Santoral
San Pascual Baylón, ConfesorHermano lego franciscano, de pureza angélica, pasaba horas delante del Santísimo Sacramento. Recibió allí la profunda ciencia con que refutaba a los herejes y explicaba sabiamente los misterios de nuestra fe. |
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Fecha Santoral Mayo 17 | Nombre Pascual |
Lugar + Valencia - España |
Esplendor de la Orden Franciscana
Hermano lego franciscano, gran devoto de la Sagrada Eucaristía y de la Santísima Virgen. La Divina Providencia le concedió una sabiduría sobrenatural. Plinio María Solimeo Pascual Bailón, un santo señaladamente devoto de la Eucaristía, nació en la pequeña ciudad de Torrehermosa, entonces perteneciente al reino de Aragón, España, en 1540. Sus padres fueron dos humildes campesinos, Martín Bailón e Isabel Jubera, tan pobres que salvo una profunda fe religiosa, nada más le pudieron dar a su hijo. Desde un comienzo Pascual mostró ser uno de aquellos predestinados que pasan por la Tierra como si estuviesen ya con un pie en el Cielo. Desde pequeñito sentía una gran atracción por la iglesia, a donde iba con su madre. Y allá, lo que más le atraía era el sagrario. Por uno de esos instintos sobrenaturales nativos, parecía que el niño ya comprendía el gran misterio de la presencia real en el Santísimo Sacramento. A pesar de su tierna edad, no se cansaba de estar delante de Nuestro Señor Jesucristo sacramentado, olvidando frecuentemente hasta las comidas, que no tomaría si acaso su madre no lo fuese a buscar. La pobreza de la familia obligó el niño a trabajar desde los siete años. De esa edad hasta los 24 años, Pascual fue pastor. Pero un pastor sui generis: cuidaba de las cabras y ovejas, mas su espíritu permanecía siempre elevado en Dios, sus ángeles y santos. Practicaba así, en grado sublime, el ejercicio de la presencia de Dios. En aquellos tiempos de fe, se acostumbraba en las iglesias tocar la campana indicando que estaba ocurriendo en la Misa el momento de la consagración, el sublime milagro de la transubstanciación, invitando a todos los fieles a unirse para adorar al Dios-Hostia que bajaba sobre el altar. Al oír esa campana, en el campo, Pascual acostumbraba prosternarse. En una de las veces, vio a dos ángeles sosteniendo en el aire un copón con la Hostia consagrada. Esto lo marcó profundamente, aumentando en él el amor al divino misterio de la Eucaristía. Inocente, humilde, benigno, modesto Los otros pastorcitos querían mucho a Pascual. Él era inocente, humilde, benigno, modesto. Pero sobre todo tenía un corazón de oro, esparciendo a su alrededor aquella paz que el mundo no puede dar. O sea, la paz de Cristo en el reino de Cristo. Pascual no conocía el egoísmo propio de los niños. No se enfadaba, no hacía chacotas, no alimentaba intrigas, no buscaba hacer prevalecer su voluntad. Hasta con los animales a su cargo, era dulce y bondadoso. Procuraba que ellos, y sobre todo las cabras, no causasen perjuicios a los propietarios de los campos que utilizaba. Pero, si eso ocurría, Pascual era el primero en avisar al perjudicado y buscar cómo resarcirlo. Respetaba escrupulosamente la propiedad de los otros, nada cogía sin el debido permiso. En la región quedó conocido como “el santo pastor”. Para aprender los rudimentos de la lectura, llevaba consigo al campo un libro, y pedía a todos los que pasaban que le enseñaran a leer lo que estaba escrito. Se cuenta que hasta los ángeles bajaban para enseñarle. Martín García, para quien trabajaba, hombre virtuoso y honesto, apreciaba mucho a su empleado. Pascual, siempre humilde y obediente, procuraba no causarle el más leve disgusto. Como no tenía herederos, Martín quiso adoptarlo como hijo. Pascual le agradeció mucho aquella prueba de estima, pero le pidió que lo dejase en su estado pobre y humilde, para asemejarse más a Nuestro Señor, que vino al mundo no para ser servido, sino para servir. Y que a él le bastaba ser hijo de Dios y heredero del Cielo. Buscando una perfección mayor A los 18 años Pascual resolvió hacerse religioso para entregarse por entero a Dios. Buscaba un lugar donde se observasen las reglas con toda exactitud y fervor. Oyó decir que, en el reino de Valencia, cerca de Monforte, había un convento de franciscanos que seguían escrupulosamente la reforma de San Pedro de Alcántara, y resolvió pedir en él su admisión. Partió a pie, mendigando por el camino la limosna de un pedazo de pan y un lugar donde reposar la cabeza.
Al llegar al convento de Nuestra Señora de Loreto, como se llamaba, admiró mucho la paz y serenidad que en él imperaban. Por timidez o humildad, juzgó que debía prepararse mejor para pedir su admisión. Se empleó entonces como pastor en la región, contentándose con frecuentar el convento los domingos y días de fiesta. Poco a poco su virtud fue siendo conocida en toda la zona, lo que llevó a los frailes a aceptarlo cuatro años después, en 1564, cuando pidió su admisión. Querían que Pascual fuese religioso de coro, ordenándose sacerdote. Pero, por humildad, él quiso permanecer como hermano lego, para ser empleado en los oficios más modestos del convento. Así fue portero, jardinero, cocinero, limosnero. Cumplía todas esas ocupaciones con tanta exactitud, que edificaba a todos, siendo sus austeridades mucho mayores que las prescritas por la regla. En cualquier función en que estuviese, elevaba su pensamiento a Dios, meditando en su amor y sus grandezas. Como encargado del refectorio, recogía toda la comida que sobraba para dársela a los pobres. Pero hacía que ellos bendijesen a Dios por el alimento que iban a recibir; y, después de la comida, le diesen gracias por el beneficio recibido. Se alegraba tanto de ver una imagen de Nuestra Señora en la entrada del refectorio, que bailaba delante de ella para mostrar su regocijo. Don de la sabiduría, consejero hasta de eruditos Decían que el alma del hermano Pascual era un paraíso, un templo del Espíritu Santo, inundada de ángeles y santos. La alegría que llenaba su corazón era tal, que transbordaba por sus ojos, por su fisonomía e incluso por sus labios. Lo que le llevaba a entonar incesantemente himnos y cánticos. A pesar de sus escasos estudios, Pascual poseía un extraordinario conocimiento de las cosas divinas, y era consultado por los frailes, inclusive por los más eruditos. Él nunca daba una respuesta sin antes consultar a Dios por medio de la oración. En un año de carestía, el superior lo reprendió por ser tan liberal con los pobres, estando el convento en necesidad. Y le mandó circunscribir su caridad. Pascual le respondió: “Si se presentaran doce pobres pidiendo limosna, y yo atendiera sólo a diez, ¿qué sucedería si uno de los dos a quien se la negara fuese Nuestro Señor?” El superior lo dejó actuar entonces según le dictara su corazón, confiando más en la Providencia Divina. Cuando le era posible comulgar, Pascual pasaba el día en éxtasis: “Oh bondad infinita: ¿qué delicias puede encontrar mi Dios en un miserable como yo?” Todos querían tener en su convento a aquel fraile tan ejemplar. Así, fue siendo transferido de un convento a otro. Perseguido por los herejes protestantes El ramo reformado de los franciscanos tenía entonces por superior general a fray Cristóbal de Cheffon, residente en París. Habiendo extrema necesidad de comunicarse con él, y siendo eso casi imposible en la época, debido a las guerras de religión que dividían a Francia, el provincial de Valencia escogió para la difícil misión al hermano Pascual, como el hombre más indicado para la tarea. Sin pensar en los peligros que correría, Pascual partió alegre, sin inquietarse para nada con los medios para hacer tan largo viaje. Partió como siempre a pie, sin equipaje, aceptando como limosna el pan y donde pernoctar en la jornada.
Atravesando los Pirineos, llegó a un convento de su orden, en Toulouse. Allá, algunos frailes eruditos levantaron el problema de si era lícito dejarlo proseguir, siendo el riesgo de muerte casi cierto. Pascual abogó por su causa diciendo que, por encima de los riesgos, primaba la obligación de obedecer a su superior, y que enfrentaría mil peligros para ser fiel a la misión recibida. Con eso, le dejaron proseguir su viaje. Y los peligros no fueron pocos. Varias veces, al pasar por ciudades infectadas por los protestantes, fray Pascual fue perseguido con palos y piedras. Asimismo recibió una herida en el hombro izquierdo, de la cual sufrió hasta el fin de la vida. Cerca de Orleáns fue cercado por los calvinistas, que comenzaron a discutir con él sobre la presencia real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Aunque no sabía otra lengua más que el castellano, y aunque no había estudiado teología, respondió con tanto acierto a las proposiciones heréticas de sus adversarios, que ellos no pudieron replicar sino con palos y piedras. Habiendo escapado de sus manos, Pascual tuvo que pedir de limosna pan en un castillo, pues se sentía desfallecer. El señor del castillo era protestante y lo quiso mandar a matar como espía, pero felizmente su mujer consiguió hacer que Pascual escapara, sin darle no obstante ningún alimento, que luego recibió de una pobre campesina católica. Pascual estaba en el camino cuando surgió delante de él un caballero que, poniéndole la punta de la lanza en el pecho, le preguntó: “¿Dónde está Dios?” Sin tener tiempo para pensar, respondió inmediatamente: “En el Cielo”. Con eso el calvinista lo dejó ir. Pero después el santo quedó con el escrúpulo de no haber añadido: “y en el Santísimo Sacramento del altar”, pues eso probablemente le habría abierto las puertas del paraíso por el martirio. En fin llegó a París, donde cumplió su misión, regresando a España en medio de los mismos peligros que enfrentara en la ida. En los últimos años de su vida, Pascual pasaba casi todas las noches en la iglesia, meditando en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Su devoción a la Santísima Virgen era tierna y filial, suplicándole siempre que no lo dejara caer en pecado. Pascual murió en Villa Real, a los 52 años de edad, el día 17 de mayo de 1592. Su cuerpo permaneció incorrupto durante siglos. Obras consultadas.-
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