Anticipo del triunfo del Corazón Sapiencial
Luis Dufaur ¡Qué grata, sutil, sobrenatural, grandiosa e inolvidable acogida aguarda al peregrino que se aproxima a la gruta de Lourdes! Final del otoño. La neblina nocturna, ya profunda, envuelve el conjunto monumental del Santuario. La helada garúa se adhiere a la piel. Pequeños grupos de peregrinos, enfermos y sanos, de todas las edades, razas, pueblos y lenguas afluyen por calles y accesos diversos, degustando de antemano la dulce e indecible bendición que hace de Lourdes el mayor polo de atracción marial del mundo. Cruzando el río Gave, se entra en la explanada del Santuario por el portón de San Miguel. Sobre el puente, una impresión acude al espíritu: se diría que las personas son otras. Avanzan con paso calmo y decidido, sereno y con confianza, llenas de fe. Como si ese encanto misterioso de Lourdes reavivase también en ellas, sobrenaturalmente, el amor a la compostura, al buen gusto, a la dignidad y el respeto. Al pie de la letra, el movimiento no cesa las 24 horas del día. Se puede llegar en lo más alto de la madrugada, y siempre se encontrará gente. Me contaron testigos que, en el auge del invierno, el viento que sopla de las cumbres de los Pirineos hace imposible cualquier presencia ante la gruta. Pero, apretados unos a otros, los fieles se concentran en ella, y ahí quedan rezando día y noche, día y noche. El afecto de la Virgen Inmaculada La cacofonía de la vida moderna, con sus disgustos y tragedias, la agitación enervante de las ciudades, el ritmo frenético, las ansias angustiadas, las contradicciones y decepciones con los demás, nos dejan cotidianamente la deprimente idea de que los hombres en general han perdido la compostura. ¡Y cuánto de verdadero tiene este pensamiento! Sin embargo, en Lourdes se tiene un pregusto de cómo será la humanidad regenerada por el triunfo del Corazón Sapiencial e Inmaculado de María prometido en Fátima, después de los castigos previstos por Ella en aquellas apariciones. Se descubre que, por la participación en el espíritu de Nuestra Señora, es posible una armonía y una sublimidad en esa relación: un entrelazamiento jerárquico, paterno y filial, noble y bondadoso, que en esta Tierra parecería imposible encontrar. Alrededor de la gruta de Lourdes, hay como que una campana de cristal sobrenatural, que filtra las influencias de la Revolución gnóstica e igualitaria que todo lo tizna y degrada en nuestra época. Y suavemente hace brotar en las personas un fondo bueno que habitualmente gime aplastado. Es una acción profunda y discreta de la cual sólo la Santísima Virgen guarda el secreto. Ella es el alma de la Contra-Revolución.1
Una ventana al Cielo Un instinto misterioso conduce al neófito rumbo a la gruta. Los carteles indicadores son inexistentes e innecesarios. Los guardias son escasos y no tienen trabajo. La multitud es ordenada, compuesta y fervorosa. Todo está pulcro y bien conservado. Grupos de peregrinos convergen hacia el lugar de las apariciones. Unos rezan en grupo o aisladamente, en voz alta o baja; otros cantan. Los demás caminan en actitud recogida, o con ávida curiosidad, hasta el centro irradiador de esa unción que todo lo envuelve maternalmente. No hay bullicio ni pesado silencio. Hay una plenitud de vida armoniosa, impregnada de sobrenatural, que cautiva. Algunos llegan acompañados de un sacerdote. La inmensa mayoría viene por iniciativa propia. ¿Qué los llevó hacia allá? ¿Qué fue lo que la gracia le dijo al alma de aquel peregrino australiano, japonés, peruano o sudafricano, para que vengan de todos los rincones de la Tierra a Lourdes, con tanta consonancia de espíritu? A la derecha de quien llega, el caudaloso río Gave corre impetuosamente, emitiendo un leve murmullo, imagen material de aquel torrente de gracias que allí actúa tan poderosa y discretamente en las almas. A la izquierda, los numerosos grifos donde los peregrinos cogen y beben el agua de la fuente abierta por Santa Bernardita por orden de Nuestra Señora. En seguida, la gruta de las apariciones. ¿Cómo describirla? Es difícil. Nada hay en ella que no se parezca a una concavidad más, labrada en la roca por el viento y las aguas. Sin embargo, mirándola, se tiene la impresión de contemplar una ventana que se abre directo hacia el Cielo. En lo alto, a la derecha, en una especie de túnel abierto en la roca, la famosa imagen de Nuestra Señora de Lourdes, tan simple, sin mérito artístico especial, irradiando un océano de gracias. En la esquina inferior a la izquierda, en el fondo, la fuente que Santa Bernardita cavó con sus propias manos por orden de la Santísima Virgen. El agua corre límpida, incesante, con la musicalidad reconfortante de un modesto manantial serrano. Es el agua de Lourdes, simple instrumento del que Nuestra Señora se sirve para vencer la enfermedad y el pecado, la lubricidad igualitaria de la humanidad que rechazó la Civilización Cristiana. ¡Qué contraste! ¡Qué gloria, qué poder de la Santísima Virgen! ¡Toda la obra de impiedad erigida durante siglos de Revolución, vencida por la Reina de los Cielos y de la Tierra con un simple hilo de agua! Imagen de la eternidad De los fieles, ¿qué decir? Entra un empresario italiano bien vestido; se arrodilla una chinita maravillada; desfila una delegación de polacos todavía marcados por la tragedia comunista; cantan los españoles; un matrimonio inglés se inclina reverente; una mujer de ébano besa el suelo emocionada; una familia norteamericana no sabe dónde poner todas las velas que trajo. Arrodillados, de pie o sentados en las bancas, quedan en silencio, mirando hacia esa gruta que es puerta del Cielo, con el aire de inocencia y de paz de su primera comunión.
Cosa paradojal: el tiempo allí parece no pasar. Como si por un instante hubiésemos ingresado en la eternidad. Se desvenda ante el peregrino un panorama sin fin de atractivos celestiales, sublimes y temperantes, cambiando siempre deliciosamente de matices, que seduce, atrae, y al mismo tiempo va curando las llagas del alma y también del cuerpo. La multitud pasa, tocando con sus manos toda la extensión de la gruta, besando compungida el húmedo granito, agradecida por esa restauración interior inefable. Cerca de 2000 curaciones fueron declaradas, oficialmente, inexplicables por la medicina. Muchísimas otras curaciones físicas y morales fueron obradas por la Madre de Dios, aunque no registradas en virtud de la naturaleza del problema, por falta de un proceso médico o circunstancias diversas. Sin embargo, cuántos y cuántos enfermos pasaron también por allí y no fueron curados, pero nunca se oyó decir que alguno de ellos se haya declarado engañado, decepcionado o desesperado. Por el contrario, cuando pueden, vuelven esperanzados. Pues aquella acción de Nuestra Señora en lo más hondo del alma tiene un no sé qué de restaurador, que vale más que la misma curación física, y deja a todos encantados, llenos de la sensación de haber sido ampliamente atendidos. Fiesta de la Inmaculada Concepción El 8 de diciembre es el día de la conmemoración de la Inmaculada Concepción, especialmente relacionada con Lourdes. La Santísima Virgen se apareció el 11 de febrero de 1858 para confirmar aquel dogma, proclamado solemnemente algunos años antes por el bienaventurado Papa Pío IX, para entusiasmo de la Cristiandad y humillación de la iniquidad anticatólica. Una procesión excepcional es organizada a las nueve de la noche, sobre el hielo. Nadie falta a ella y el cortejo con velas se pone en marcha, saliendo de la gruta sagrada, recorre toda la explanada y culmina delante de las basílicas. Acostumbrados a recibir siempre malas noticias provenientes del progresismo, que lamentablemente penetró en la Santa Iglesia, oímos, con sorpresa y agrado el Padrenuestro y el Gloria del rosario rezados en latín. El cortejo respondía en coro, en aquel idioma, como si fuese su lengua materna. Las Avemarías eran rezadas en las lenguas de los grupos numéricamente más numerosos. Después de cada misterio, se canta el conocidísimo himno El 13 de Mayo, cuya letra difería según los diversos países. A la hora del Ave, Ave, Ave María, la multitud se estremece, levanta las velas y reza al unísono. En aquel momento, se diría que la obra de la Santísima Virgen en los corazones borra los efectos de la maldición de la torre de Babel. Prefigura del Reino de María En el instante de la bendición final y de la Salve Regina, cantada en gregoriano, hay dificultad en contener el entusiasmo de la multitud que quiere tocar la piadosa imagen que preside la procesión.
El frío había transformado la nieve en hielo y el aire presentaba una pureza extraordinaria. Brillando en lo alto de un escarpado morro, la formidable fortaleza medieval de Lourdes, toda iluminada de luz dorada, completaba el panorama. Evocaba una era en que la Cruz y la espada se unían a los pies de la Virgen Inmaculada, aplastando eternamente la cabeza de la serpiente. El espectáculo de la procesión en la monumental explanada hace pensar en aquella otra procesión —cuán mayor y más esplendorosa— que, como anhelan tantos fieles, podrá inaugurar el Reino de María, después del advenimiento de los tremendos acontecimientos previstos en Fátima, adecuados a purificar la Tierra. El último adiós Temprano por la mañana, dimos nuestro último adiós a la gruta. Era aún de noche. Más tarde, percibiríamos que los alrededores estaban blancos debido a la nieve, y que el paso de los Pirineos se encontraba bloqueado. Sin embargo, el flujo de los devotos de la Santísima Virgen no cesaba. Muchos eran los que partían, y sus oraciones continuaban. Pero aún eran muchos los que llegaban. ¡Misterio de la acción de María en las almas! La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, seguida del movimiento inaugurado por Nuestra Señora en Lourdes, fue para el mundo entero, como lo resaltó el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, el “primer marco del resurgimiento contra-revolucionario”. “En Lourdes, como estruendosa confirmación del dogma, Nuestro Señor hizo algo nunca antes visto: instaló en el mundo el milagro, por así decir, en serie y a título permanente. Se diría que la humanidad entera sufre violencia, que está siendo puesta en una horma que no conviene a su naturaleza, y que todas sus fibras sanas se contuercen y resisten. Hay una aspiración inmensa por algo diferente, que aún no se sabe qué es. Pero, en fin —hecho tal vez nuevo desde que, en el siglo XV, comenzó la declinación de la civilización cristiana— el mundo entero gime en las tinieblas y en el dolor, precisamente como el hijo pródigo cuando llegó a lo último de la vergüenza y de la miseria, lejos del hogar paterno. En el mismo momento en que la iniquidad parece triunfar, hay algo de frustrado en su aparente victoria. Nuestra Señora ha alcanzado para nosotros los más estupendos milagros. ¿Esta piedad se habrá extinguido? ¿Tienen fin las misericordias de una Madre, y de la mejor de las madres? ¿Quién osaría a afirmarlo? Si alguien dudase, Lourdes le serviría de admirable lección de confianza. La Virgen nos ha de socorrer. En realidad Ella ya comenzó a socorrernos. Los días del dominio de la impiedad están contados. La definición del dogma de la Inmaculada Concepción marcó el inicio de una sucesión de hechos que conducirá al Reinado de María”. 2 Notas.- 1. Cf. Plinio Corrêa de Oliveira, Primer marco del resurgimiento contra-revolucionario, en Catolicismo, febrero de 1958, n° 86.
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