Conmemoramos este año el tercer centenario de un libro providencial, el «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen», de San Luis María Grignion de Montfort. Asociándonos a tan grata celebración, ofrecemos a nuestros lectores extractos de los comentarios que en 1939 el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira escribiera acerca de esa obra suprema del entonces beato Montfort. Plinio Corrêa de Oliveira El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen es generalmente reconocido como una de las obras más importantes que jamás se haya escrito sobre la Nuestra Señora. Dado el extremo de respeto y amor por la Madre de Dios a que la obra del Santo de Montfort conduce a sus lectores, algunos pensadores católicos —alarmados sin el más mínimo fundamento— temieron que el autor había llegado a exagerar el culto de hiperdulía que se debe a la Virgen. La Santa Sede, con el fin de calmar a esos espíritus timoratos y para que las almas piadosas navegasen sin temores por los océanos de la piedad contenida en el Tratado de la Verdadera Devoción, declaró explícita y oficialmente que el libro no contiene nada contrario al pensamiento de la Iglesia. Por lo tanto, es con el apoyo de esta garantía suprema que se debe considerar y analizar la gran obra del santo. Solidez de pensamiento de un tratado excepcional No es frecuente que libros de esta naturaleza muestren aquella solidez de pensamiento, sin la cual la piedad corre serio riesgo de extraviarse. Esta deficiencia es resultado de una concepción incompleta de lo que es la piedad. Razonando de una manera simplista, muchas personas piensan que, como el anhelo supremo de toda la vida espiritual debe ser la intensificación del amor a Dios, y como el amor que los santos tuvieron a Dios en su vida terrenal se manifestó por pruebas extraordinarias de sensibilidad afectiva, en última instancia el amor será tanto mayor cuanto mayor y más viva sea la sensibilidad. Así, el trabajo de un libro de devoción debe consistir en despertar la mayor sensibilidad emocional posible. Mientras más tierno sea el lenguaje, más imaginativo, más rico en adjetivos, será más eficaz.
Con esto evidentemente toda la estructura doctrinaria de la obra sufre un perjuicio grave. La preocupación literaria predomina sobre la claridad y la ortodoxia del pensamiento. Y si el trabajo consigue impresionar una que otra vez con un artificio feliz de lenguaje, no deja al fin una sola convicción sólida y profunda, ni una de esas ideas claras y substanciosas, capaces de guiar una vida y determinar una reforma espiritual. En este punto, como en todo, la Santa Iglesia debe ser nuestra Maestra. Nadie más que ella se esfuerza por estimular y formar la sensibilidad humana, alimentándola con todas las impresiones capaces de darle una verdadera elevación. La Iglesia habla incesantemente a la sensibilidad de los fieles por las imágenes, por los cánticos, por la música, por los esplendores de la Sagrada Liturgia y, auxiliada por la gracia de Dios que nunca le falta, así como por los recursos de grandes talentos humanos, Ella ha alcanzado tales resultados en este terreno que se puede decir que nadie, en toda la historia, ha conseguido proponer a la sensibilidad humana temas tan altos y tan nobles, al mismo tiempo tan fuertes y tan suaves, cuanto Ella. De igual modo, nadie ha conseguido comunicar a esas manifestaciones sensibles un cuño tan elevadamente artístico cuanto los grandes talentos inspirados por la Iglesia. Lejos, y muy lejos de nosotros, está la preocupación de ignorar el papel de la sensibilidad en la vida de piedad. Las potencias del alma y la vida de piedad Como la vida de piedad se destina a santificar al hombre, la importancia que tienen respectivamente la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad debe estar proporcionada a la magnitud de las funciones de cada una de ellas en el hombre. Ahora, si el papel de la sensibilidad es grande, nadie podrá, por poco que reflexione, dejar de reconocer que la acción de la inteligencia y de la voluntad debe ser aún mayor.
La verdadera formación de la piedad, pues, no debe contentarse en dar a la sensibilidad estímulos sobre estímulos. Sólo será sólida si se basa en verdades claras, sustanciosas y fundamentales, proporcionadas y asimiladas a fondo por la inteligencia. Y sólo será real si se sirve de estas verdades como medio para disciplinar vigorosamente la voluntad, en un combate arduo y duro que, aunque el alma sea espiritual, se puede llamar con toda propiedad de sangriento. La vida espiritual no vale nada si prescinde de una instrucción religiosa sólida y de una lucha efectiva, disciplinada, constante e intransigente con nosotros mismos. Un ejemplo que no me canso de repetir, y que es común, explicará todo. Conocí una persona que vivía en estado de pecado mortal habitual y que, sin embargo, cada vez que hacía un Via Crucis, lloraba copiosamente por los dolores de Nuestro Señor. Traté de mostrar a esta persona como podría aprovechar este dolor sensible para apartarse del pecado. Todo fue inútil. La sensibilidad era viva, pero la voluntad no era recta. El epílogo de esa situación fue una decadencia moral que llegó hasta los últimos extremos de lo que un hombre puede hacer. Sensibilidad, no faltaba. Pero, ¿y lo demás? * * * Es poco frecuente encontrar un libro que de modo más patente tenga los dos predicados, de esclarecer la inteligencia y de estimular la sensibilidad, como el de San Luis María Grignion de Montfort. Su Tratado es una verdadera tesis, con brillos de polémica. La argumentación es sólida, sustancial, profunda. Jamás se nota en él que un arrobo de amor perturbe la indefectible serenidad y exactitud de su pensamiento. Si hay un trabajo en que se comprende aquella luz intelectual llena de amor, de que habla Dante, es el de Grignion de Montfort. Leerlo es facilitar poderosamente el progreso en la vida espiritual. Difundirlo es acumular coronas de méritos en el Reino de los Cielos. Dos grandes verdades que la Iglesia nos enseña En esencia, el Tratado no es sino la exposición de dos grandes verdades enseñadas por la Iglesia, de las cuales extrae todas las consecuencias necesarias, y cuya luz ilumina toda la vida espiritual. Esas dos verdades son la maternidad espiritual de Nuestra Señora con relación al género humano, y la mediación universal de María Santísima. Hay quien suponga que la Iglesia da a la Santísima Virgen el título de Madre del género humano, simplemente para describir de cierto modo los sentimientos afectuosos y protectores que Ella experimenta con relación a los hombres. Como estos sentimientos son propios de las madres, por analogía, la Virgen María sería también nuestra Madre. Y nosotros seríamos, con relación a María, unos pobres mendigos que Ella, en su generosidad, protege como si fuesen hijos. La realidad, sin embargo, es muy diferente. El pecado original, al romper la amistad que el género humano vivía con Dios, cerró a los hombres la puerta del cielo, y obstruyó el libre curso de la gracia de Dios hacia los hombres.
Para remediar tan insoluble situación, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó en el seno purísimo de María Santísima. Y constituido así como Hombre-Dios, pudo presentarse a la Justicia del Padre como Cordero expiatorio del género humano. En el Sacrificio del Calvario, Nuestro Señor aplacó la justicia divina e hizo renacer la humanidad, que estaba absolutamente muerta en todo lo que se refiere a lo sobrenatural, para el cielo y para la vida sobrenatural de la gracia. Pero si Jesucristo asumió la naturaleza humana, lo hizo en la Virgen María. La Redención, pues, nos vino por María, y su participación en esa obra de resurrección sobrenatural del género humano fue tan esencial y tan profunda, que se puede afirmar que Ella cooperó para hacernos nacer a la vida de la gracia. Por esto, Ella es auténticamente nuestra Madre. María está en el ápice de la creación Santo Tomás de Aquino dice que Nuestra Señora recibió de Dios todas las cualidades que sería posible que Dios diera a una criatura. De manera que Ella se encuentra en el ápice de la creación, asentando su trono sobre los más altos coros angélicos, y siendo inferior solamente al propio Dios. La más pequeña de las almas muertas en paz con Dios tiene una hermosura que excede incomparablemente a todas las criaturas materiales. ¿Qué decir, entonces, de la Virgen Santísima, colocada de modo incalculable no sólo sobre los mayores santos, sino sobre los ángeles más elevados en dignidad cerca del trono de Dios? No es de admirarse, pues, que sea verdad de fe que Dios se complace tanto con María que un pedido hecho por medio de Ella es siempre atendido, aunque no cuente sino con su apoyo. Y que si todos los santos pidiesen alguna cosa sin Ella, nada conseguirían. Porque, como dice Dante, querer rezar sin Ella es como querer volar sin alas…
Así, pues, todas las gracias nos vienen de Nuestra Señora, y es Ella la mediadora universal de todos los hombres ante Nuestro Señor Jesucristo. Pero, si todas la gracias nos vienen de Ella y si nuestra vida espiritual no es sino una larga sucesión de gracias a que correspondemos, o renunciamos a tener vida espiritual o debemos comprender que ésta será tanto más suave, más intensa y más perfecta, cuanto más próximos estemos de aquel canal único de la gracia que es la Santísima Virgen. Dios es la fuente de la gracia, la Virgen María es el único canal necesario, y los santos son ramificaciones, venerables y dignas de gran amor, del gran canal que es Nuestra Señora. ¿Queremos tener la gracia inestimable del espíritu católico? ¿Queremos tener la virtud inapreciable de la pureza? ¿Queremos tener el tesoro sin precio, que es el don de fortaleza; queremos ser al mismo tiempo mansos y enérgicos, humildes y dignos, piadosos y activos, meticulosos en nuestros deberes y enemigos del escrúpulo, pobres de espíritu aunque tengamos todas las riquezas del mundo, en una palabra, fieles y devotos servidores de Nuestro Señor Jesucristo? Dirijámonos al trono que Dios dio a la Santísima Virgen y, desde el regazo amoroso de la Iglesia Católica, nuestra Madre, pidamos a la Virgen María, que es también nuestra Madre, que nos haga semejantes a su Divino Hijo.
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