Plinio Corrêa de Oliveira La indolencia, propia de muchas poblaciones que vivieron 50 años o más bajo la tiranía comunista, era acentuada por el hecho que, en ese régimen, todos tenían que trabajar más o menos gratuitamente para el Estado. A cambio, se les exigía poco trabajo, el cual además era realizado sin mayor preocupación, porque nadie —salvo los privilegiados de la nomenklatura— tenía derecho de asegurarse para sí una mejora de las condiciones de vida, obtenida sistemáticamente en función del aumento cualitativo y cuantitativo de su trabajo.
Así, el modo de vivir era vegetar. Pero vegetar, bajo cierto punto de vista, es descansar. Y el mero descanso, aún en la indigencia, para muchos individuos o para muchos pueblos, es un estilo de gozar la vida propio de los fracasados. Se introdujo así, en aquellas poblaciones, la idea de que trabajar mucho para producir mucho no compensa la fatiga de trabajar, la preocupación de estar concibiendo negocios y el temor del perjuicio generalmente acarreado por negocios mal hechos. Todo este fardo de esfuerzos y aprensiones pesa sobre el hombre, y no compensa —según estos apologistas de la pereza— el esfuerzo que exige. Más vale la pena trabajar lo menos posible, comer igualmente lo menos posible, descansar mucho, embriagarse mucho… antes que trabajar mucho, consumir en abundancia y mejorar constantemente el propio nivel de vida. Lo indispensable, lo conveniente y lo superfluo ¿Qué viene a ser, en este caso, consumir? La primera idea que salta al espíritu es la de comer, lo que por cierto está incluido en el concepto de consumo. Sin embargo, consumir significa también tener en la vida otros placeres, no necesariamente los del magnate de Mamón (a quien le están abiertas las puertas del alto consumo), sino placeres que proporcionan bienestar al hombre, en mayor o menor proporción, conforme las apetencias de su naturaleza.
La palabra consumir abarca por lo tanto el conjunto de aquello que apetece a las justas temperancias de la naturaleza humana. En el ámbito del consumo de una ciudad pueden existir bienes que de ninguna manera son necesarios para saciar el hambre, y que en rigor no son indispensables para vivir, como por ejemplo tres o cuatro grandes teatros, en los cuales haya permanentemente exhibiciones artísticas de gran valor, a las que una parte de la población, aficionada a esos espectáculos, asiste. En el mismo orden de ideas estaría un óptimo museo, una galería de arte, un excelente tren urbano. El concepto de consumo incluye, pues, todo aquello que es indispensable para que el hombre pueda vivir, pero incluye también lo conveniente, y en lo conveniente, hasta lo superfluo, que hace la vida agradable. Una madre de familia entra en un almacén y ve una figura de porcelana representando una pastora conduciendo un corderito; ella juzga que sería agradable tenerla en el centro de mesa de su sala; lo compra: ella consumió. Ella no va a comerse aquel objeto de porcelana; lo adquirió apenas para que todos lo miren. Sin embargo, es un verdadero consumo. Tesis típicamente socialista
Va naciendo ahora una tesis. Y, si se le da toda la atención, se nota, desde luego, un cuño socialista característico. Dado que unos tienen mucho y otros tienen poco, es preciso que los que tienen mucho se queden sólo con lo indispensable para vivir y den todo lo superfluo a los demás. Porque si ellos reúnen en torno de sí objetos de lujo, de confort, con eso consumen mucho. Correlativamente comen mucho, beben mucho, gozan de vacaciones fastuosas, cuando viajan es por aire, preferiblemente con avión propio, tienen una pista de aterrizaje en su propiedad rural, helipuerto en el jardín de su casa, etc. Ahora, según los anticonsumistas aquello que no es indispensable para vivir, el hombre no lo puede tener. Así, nadie tiene derecho de gastar en helicópteros, ni en viajes, ni en figuras de porcelana: todos deben gastar para ventaja de todos.
Quien fuese trabajador, aquel a quien Dios dotó con mayor capacidad de trabajo, si diese para los otros el fruto de su trabajo, ese procede bien. Pero si él acumula para después consumir, consigo mismo o con los suyos, es un gran egoísta. Resultado: ¡en una sociedad en la cual nadie tiene ventajas por trabajar más que los otros… nadie trabaja más que los otros! Es una sociedad organizada con ventajas para los perezosos, con perjuicio de los trabajadores auténticos, de los diversos niveles sociales. En esa sociedad, prácticamente desaparece la abundancia. Voltaire, hombre pésimo, ateo despreciable, pero que tenía cierto espíritu —con el cual, a propósito, hizo grandísimo mal a la tradición europea, fue difusor encarnizado de los principios de la Revolución— Voltaire, sin embargo, lanzó una frase al mismo tiempo espirituosa y no desprovista de profundidad: “Lo superfluo, esa cosa tan indispensable…” Es lo contrario de lo que inculca el anticonsumismo. Para que haya estímulo a que se trabaje, es necesario dar a quien trabaja la debida compensación. Para aprovechar en beneficio de la sociedad a los más productivos —en una palabra, a los mejores— es necesario que ganen más. Si eso no ocurre, la sociedad flaquea y cae en el no-consumismo. Y de ahí resbala hacia un estado de pobreza crónica, perezosa, enmollecida, que tiende, en último análisis, a la barbarie. Naciones ricas y pobres: dicotomía ilusoria
Según una concepción muy difundida —y que aún recientemente encontró guarida en no pocos participantes de la Conferencia de El Cairo— el mundo se divide en dos partes: las naciones ricas y las naciones pobres. Las naciones ricas consumen: son los Estados Unidos, Canadá, los países de Europa Occidental, Japón. Del otro lado, las naciones de América Española y América Lusa, las naciones del África, de Asia y de Oceanía, que no tienen el nivel económico de Europa y de América del Norte. Entonces —según los propugnadores del anticonsumismo— América del Norte, Europa Occidental y Japón, naciones consumistas, oprimen a las naciones pobres, defraudándolas en toda especie de negocios. Consecuentemente, las naciones expoliadas, no consumistas, deben hacer una contraofensiva al mundo consumista, obligándolo a bajar su nivel de consumo, y nivelándolo hacia abajo con el mundo pobre. Con ello, todos caerán en una situación parecida a aquella en que la dictadura comunista arrastró a Rusia y a las naciones satélites del antiguo imperio soviético. Y, también, análoga a la que el viejo tirano de Cuba mantiene a sus infelices compatriotas. A favor de un consumismo sensato y proporcionado
Frente a ese anticonsumismo retrógrado, debemos propugnar un consumismo sensato, proporcionado, en que las naciones más ricas, lejos de imponer a las más pobres condiciones de vida casi insostenibles, busquen, por el contrario, estimular la producción de esos hermanos pobres, proporcionándoles salarios y niveles de existencia alentadores, los cuales den a éstos el placer de un consumo gustoso y agradable, que los estimule a trabajar siempre más. “Dinero —deberían decir los pueblos más ricos— podréis obtener de nosotros, si trabajáis. Sed hombres productivos, procurad atraer sobre vosotros, a fuerza de trabajo, todo el bien que deseareis. Sólo si resultasen frustrados, sin culpa vuestra, esos meritorios esfuerzos, extendednos la mano para pedir ayuda. Reconocemos, en tal caso, que será obligación nuestra atender vuestro justo pedido, de modo que renunciaremos de buen grado a lo que nos es superfluo, para así proporcionaros lo que os es necesario”. Hacer de la convivencia mundial una liga en que los pueblos más capaces trabajen inútilmente, sin ventaja propia, en beneficio de los incapaces, perezosos, vagos… eso es inaceptable.
La glorificación de la vagancia es propia del socialismo y del comunismo, no de la civilización cristiana y de la doctrina católica. Es, sin embargo, hacia donde conduce el anticonsumismo, ocioso, bebedor, enemigo de la civilización, del bienestar y del buen vivir de todos los hombres. Cf. Catolicismo, agosto de 1995.
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¡Abundancia! Un bien que el anticonsumismo proscribe |
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