En la edición anterior, el autor* trató de la creación del hombre; en la presente aborda la inmortalidad del Cielo y del Infierno, y su nexo lógico con la inmortalidad del alma, el premio eterno que merece el justo, o el castigo eterno que cabe al pecador.
Las mismas razones que prueban que el alma es inmortal, prueban también que ella será, o eternamente feliz en el Cielo, o eternamente desgraciada en el infierno. La vida presente, en efecto, es el tiempo de la prueba; y la vida futura es la meta, el término adonde debe llegar el hombre inteligente y libre.
Después de la muerte ya no habrá tiempo ni para el mérito ni para el demérito, ni habrá lugar para el arrepentimiento. Por consiguiente, los buenos quedarán siempre buenos, y los malos siempre malos. Es justo, pues, que así la recompensa de los primeros, como el castigo de los segundos, sean eternos. Dios ama necesariamente al justo, y es amado por él. ¿Por qué, pues, se ha de matar este amor, puesto que el justo permanecerá siempre justo? Por otra parte, la felicidad de la vida futura debe ser perfecta, y no sería perfecta una felicidad que no fuera eterna. Luego el premio del justo debe ser eterno. Análogas consideraciones prueban que el castigo del culpable debe ser eterno. El alma penetra en la vida futura en el estado y con los afectos que tenía en el momento de la muerte; y este estado y afectos son irrevocables, porque los cambios no pueden pertenecer sino a la vida presente, que es vida de prueba, pasada la cual todo ser queda fijado para siempre. El culpable persevera, pues, en el mal: permanece eternamente culpable, y no cesa, por consiguiente, de merecer el castigo. “El árbol queda donde ha caído: a la derecha, si ha caído a la derecha, a la izquierda si a la izquierda”.
* Extractos del libro La Religión Demostrada, del padre P. A. Hillaire (Editorial Difusión, Buenos Aires, 3ª edición, 1945, pp. 56-57).
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