por santos y personas eminentes en virtud Tal vez la responsabilidad paterna por el futuro de los hijos nunca haya sido tan grave como en nuestros días, tales son las circunstancias del mundo neopagano en que vivimos. Comporta, pues, resaltar la importancia del ejemplo de los padres —y sobre todo de las madres— en la formación de la prole. Mañana se cosechará lo que sea sembrado hoy... Así, en esta edición mostramos algunos ejemplos que pueden servir de incentivo a los padres en la ardua tarea de la educación de sus hijos, por la cual deberán prestar cuentas a Dios. En el origen de la santidad: las virtudes de las propias madres
Del famoso escritor católico francés Monseñor Henri Delassus (1836-1921): “¡Oh, Dios mío! ¡Todo se lo debo a mi madre!”, decía San Agustín. En reconocimiento por haberlo impregnado tan profundamente de la doctrina de Cristo, San Gregorio Magno mandó pintar a su madre Silvia a su lado, vestida de blanco y con la mitra de los doctores, extendiendo dos de los dedos de la mano derecha como para bendecir, y teniendo en la mano izquierda el libro de los Santos Evangelios bajo la mirada de su hijo. Más próximo de nosotros, a algunos que lo felicitaban por tener desde la infancia el amor a la vida de piedad, el santo Cura d’Ars les dijo: “Después de Dios, eso se debe a mi madre”. Casi todos los santos recibieron de sus madres los fundamentos de su santidad.1 San Gregorio Nacianceno: Se lee en un conocido Diccionario de Teología Católica: San Gregorio Nacianceno (329-390) muestra a su madre Nonna respondiendo a las oraciones de sus hijos; él expresa también confianza en la intercesión de su padre (Carn. II, 78, P.G. t. XXVIII col. 52).2 Acendrado amor de San Agustín por Santa Mónica Relata Monseñor Bougaud en su obra en que narra la vida de Santa Mónica (322-387), madre de San Agustín: Agustín amaba con delirio a su madre, hablaba de ella sin cesar y ha embalsamado con su recuerdo casi todos los escritos de su pluma. Veinte años después de la muerte de Mónica, envejecido por el trabajo más que por los años, encanecido en la penitencia, y cuando hubo llegado a ese estado en que el amor de Dios, rompiendo los diques e inundando su corazón, debería haber destruido en él todos los demás amores, Agustín no podía recordar a su madre, aun estando en el púlpito, sin que asomaran las lágrimas a sus ojos. Se abandonaba entonces a los encantos de este recuerdo; hablaba de él a su pueblo de Hipona, y en sus sermones, donde no se esperaba cosa semejante, tenía palabras encantadoramente bellas, manifestándose juntamente la reconocida piedad del hijo y la gran elevación de su ciencia y santidad.3 Para San Bernardo, su madre fue un auténtico «maestro de novicios»
De San Bernardo de Claraval (1090-1153) narra una biografía escrita por un monje cisterciense: ¿Cómo podría Bernardo olvidar a su madre, aquella alma tan extraordinaria que, con dulzura y perseverancia, había formado su conciencia? ¡Cuántas veces Bernardo y sus hermanos reconocieron que para ellos, el verdadero «maestro de novicios» había sido su madre, la bienaventurada Alicia de Montbard! Desde los primeros años ella fue enseñando a todos a tener fe, esa fe ciega en las doctrinas de la Iglesia, inculcando el respeto y la veneración por el Vicario de Cristo, haciéndolos comprender que en medio de las flores del mundo se encontraban muchas espinas que picaban las manos y hacían sangrar los pies al intentar cogerlas... Se ajustaba a su mentalidad de niños, primero, de adolescentes, después, de jóvenes que habían de decidir su porvenir más tarde... Los hizo obedientes, mortificados, piadosos, y, aún antes de tener el uso de la razón, les enseñó también a rezar, a volverse hacia el cielo cuando la alegría reinaba a su alrededor o cuando las lágrimas turbaban sus ojos, para que no quedasen en lamentaciones tontas, incluso en los pequeños sufrimientos, en las contrariedades insignificantes o en los deseos no satisfechos. .... Jamás retrocedieron en aquel rumbo hacia lo alto en el cual los colocó su buena madre, si bien que, ciertamente, por caminos diferentes.4 Hijo relata la piadosa vida de su madre Del Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de la Madre María de la Encarnación (1599-1672), publicado por orden de San Pío X: María Guyart, también llamada de la Encarnación, nació en Tours en el V día de las Calendas de noviembre (29 de octubre) del año 1599. .... Ella tuvo un hijo que en seguida consagró a Dios tanto cuanto estaba en su poder hacerlo. Después de la muerte de su marido y después de soportar, en aquella época de su vida, muchas probaciones, ella pudo, finalmente, hacer el voto de castidad como deseaba hace largo tiempo. Poco después, habiendo confiado a su hijo Claudio, de doce años, a los cuidados de una hermana muy dedicada, y a pesar de la oposición de éste, ella hizo profesión religiosa en la Orden de las Ursulinas. Este acto tuvo un feliz resultado: en efecto, Claudio, después de haber recibido una excelente educación de los padres jesuitas, abrazó la vida monástica en la Orden de San Benito y, después de haber sido ordenado sacerdote, relató en un bello libro la vida de su piadosísima madre.5 El que respeta a su madre es como quien acumula un tesoro Del prefacio de un libro sobre la Madre María de la Encarnación Guyart, fundadora de las Ursulinas en Québec, escrito por una religiosa de esa Orden: Antes de escribir la Vida de su santa madre (la beata María de la Encarnación), Don Claudio Martín nos abre su corazón de monje timorato. La gran voz de María de la Encarnación acaba de extinguirse, pero ella canta aún en el alma de su hijo benedictino. San Gregorio Nacianceno hablaba bien de su padre, de su madre, de su hermana y de su amigo Basilio, en sus Oraciones y sus Poesías. ¡Oh! gran hermano Claudio, no olvidéis que nuestra madre os escribía un día para alentaros a glorificar a San Benito: “Un buen hijo alaba a su padre y esto le queda bien”. Y yo, de mi parte, digo con el Eclesiástico: “el que respeta a su madre es como quien acumula un tesoro” (3, 5).6 Una madre virtuosa en el origen de su devoción mariana Sobre Mons. Vital María Gonçalves de Oliveira (1844-1878), obispo de Olinda, cuyo proceso de beatificación está en curso, comenta un fraile capuchino, hermano de hábito del prelado brasileño: Aprendió Antonio (el futuro obispo Fray Vital) de los labios maternos los principios de nuestra fe y las primeras oraciones. Más tarde se complacía en decir que su tierna devoción a Nuestra Señora, a la Virgen Inmaculada, era fruto de los consejos y ejemplos de su virtuosa madre.7
Notas.- 1. Mons. Henri Delassus, Le Problème de L’Heure Présente, Desclée de Brouwer, Lille, 1905, t. II, pp. 575-576.
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