Del 11 al 14 de diciembre pasado, tuvieron lugar en la ciudad de São Paulo diversos actos conmemorativos por el centenario de su nacimiento, promovidos por el Instituto Plinio Corrêa de Oliveira. Como una muestra elocuente de ello, transcribimos la brillante intervención del Prof. Roberto de Mattei * durante la sesión solemne de clausura en el Hotel Renaissance, que reunió a más de 600 discípulos, admiradores, amigos y simpatizantes del gran líder católico. Excelencia Reverendísima, altezas, autoridades, queridos amigos: Cien años han pasado desde el día de su nacimiento, trece años han transcurrido después de su muerte, un velo de misterio aún cubre la figura de Plinio Corrêa de Oliveira. Podemos aproximarnos de ese misterio a través de la definición que el Cardenal Giuseppe Pizzardo —entonces Prefecto de la Sagrada Congregación para los Seminarios— dio, en 1963, acerca de una de sus obras, La libertad de la Iglesia en el estado comunista. En la carta que figura como prefacio de este importante estudio, el Cardenal Pizzardo lo define como “un eco fidelísimo del supremo magisterio de la Iglesia”. Pero Plinio Corrêa de Oliveira no fue sólo un eco del magisterio supremo y perenne de la Iglesia apenas en sus obras, sino también, y principalmente, en su vida. Encarnó, por así decir, ese magisterio, haciendo de él una enseñanza no sólo transmitida, sino sobre todo vivida a imagen de Nuestro Señor, quien dijo sobre Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Y el Camino, la Verdad y la Vida de Nuestro Señor son los de su Cuerpo Místico, la Iglesia por Él fundada en el Calvario. Entrañable amor por la Santa Iglesia Plinio Corrêa de Oliveira conoció y amó la historia de la Iglesia desde sus orígenes, desde el momento en que el Cuerpo Místico vino a luz, manando, con la sangre y el agua, a través del costado traspasado de Cristo. Si hubiese vivido en los primeros siglos de la Iglesia, él se habría presentado de cabeza erguida ante los tribunales romanos, confesando firmemente su fe, y habría enfrentado, con valentía indómita, a las fieras en las arenas del circo. Si Plinio Corrêa de Oliveira hubiese vivido en la época de Constantino —a la altura en que la Iglesia, al salir de las catacumbas, tuvo que combatir contra los enemigos internos, más peligrosos que los externos—, él habría ocupado un lugar de destaque en el combate por la pureza de la fe. Habría seguido a San Atanasio cuando éste, perseguido por los arrianos, tuvo que partir para el exilio; se habría erguido públicamente contra Nestorio para defender el honor de Nuestra Señora, como lo hizo Eusebio de Dorilea, un simple laico; habría apoyado a los grandes papas como San León y San Gregorio, los cuales proclamaron la primacía de Roma en los siglos de oscuridad que antecedieron la aurora luminosa de la Edad Media. Su corazón habría exultado de alegría la noche de Navidad del año 800, ocasión en que Carlomagno fue coronado en Roma, dando origen al Sacro Imperio Romano. En la solemne ceremonia en que el Papa León III ciñó la corona imperial en la cabeza del rey de los francos, él habría vislumbrado todo el esplendor de la cristiandad naciente. Plinio Corrêa de Oliveira, que proclamó la Cruzada del siglo XX, habría sido uno de los primeros en responder al llamado del Beato Urbano II y en llevar la cruz. Habría llorado de alegría al aproximarse, de pies descalzos y espada en puño, a los muros sagrados de Jerusalén. Habría erguido la espada no para imponer la fe, sino para defender la civilización cristiana, al lado de Simón de Montfort, contra los cátaros, en el corazón de Francia, y al lado de los caballeros teutónicos, contra las tribus paganas en los países bálticos. Enfrentando a las tres grandes revoluciones Con la pérdida del espíritu de cruzada él leyó el inicio de la decadencia de la Edad Media, substituido por el espíritu hedonista del Humanismo, que abrió el paso a la primera gran revolución: el protestantismo, que comprometió la unidad de la ecúmene cristiana.
Plinio Corrêa de Oliveira habría saludado con entusiasmo la entrada en el campo de batalla de una orden religiosa, la Compañía de Jesús de San Ignacio de Loyola. No habría tenido ninguna compasión por los revoltosos de espíritu, habría participado de las controversias al lado de San Francisco de Sales y San Roberto Belarmino; habría combatido contra los protestantes, bajo la estela de Alejandro Farnesio, en las tierras de Flandes, y de Wallerstein, en los territorios de Bohemia; habría luchado contra los calvinistas holandeses, al lado del Conde de Sanfelice, en Bahía. El espíritu de cruzada no se identifica con el amor por la violencia, pero sí con el deseo de ofrecer la propia vida en nombre de Dios. Dentro de ese espíritu, Plinio Corrêa de Oliveira habría derramado su sangre en el tumultuoso mar de Lepanto o en las murallas de Viena asediada por los turcos. Nadie estudió o conoció, como él, la historia de la Revolución Francesa, la segunda gran revolución, matriz de todos los errores de nuestro tiempo. La habría enfrentado de pecho abierto, a fin de descabezarla en su origen. Habría querido ser un príncipe de sangre francés, no para emigrar, sino para liderar la insurrección antijacobina en la Vandea; habría acudido a Calabria, para juntarse al Cardenal Ruffo, y al Tirol, para colocarse al lado de Andreas Hofer. Quiso la Providencia que él no fuese nada de esto, sino que fuese, más aún en su persona que en sus obras, el eco fidelísimo de todas estas posiciones en el siglo XX. Un eco no apenas del magisterio perenne de la Iglesia, sino también de la vida palpitante de la Esposa de Cristo, de sus luchas, dolores y triunfos. Un paralelo histórico con Teresa de Lisieux Murió el 3 de octubre de 1995, que en el antiguo santoral —el mismo que él seguía—, es el día de la fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús. La misma que, en la Historia de un alma, escribe estas palabras tocantes: “Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir; en una palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por Ti, Jesús, las obras más heroicas. Siento en el fondo del alma la valentía de un cruzado, de un zuavo pontificio: quisiera morir en un campo de batalla, en defensa de la Iglesia”. Fueron de este mismo tipo el espíritu y la vocación de Plinio Corrêa de Oliveira. Santa Teresita murió a los 24 años de edad realizando, con el sacrificio supremo de su breve período de vida, la aspiración a esa vocación universal. Plinio Corrêa de Oliveira vivió mucho más tiempo realizando, con su obra y su ejemplo personal, la misma aspiración de Santa Teresita. Tal como Teresa de Lisieux, también él sentía la vocación de guerrero y sacerdote, de apóstol, doctor y mártir. Tal como Teresa de Lisieux, también él podría haber escrito: “Quisiera morir en un campo de batalla, en defensa de la Iglesia”. El campo de batalla que Dios le asignó Su campo de batalla fue la larga noche del siglo XX; con espíritu de cruzado atravesó aquel que tal vez haya sido el siglo más negro de la historia, enfrentando y combatiendo hasta la muerte al comunismo, la tercera gran revolución de la historia, así como a todas las formas de totalitarismo y de progresismo, laico o católico, a las cuales opuso siempre el perenne Magisterio de la Iglesia. Atravesó las borrascas que sacudieron a la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II y sus funestas consecuencias, denunciadas por los Papas posteriores; consecuencias que él previó en el mismo momento en que recibió la noticia de su convocatoria. “Serán —afirmó— los Estados Generales de la Iglesia”. No se trataba de un juicio teológico sobre documentos doctrinarios aún no promulgados. Era una lúcida previsión del desarrollo del evento histórico. Y tanto en esta, como en muchas otras previsiones, Plinio Corrêa de Oliveira fue profético. Plinio Corrêa de Oliveira fue un eco fidelísimo de la Iglesia, una vez que no se limitó a amar u odiar, a la luz de Ella, todo aquello con que se fue confrontando a lo largo de su vida. “Vir catholicus, apostolicus, plene romanus” Amó todo lo que la Iglesia había amado, definido y promovido en el transcurso de dos mil años de existencia; detestó todo lo que la Iglesia había refutado, combatido, anatematizado en el discurrir de esos dos mil años. Con relación a la figura de Plinio Corrêa de Oliveira, hoy debemos amar y homenajear no a un hombre, sino a la propia Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana; las palabras vir catholicus, apostolicus, plene romanus, que hoy leemos en la lápida de su tumba en São Paulo, resumen su vocación.
En las palabras y en las enseñanzas de Plinio Corrêa de Oliveira debemos escuchar el eco de una voz límpida y preocupada, de una voz que viene de lejos y que no se extingue con el paso de los siglos; en su vida, en su ejemplo debemos detectar una luz que se refracta siglo tras siglo, hasta el final de los tiempos; en su figura debemos divisar una bandera, tantas veces caída, pero siempre erguida de nuevo. Esta misma bandera es la que hoy volvemos a erguir del suelo, con este encuentro y con nuestro trabajo diario. Roma, Italia y Europa retoman la herencia de Plinio Corrêa de Oliveira y renuevan hoy, a través de mis palabras, el empeño de hacer de su vida y de su obra nuestro futuro. * Presidente de la Fondazione Lepanto, profesor de Historia Moderna en la Universidad de Casino (Italia), vicepresidente del Consejo Nacional de la Investigación del gobierno italiano.
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Misa Solemne por el Centenario del Nacimiento de Plinio Corrêa de Oliveira |
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