No importa si lo que hacemos en esta vida repercute entre los hombres. Realizando incluso las labores más humildes, podemos dar mucha gloria a Dios. Es lo que nos enseña la historia de esta devoción que se originó en tierras colombianas.
Valdis Grinsteins
A comienzos del siglo XVII había en la ciudad de Cartago, en el valle del Cauca en los Andes colombianos, un convento franciscano. Los frailes se dedicaban al apostolado con los indios, en una región donde el Evangelio estaba apenas siendo implantado. En aquella época de fe, todos comprendían la importancia de este hecho. Evangelizar a los indios era también civilizarlos, haciéndolos vencer sus costumbres feroces. Lo cual favorecía a todos los pobladores de la zona, incluso del punto de vista material. Por ejemplo, al volver las comunicaciones más seguras. Tratándose sobre todo de una obra de misericordia, era común que otros habitantes de la región, en una época de fe ardiente, quisieran ayudar de una forma u otra a los abnegados sacerdotes que se dedicaban a tan difícil como admirable tarea. Había en la ciudad una joven llamada María Ramos, de costumbres ejemplares. No teniendo otra manera de ayudar a los religiosos franciscanos, iba al convento a buscar la ropa sucia de los frailes para lavarla, coserla y remendarla. Tal forma de ayuda, más humilde no podía ser, pero su valor práctico era innegable. Además, la importancia de la ayuda se mide en función del amor de Dios que se pone en ella. Pero no se piense que esa tan modesta función era cómoda o exenta de peligros. Hoy, las personas lavan su ropa en casa y las lavadoras automáticas se están generalizando. En aquella lejana época, se tenía que ir a un lugar donde el agua corriera abundantemente. Como las fuentes estaban reservadas para tener agua que beber, no quedaba otra opción sino un río o lago. Esto suponía salir de la protección de las murallas de la ciudad e ir al campo, donde aún habían indios salvajes, fieras, bandidos, sin contar con las incomodidades naturales, como las lluvias, insectos, etc. Y allá iba María Ramos a cumplir su función, confiada en la protección de la Virgen. Tiempo después, uno de los indios salvajes de la región se convirtió y fue bautizado, tomando el nombre de Juan Guabio. Él contó que su tribu de indios pijaos varias veces intentó matar a esta joven, cuando la veían lavando ropa en las márgenes del río Otún, pero que “una Señora llevando un fuego” los impedía de hacerlo. Curiosamente, otra señal más discreta de la protección de la Virgen está en el testimonio de las otras jóvenes que lavaban ropa. Les gustaba salir junto con María Ramos, porque cuando ella lavaba, frecuentemente, hacía después buen tiempo para que secara la ropa. Origen de una devoción Cierto día del año 1603 —hacía ya doce largos años que María Ramos perseveraba en su propósito de lavar las ropas del convento— habiendo recogido el bulto con la ropa, se dirigió al río para lavarla. Esta vez los frailes habían puesto para lavar un pedazo de tela que usaban para limpiar las lamparitas de la iglesia. El trapo estaba muy sucio, además de estar raído en varias partes. Después de lavarlo y secarlo, cuando iba a remendarlo, la joven notó que el paño tenía unos trazos pintados. Al prestar atención, vio que se trataba de una antigua pintura o antigua imagen de la Santísima Virgen. ¿Habría sido alguna vez usado para esbozar un cuadro y después puesto de lado? No lo sabemos, pero el hecho es que tenía unas vagas líneas que formaban la figura de la Madre de Dios. Contenta con su descubrimiento, María Ramos llevó el lienzo al convento y se lo mostró a Fray Bernardo Macías. El sacerdote vio que de hecho una imagen fue alguna vez pintada en él, pero consideró el estado del paño tan precario, que no tendría sentido conservarlo en el convento. Por eso, se lo cedió a la joven, para que ella lo llevara a su casa y lo pusiera en un lugar conveniente. Así lo hizo María Ramos, que puso el paño en su vivienda y comenzó a rezar delante de él. Con el tiempo, invitó a otras personas a hacer lo mismo. Así, Nuestra Señora favoreció esta devoción popular, atendiendo los pedidos que le eran hechos delante de tan modesta como primitiva imagen. En determinado momento, fue necesario trasladar la imagen a la iglesia, de tal manera iba en aumento el número de personas que acudían a rezarle. Este hecho nos muestra cómo Dios puede actuar por intermedio de las más diversas imágenes. Hoy, el venerable tejido se encuentra en la catedral de Pereira, la capital del Departamento de Risaralda, en Colombia, y da su nombre al propio templo, conocido como la Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza. Amor de Dios y perseverancia De la historia de esta devoción podemos sacar algunas lecciones para nuestra vida espiritual. La primera de ellas es cómo todo lo que hacemos por amor de Dios es recompensado, hasta las cosas más sencillas. Muchas veces quisiéramos hacer esto o aquello para ayudar a una persona humilde, a una persona de condición empobrecida o a algún grupo religioso que sufre persecución por mantener su fe. Pero lamentablemente, muchas veces el amor propio se mezcla con nuestras buenas intenciones. Hay personas que hasta construirían una iglesia, pero en gran medida por amor a su propia reputación, mezclando eso con un verdadero deseo de ayudar. En el caso de María Ramos, ella realizaba una labor realmente modesta y servicial, nada de lo que hoy aparecería en los periódicos o en la televisión. Pero lo que ella hacía tenía un gran valor a los ojos de Dios, y su humilde trabajo es exaltado hasta hoy. No conozco otro caso en que el nombre de una catedral tenga su origen en una devoción nacida del trabajo tan discreto como efectivo de una piadosa joven.
Otro aspecto para resaltar, es la perseverancia al hacer incluso las menores obras. Notemos que sólo fue después de doce años que ella recibió el paño en el cual estaba impresa la imagen. Bien podría haberlo recibido mucho antes, cuando la tela estaría en mejores condiciones de conservación. Pero sucede que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres. Hoy muchas personas tienen la mentalidad de Hollywood, por la cual sólo tienen valor las cosas aparatosas y que todo el mundo admira. Algunos tendrían más facilidad en admitir esta devoción, si ella fuese acompañada de un descubrimiento retumbante o de un milagro estremecedor. Dios lo podría haber hecho así, y la historia nos muestra que se ha valido de esos medios. Pero, en este caso, la Divina Sabiduría quiso enseñarnos a valorar el trabajo continuo, modesto y paciente. La perseverancia tiene un alto valor en la vida del cristiano. Cuando Nuestro Señor nos dice “Pedid y os será dado”, la única condición que pone es la de la perseverancia. Dios atiende nuestros pedidos, pero nos quiere enseñar, por medio de la perseverancia, a vencer nuestra naturaleza decaída, que sólo busca aquello que es cómodo y no exige grandes sacrificios. Finalmente, esta historia nos ayuda a valorizar las pequeñas cosas que hacemos, pues incluso en las más simples podemos dar gloria a Dios. Debemos adecuar nuestra escala de valores a la escala divina, pues en el fondo sólo es importante aquello que repercute en la eternidad.
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