Nuestra Señora nos enseña cómo enfrentar aquello que nos contraría, Valdis Grinsteins
Para aplicar una expresión corriente al episodio de la pérdida del Niño Jesús en el Templo, diríamos que “las cosas no podrían ser peores”. Parecería que tal frase en nada se aplica a la Sagrada Familia, pero ella expresa en lenguaje popular lo que pensamos cuando las contradicciones y los problemas se acumulan sobre nosotros. No es sólo un hecho que sucede, sino que varios se superponen unos a los otros; y todos, por así decir, en la dirección equivocada. Todos pasamos por días en que todo nos salió mal. Si tenemos un compromiso importante —por ejemplo, un examen en la universidad—, exactamente ese día el despertador no funciona, el ómnibus se malogra, está lloviendo, etc. Cosas así le suceden a todos los hombres y a algunos hasta con cierta frecuencia. ¿Por qué Dios permite días así? Generalmente es para enseñarnos que, no obstante el libre arbitrio que poseeremos hasta el fin de la vida, no somos completamente independientes, y que a pesar de las apariencias no lo dominamos todo ni somos señores absolutos de nuestra vida. Ésta es una manera amorosa en que Dios actúa a fin de que nos volvamos hacia Él y le pidamos ayuda. La voluntad de Dios y la nuestra Por ser una criatura racional, al hombre le es difícil aceptar aquello que es contrario a su voluntad. Nuestra sensibilidad hace con que deseemos algo con vehemencia; pero nuestra voluntad no es la reina de los acontecimientos. Al contrario, en el Padrenuestro todos los días rezamos “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Y muchas veces la voluntad de Dios es una, y la nuestra otra. Hasta por motivos que pueden ser lícitos. Una persona quisiera ganar más dinero para mantener mejor a su familia, pero Dios puede tener otro designio, enviándole una cruz cuyas ventajas se mostrarán en determinado momento. Precisamente para educarnos en esta materia es que existe la virtud de la resignación, o sea, la capacidad de aceptar las adversidades de la vida. Muchas personas son capaces de grandes esfuerzos, pero cuando llega la hora de la resignación, no soportan la contrariedad; y lamentablemente, muchas veces, hasta de modo rebelde. En general, quienes tienen gran dinamismo, gran personalidad o capacidad de liderazgo, si no gozan de una completa sumisión a Dios, encuentran especial dificultad en practicar esta virtud. Pero María Santísima, que es modelo de personalidad, de decisión y determinación, nos enseña cómo hacerlo.
La pérdida del Niño Jesús La Sagrada Escritura nada nos dice a respecto de la vida de Nuestro Señor en el período entre su regreso de Egipto a Nazaret y el episodio de la pérdida en el Templo, lo cual indica una continuidad en su vida santa. No es que no realizara maravillas, pues Él era Dios, pero indica que había un comportamiento que no variaba. Indudablemente era obediente con sus padres, los ayudaba y consolaba. Como todos los años, la Sagrada Familia iba al Templo de Jerusalén para la celebración de la Pascua. Eso requería de varios días, pues la distancia es de unos 105 kilómetros. Según la costumbre de la época, los hombres viajaban al frente y en la retaguardia, para proteger la caravana; las mujeres, niños y las personas no aptas para la defensa viajaban al medio. En aquella época se consideraba la mayoría de edad a los 20 años. Las personas entre 12 y 20 años tenían una situación intermedia entre niño y hombre. Los jóvenes podían ir con los hombres, al frente de la caravana, o con sus madres al centro, de acuerdo a las necesidades. Jesucristo, que tenía 12 años, podía estar con San José o con su Santísima Madre, al regresar de Jerusalén. Cada uno de ellos, en su humildad, pensaba que Nuestro Señor ciertamente estaría con el otro. Para San José, era evidente que el Niño Dios estaba con su Madre. Sin embargo, para Ella, era razonable que el Niño Jesús, habiendo llegado a una edad conveniente, podía mostrar su madurez yendo con su padre legal. Al llegar al lugar de descanso, San José y María Santísima constatan que el Divino Infante no estaba en la caravana. La sorpresa debe haber sido atroz. Sabiendo que Él era Dios, la primera cosa en que pensarían: “Si Él nos dejó, es porque no le merecemos”. Es de suponer que la perplejidad de los castos esposos haya sido completa e inesperada. ¿Por qué no avisó? ¿Por qué no dijo que se iba a quedar? Si deseaba rezar o hacer otra cosa, es obvio que sus padres estarían de acuerdo. Bien podemos imaginar que también los asaltarían dudas terribles. Ellos sabían que Jesucristo iba a redimir al género humano, pero no sabían cómo ni cuándo. Las Sagradas Escrituras indicaban una muerte cruel. ¿Será que permitió ser raptado y asesinado, para así cumplir su vocación? ¿Será que Él, por el contrario, antes de la Redención, no se aislaría en un lugar desértico, y nunca más volverían a verlo? ¿Será que...? En el sentido más literal de la palabra, eso es una contrariedad. Nada podría ser más contrario a los deseos y esperanzas de la Santa Virgen. Y fue en ese momento que Ella nos mostró cómo practicar la virtud de la resignación. No se quedó sin hacer nada, no se rebeló, no cayó en llantos inútiles o recriminaciones injustas. Al encontrar a su Hijo, Ella dijo que lo buscaban “angustiados” (Lc. 2, 48), lo que se refiere a ellos mismos, pero no emite un juicio sobre la acción por Él realizada. Ellos comenzaron por buscarlo entre sus parientes. Pero, muy simbólicamente, allí no lo encontraron, pues muchas veces no encontramos a Dios donde más desearíamos que Él estuviese. Después de tres días de incesante búsqueda, lo encontraron en el Templo, discutiendo con los Doctores de la Ley.
Parecería que, habiendo encontrado al Niño Jesús, acabarían las contrariedades, y con eso la posibilidad de practicar la virtud de la resignación. Pero no. Cuando le preguntaron al Niño Jesús por qué hizo eso, les respondió con una frase llena de sabiduría, pero de difícil interpretación: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2, 49). En seguida la Sagrada Escritura añade que ellos no comprendieron lo que les dijo. Pero lo aceptaron con amor. La Virgen y San José podrían haber hecho aún otras preguntas e intentar obtener mayores informaciones, pero no consta que lo hiciesen. Ciertamente meditaron el hecho (“su madre conservaba todas estas cosas en su corazón”, Lc. 2, 51), levantaron hipótesis, sacaron conclusiones. Sobre todo, para nuestra edificación, se resignaron a aceptar, sin comprender, la voluntad de Dios. Todo ello con una tranquilidad de conciencia, sin perder la voluntad ni la constancia. Aprovechemos tal hecho a fin de pedir a María Santísima su ayuda para que practiquemos esta tan importante virtud, especialmente en los días de hoy, en que el torbellino del mundo moderno nos impone un estilo de vida tan contrario al que desearíamos. En el quinto misterio gozoso del Santo Rosario,
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La Pérdida y el Encuentro del Niño Jesús |
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