Esplendorosa exposición —muy apropiadamente llamada «Cuando Versalles se amoblaba con plata»— refleja algo del brillo de la Cristiandad de otrora, cada vez más apreciada actualmente Nelson Ribeiro Fragelli
Los portones de Versalles están permanentemente abiertos al pueblo. Esta tradición es mantenida desde los tiempos en que en él residían los reyes. Si hoy es otro el público que Versalles acoge, el motivo que lo lleva al palacio es el mismo. Cuando la corte allí residía, ningún europeo juzgaba completa su formación cultural si no hubiese recorrido sus salones de leyenda. Siempre fue el pueblo quien más admiró la mítica morada de los reyes. Esta admiración es creciente. Se multiplican en los últimos años las conferencias didácticas de Historia, exposiciones y visitas a aquellos ambientes grandiosos. Sólo se encuentra lugar en las conferencias reservando la entrada con meses de antecedencia. En los jardines, salones, galerías, por todas partes, hablan maestros y alumnos anotan, fotografían, consultan manuales. Las imágenes del pasado encantan. Versalles bulle de visitantes. Cuando los reyes reunían sus consejos o comían, no sólo los jardines, sino también gran parte de los salones eran permanentemente franqueados al pueblo. Cada visitante era visto por los guardias de palacio como súbdito absorto, deseoso de ver a su rey y a la corte. Vándalos que garabatean paredes y rasgan terciopelos son “privilegio” de nuestros días; de hurtos de obras de arte, ni se hablaba. El odio de clases aún no había sido infundido en los espíritus. Si bien Robespierre no estaba muy lejos, el espectro de Lenin no osaba merodear cerca del refinamiento de las grandes salas. Con el terrorismo ni se soñaba. Hoy, nuestro “progreso” impone una revisión policial a la entrada del palacio, último tributo del siglo XXI a quien busca en el palacio los sueños que éste evoca. Transpuesta esa barrera, el visitante penetra en el primor de la realeza, donde lo aguarda una pausa entre los constreñimientos de nuestro siglo. Cuando Versalles se amoblaba con plata Hasta el 9 de marzo de este año, un nuevo esplendor sedujo al visitante: en los grandes Departamentos Reales se hizo la exposición Cuando Versalles se amoblaba con plata. Muebles y objetos de plata —aunque no los mismos otrora existentes en el palacio, pero cuyo estilo allí fue creado— son por primera vez reunidos en aquellos salones, desde que de ellos fue retirado su mobiliario original. ¿Qué pasó con aquellos muebles de refinado gusto, idealizados por el propio constructor de Versalles? Luis XIV, además de crear estilos decorativos, fue también un activo guerrero. En cierto momento de sus guerras, casi toda Europa se coligó contra él. Con la multiplicación de los frentes de batalla, en 1689, necesitaba de fondos para cubrir los excesivos gastos de guerra, y ordenó para ello la fundición de su mobiliario de plata. Entre las piezas fundidas estaba su mítico trono de plata. Cuentan del rey que, luego de dar la orden de fundir esa obra prima, lo lamentó profundamente. Entre dos esplendores —el militar y el social— optó por el de las armas.
Durante 20 años, orfebres y cinceladores de Francia habían trabajado 20 toneladas de plata, transformándolas en obras de arte. Los estilos de Versalles siempre influenciaron las cortes europeas; y otros monarcas europeos, encontrando estímulo en el rey francés, mandaron hacer obras semejantes. Y esas obras permanecieron. Por eso hoy se puede reunir un mobiliario de plata que recuerda en todo las piezas desaparecidas en 1689. Hace mucho que las actuales cortes europeas venían manifestando el deseo de restituir a Versalles, aunque temporalmente, ese aspecto desaparecido de su grandeza, reuniendo en el palacio su mobiliario de plata. La más rica de esas colecciones pertenece a la familia real danesa. Ella decora el castillo de Rosenborg, en Copenhague, y fue cedida a la exposición. Todas las otras piezas de valor allí expuestas provienen de casas reales o principescas, muchas mantenidas hoy en museos. Platerías del Príncipe de Hanover, del castillo real de Berlín, de los castillos de Prusia, de Marienburgo y de Brandenburgo, del duque de Devonshire, entre otras, dan reverencia hoy al lugar donde nació su estilo. Tenue luz plateada, atmósfera de gala El oro tiene su evocación más frecuente en el nacimiento y la puesta de sol. El dorado presente en ambos asocia, en la imaginación, uno al otro. Sin embargo, en el tono argénteo y uniforme de la luna está la evocación de la plata. ¿Quién no ha visto en ella un “disco de plata”? Aunque corriente, la afirmación revela una realidad: en su brillo, la plata y la luna se evocan mutuamente. Fuera de la noche, ambas pierden lo mejor de su resplandor. En la oscuridad, ambas difunden el rayo de luz que incide en ellas, por más tenue que sea. Por esta razón, durante la exposición están oscurecidos los salones de los Grandes Departamentos Reales; sus ventanas son cubiertas de gruesos tejidos. Apenas velas —una infinidad de velas— irradian su luz sobre la plata de los muebles y de los objetos expuestos. Se pretendió así recrear la atmósfera de las feéricas noches de gala elaboradas por Luis XIV. Hoy él tendría motivo para recuperarse en algo de la pesadumbre sentida al dar la lamentada orden de 1689. El Salón de la Abundancia y el Salón de Marte, el Gabinete de las Rarezas del Rey, el Salón de Diana y otros, acogen la mayor colección reunida de platerías realizadas según su inspiración. El mobiliario de plata representaba la grandeza del poder real y la solemnidad hierática de los monarcas. Hacía parte de los atributos del poder. Monocolor, reluciente, la luminosidad grácil de la plata conforta. Hay en ella una calma afín con los actos protocolares. Ella se armoniza con la majestad. Sin la suntuosidad del oro ni la frialdad del cristal, la plata es accesible, dúctil, gentil, representando bien la altiva amenidad de los príncipes. Versalles y su “acción de presencia” en Francia Las imágenes de otrora fascinan. ¿De dónde viene ese encanto por el pasado? El palacio integra la magnífica leyenda de su pueblo. Los hechos de otrora repercuten aún hoy en la existencia de cada uno. Él ejerce sobre el país, aunque discretamente, una enorme acción de presencia. Los franceses tienen con él un connubio semejante a su alianza con las catedrales. Del gótico al Ancien Régime se extienden las eras de gloria de ese gran pueblo. El palacio susurra al visitante secretos de la Historia y de la existencia. Las eras desvanecidas continúan presentes. Intenso es su clamor.
Tres meses después del inicio de la exposición, el importante diario francés “Le Monde”, del 3 de febrero, trae un artículo de J. M. Dumay, a respecto del europeo y su actual crisis: “Hay un sentimiento de inestabilidad, casi de caos. En esta sociedad transitoria todo parece explosivo. Faltan simultáneamente ideas estables, una brújula, horizontes amplios”. En el viejo palacio se tiene un encuentro con presencias invisibles. Ellas nunca se marcharon. Despuntan entre mármoles y cristales, son reconocidas en las tapicerías grandiosas y distinguidas, portando las certezas de otrora, revestidas de armonía. Continúan presentes las eras desvanecidas. Versalles retoña.
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