y miserable Judas, que no quiso abrir su alma, ni al amor ni al temor que esta mirada suscitaba, a que la pregunta melancólica y pungente convidaba. Y porque su alma resistió a todas las invitaciones del amor y del temor, caminó del huerto para el deicidio, y del deicidio para la desesperación...
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