Una persona simple, cuando tiene verdadero amor a Dios, puede realizar grandes hechos, y asimismo, alcanzar una elevada santidad Plinio María Solimeo
Juan Ciudad Duarte nació en Montemor o Novo, en la provincia de Évora, Portugal. Sus padres eran tan humildes, que la historia no registró sus nombres. Cuando tenía ocho años, oyó a un español elogiar las bellezas de las iglesias y palacios de su tierra natal. Deseó verlas con sus propios ojos, y siguió al extranjero hasta llegar a la ciudad de Oropesa, en Castilla. Sólo entonces se dio cuenta que estaba solo en el mundo, y que no sabía cómo regresar. Sentado a la vera del camino, se puso a llorar, y después a rezar el rosario. Aquella que es Auxilio de los Cristianos no se hizo la desentendida. Pasó entonces por ahí un labrador acomodado, que le tomó como pastor. Entre soldado y pastor, no encuentra su vocación Juan Ciudad creció y se volvió un muchacho robusto, ejerciendo siempre el humilde oficio de pastor. A los 22 años, obedeciendo a la voz de la gracia que le indicaba que había nacido para algo grande, resolvió probar fortuna como soldado. Y cuando el conde de Oropesa reunía reclutas para combatir a los franceses en Fuenterrabía, se inscribió para ir con ellos. La vida licenciosa de los campamentos acabó ejerciendo una mala influencia sobre él, que poco a poco fue dejando las devociones; y al debilitarse su voluntad, sucumbió a las tentaciones. Se presentaron también otros peligros, como cuando montó una yegua que partió en carrera precipitada rumbo al campo enemigo. Como Juan la quiso frenar, próximo al campo francés ella le lanzó fuera de la silla, sobre unas piedras del camino. Temeroso de caer prisionero, imploró ardientemente el auxilio de la Reina del Cielo. La Santísima Virgen se le apareció y le dijo que aquella desgracia ocurrió porque ya no rezaba. Sin embargo no se enmendó, y surgió un peligro aún mayor. Por ser muy honesto, el capitán de la guarnición le confió los despojos recogidos del enemigo, para después distribuirlos entre los soldados. Pero algunos de ellos se lo robaron. El capitán quedó tan indignado, que le mandó ahorcar, y Juan recurrió de nuevo a la Madre de Dios. Al pasar un caballero por el lugar, suplicó y obtuvo del capitán que le conmutara la pena por el destierro del campo de batalla. El antiguo pastor regresó entonces a Oropesa y a su antiguo oficio. Algunos años después, ávido de defender la fe verdadera contra el Islam, Juan Ciudad se alistó en las tropas que acompañaron al emperador Carlos V a combatir al turco Solimán, que amenazaba con invadir Viena. El día 19 de setiembre de 1525 el moro sitió la capital austriaca, pero tal fue el ardor con que los católicos defendieron la ciudad, que Solimán abandonó la empresa, ordenando previamente la muerte de dos mil prisioneros como represalia. De vuelta a la península, Juan Ciudad peregrinó al sepulcro del Apóstol Santiago, en Compostela, y se dedicó nuevamente al pastoreo. Pero la voz interior no le dejaba quieto en aquella vida pacífica de pastor. Resolvió ir entonces al África, para defender nuevamente la fe contra los moros. Cuenta la tradición que en Gibraltar comenzó a vender libros y estampas piadosas. Cierto día encontró en el camino a un hermoso Niño, vestido de harapos, que le dijo: “Juan de Dios, Granada será tu cruz”. Y luego desapareció. El veterano pastor tenía 40 años cuando retornó a España, estableciéndose en Granada donde montó una pequeña librería de obras y objetos piadosos. Encuentro con el Santo de Ávila San Juan de Ávila predicaba en una iglesia de la ciudad sobre San Sebastián. Oyéndolo, quedó tan conmovido que prorrumpió en sollozos, gritando: “¡Misericordia, Señor, Misericordia!” Y se golpeaba el pecho, arrancándose los cabellos y la barba, de tal manera que algunas personas, tomándole por loco, lo llevaron al manicomio de la ciudad. En aquella época, uno de los tratamientos para tales casos era golpearlos sin piedad, según el dicho: “El loco por la pena es cuerdo”. Para sufrir por Nuestro Señor, él no decía nada. Esto duró hasta que San Juan de Ávila tomó conocimiento de lo que ocurría, y fue en su auxilio. Con intuición profética, le convenció a dedicarse al servicio del prójimo, donde Juan Ciudad encontró finalmente su vocación. «Todo el bien que haces a los pobres a Mí me lo haces»
En noviembre de 1537, alquiló una casa en Granada. Con limosnas compró camas, y salió en búsqueda de pobres y enfermos. A los que no podían caminar, los llevaba sobre los hombros. Nacía así el pequeño hospital que sería la cuna de la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. Aquel humilde pastor, abrasado por la caridad, se volvió así un verdadero organizador y precursor de todos los métodos de beneficencia modernos. Si cuidaba de los cuerpos, era para hacer bien a las almas. “¿Hace cuánto tiempo que no te confiesas?” —le preguntaba a sus pobres. Mostrándoles que muchas veces los males del cuerpo son consecuencia de los males del alma. Lavaba a los enfermos, curaba sus heridas, los consolaba, los alimentaba. Diariamente, después del atardecer, salía con un cesto de mimbre a las espaldas y dos calderos colgados de los hombros, a pedir limosnas para sus enfermos. “Hermanos, haced el bien a vosotros mismos” —gritaba por las calles, manifestando que quien da al pobre le presta a Dios. A fin de practicar también la obediencia, fue a someterse al arzobispo. Éste le dio todo su apoyo y protección, autorizándole a usar el apellido de Dios, que le había dado el Niño Jesús. Como andaba siempre vestido de harapos, porque al primer pobre más necesitado que él que aparecía le entregaba la ropa que usaba, el prelado le dio un hábito como el de los religiosos, prohibiéndole darlo a quien sea que fuese. Un hombre que vivía a costa de mujeres de mala vida se aficionó tanto al santo, que le daba muchas limosnas para sus pobres. Por un movimiento de la gracia, impresionado con tanta santidad y buen ejemplo, rompió aquella cadena maldita. Se puso bajo la dirección del santo, para auxiliarlo en el cuidado de los pobres y se convirtió en su primer discípulo. Cuando surgieron otros discípulos, pasaron a usar el mismo hábito que él. Pero el santo no pensaba en hacerse religioso ni en fundar una orden religiosa, hecho que solamente ocurrió seis años después de su fallecimiento. Los milagros comenzaron a ocurrir. Cierto día, en que se demoró más de la cuenta recogiendo las limosnas, se le pasó la hora de asear a los enfermos y limpiar la casa. Cuando volvió, encontró todo hecho. Preguntó a los enfermos quién le había sustituido; le respondieron que él mismo. Entonces les dijo: “Mucho os ama Dios, hermanos, pues manda a los ángeles para que os sirvan”. En otra ocasión encontró en la calle a un pobre tan pálido y macilento, que parecía presto a dar el último suspiro, y lo cargó hasta el hospital. Cuando quiso lavarle los pies, vio en ellos unas llagas hermosas y resplandecientes. Era Jesucristo, que le dijo: “Juan, todo el bien que haces a los pobres a Mí me lo haces”. No filantropía, sino verdadera caridad La caridad de San Juan de Dios no tenía límites. Obtuvo la conversión de mujeres de mala vida y las recogió en una casa para hacer penitencia; socorría a los pobres vergonzantes, es decir, a ricos que habían caído en la miseria; llevaba alivio moral y material a los presos; socorría a los obreros desempleados, a los estudiantes sin recursos y hasta a los monasterios necesitados; asistía a las casas de doncellas pobres, viudas desamparadas, amas de casa necesitadas y a todas les llevaba el sustento necesario; buscaba dote para casar doncellas, amparaba a las huérfanas en riesgo de perder su virtud; socorría a los pobres que tenían algún pleito para defender lo que era suyo y a los soldados con el sueldo atrasado. Su hospital era la casa propia de los pobres y peregrinos sin posada. Todo eso lo hacía con la intención de, a través de los cuerpos, salvar las almas. Cabe aquí una ponderación de Don Guéranger, abad de la célebre abadía de Solesmes, en Francia. Como el “primer y mayor mandamiento” nos lleva a amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios, prácticamente desapareció la verdadera caridad, pues lo que se hace por los pobres en nuestros días resulta de razones meramente naturales, y no del amor de Dios. La caridad fue así sustituida por la filantropía: “La filantropía, en nombre de la cual se pretende apartar del Padre común y socorrer a los semejantes apenas en nombre de la humanidad, es una ilusión del orgullo, sin ningún resultado. No hay posibilidad ni duración de unión entre los hombres, si están separados de Dios, que creó a todos y quiere atraerlos a todos a sí. Servir a la humanidad como tal, es hacer de ella un dios. Y los resultados han demostrado que los enemigos de la caridad no han sabido remediar las miserias del hombre, en esta vida, mejor que los discípulos de Jesucristo, que sólo en él pusieron los motivos y el entusiasmo para consagrarse a asistir a sus hermanos”.* Esto explica totalmente la caridad sobrenatural de San Juan de Dios. Víctima de la caridad hasta el lecho de muerte
Siempre pidiendo limosnas para su obra cada vez mayor, San Juan de Dios fue a Valladolid, donde se encontraba la familia real. Le presentaron entonces al príncipe heredero, el futuro Felipe II. Cayendo de rodillas ante él, le dijo San Juan: “Señor, a todos acostumbro llamar hermanos; pero a vos, que seréis mi rey y señor natural, no sé cómo llamar”. Respondió Don Felipe: “Llamadme como quisiereis, hermano”. A lo que retrucó el santo: “Pues yo os llamo mi buen príncipe, y buen príncipe os haga Dios en el reinar, y buen fin os dé para que os salvéis”. Con ello conquistó la simpatía y muchos auxilios del gran Felipe II. Al llegar a los 56 años de edad, estaba consumido por las penitencias y por los trabajos, y tuvo que retirarse a su pobre celda en el hospital. Pero al oír que el río que pasa por Granada traía en su lecho mucha madera, se levantó a fin de recogerla para sus pobres. Estaba concentrado en esa faena, cuando vio que uno de los ayudantes del hospital era llevado por las aguas. Se sumergió para intentar salvarlo, pero no lo consiguió. Con fiebre alta, fue llevado al hospital. Doña Ana Osorio, esposa de don García de Pisa y Villarreal, viéndole tan falto de asistencia y de alivio, obtuvo del arzobispo una orden para que fuese llevado a su casa solariega. A pesar del esmerado tratamiento que allí recibió, falleció el día 8 de marzo de 1550. Notas.- * Don Próspero Guéranger, El Año Litúrgico, Editorial Aldecoa, Burgos, 1956, t. II, p. 833. Otras obras consultadas.- F.M. Rudge, Saint John of God, in The Catholic Encyclopedia, Online Edition, by Kevin Knight, www.newadvent.org
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