Plinio Corrêa de Oliveira
Una tendencia muy frecuente en los artistas cuya producción puede ser reputada como típicamente del “siglo XX” consiste en la deformación del hombre. Huyendo de copiar la realidad con las formas en que las ve habitualmente el ojo humano, la representan con alteraciones destinadas, según afirman, a manifestarles el aspecto más profundo. Tomado en tesis, este proceso nada tiene de malo. Sin embargo, llama la atención que, cuando alteran los aspectos corrientes de la realidad, muchos artistas, de los más típicamente modernos, de hecho deforman la realidad casi hasta lo horrendo. Así, en los cuadros modernos, no es difícil encontrar figuras humanas perfectamente cónicas: cabeza minúscula, hombros poco más anchos que la cabeza, cintura mucho más ancha que los hombros, piernas que parecen ir ensanchándose hasta el tobillo en el cual se entroncan pies literalmente inmensos. En ciertas esculturas, los cuellos no son sólo gruesísimos, sino deformados, presentando en uno u otro punto bocios alarmantes. En suma, si algún mago apareciera a cualquier hombre normalmente cuerdo, y le ofreciera un líquido para transformar su fisonomía y su cuerpo en el de una figura-tipo del arte moderno, tal ofrecimiento sería seguido de un inmediato y enérgico rechazo... Esta obsesión por lo deforme, por lo feo, incluso por lo horrendo, llegó en ciertas producciones artísticas a los límites de lo inconcebible. Véase por ejemplo el cuadro titulado Nuestra imagen actual, que aquí publicamos. Es la figura moral del género humano, como la quiso presentar un artista típicamente ultramoderno. Que haya en el universo deformidades físicas y morales terribles, y que sea lícito al artista representarlas, siempre que de allí no resulte una ofensa a las buenas costumbres, nadie lo niega. Sin embargo, pintar sólo el horror, no pintar ni esculpir sino para deformar, como si el universo no fuera sino un receptáculo de ignominias, he ahí lo que revela un mal estado de espíritu, y una concepción indiscutiblemente falsa y peligrosa, tanto de los hombres, como del mundo.
Esta tendencia para lo horrendo tiene en su raíz una visión desesperada y blasfema de la creación, que es obra de Dios. Las pinturas o esculturas hechas bajo la influencia de esta visión deforman el alma; y los ambientes impregnados de este estado de espíritu sólo pueden degradar al hombre, extinguiendo en él todos los brotes de inteligencia y de voluntad para un ideal verdaderamente noble, puro y elevado. A título de contraste, presentamos aquí, tomado al azar de la inmensa producción artística de los siglos pasados, un cuadro que representa a un hombre en su madurez. Y mucho más que el físico de este hombre, retrata su estado de espíritu, su perfil moral. Es Richelieu, pintado por Philippe de Champaigne en tres actitudes diferentes. Todas las cualidades —y también todos los defectos— del gran estadista se reflejan en este admirable estudio, en que el alma humana es retratada en lo que tiene de más íntimo, vivo y sutil, sin que el artista haya necesitado recurrir, para esto, a deformaciones que degradan la propia naturaleza humana.
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