Al más ilustre de los peruanos El próximo 6 de mayo se conmemora el cincuentenario de la canonización de este santo peruano del siglo XVII, conocido en el mundo entero por su caridad eximia y sus extraordinarios milagros, que rayan en lo mítico Pablo Luis Fandiño Hace exactamente 50 años, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, el Papa Juan XXIII inscribía solemnemente en el catálogo de los santos al limeño Martín de Porres Velásquez (1579-1639), convirtiéndose en el primer mulato en ser canonizado por la Iglesia. Fray Martín gozaba ya en vida de fama de santidad. Prueba de ello fue su multitudinario entierro. La ciudad entera se volcó para verlo por última vez “exhalando de sí una fragancia tan grande que embelesaba a los que se acercaban, y le hacían pedazos la ropa que tenía, de manera que fue menester vestirlo muchas veces y pedir guarda especial para el cuerpo. Y se resolvió enterrarlo luego aquella tarde por evitar inconvenientes”.1 Su cuerpo fue llevado procesionalmente hasta su sepultura en hombros de Feliciano de la Vega (arzobispo de México), Pedro de Ortega Sotomayor (deán de la catedral de Lima y después obispo del Cusco), Juan de Peñafiel (oidor de la Real Audiencia) y Juan de Figueroa Sotomayor (regidor del cabildo y más tarde alcalde limeño), entre otras notabilidades presentes a la hora del entierro. En la víspera, su amigo, el virrey conde de Chinchón se hizo presente ante su lecho y “arrodillado le besó la mano y le rogó que intercediera ante Dios por él”.2 Con el trascurso del tiempo su fama de taumaturgo y hombre de Dios no ha hecho más que crecer, desbordando las fronteras de su Lima natal, del Perú y de América, hasta llegar a los rincones más apartados del orbe. Los milagros aprobados por la Iglesia para su canonización ocurrieron en Asunción (Paraguay) y en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias); aunque ya se habían presentado casos operados en Cajamarca (Perú), Detroit (EE.UU.) y Transvaal (Sudáfrica) que fueron desestimados. Lectura amena e interesantísima Su vida y sus milagros han llegado hasta nosotros a través de la tradición oral y de los testimonios manuscritos. El ejemplo de San Martín de Porres ha servido de inspiración a decenas de autores peruanos y extranjeros, de las más variadas especialidades: historiadores, médicos, religiosos, políticos y literatos. Ellos han escrito más de un centenar de volúmenes, cuyas ediciones y reediciones son incalculables. Se han publicado libros en español, latín, inglés, portugués, francés e italiano; al igual que en alemán, polaco, vietnamita y chino. Sin embargo, nada existe de más auténtico cuanto el propio Proceso de Beatificación. En él se recogen las declaraciones recabadas en Lima en 1660, 1664 y 1671 a más de setenta personas durante el desarrollo del Proceso Diocesano. La mayor parte de ellas conocieron y trataron íntimamente a fray Martín de Porres y fueron testigos directos y presenciales de los hechos que narran.
Aunque la lectura de los procesos de beatificación pueden resultar un tanto tediosos hasta para los eruditos, debido a la invariable repetición de preguntas que se formulan a los declarantes y a sus monótonas respuestas, tan semejantes entre sí, en este caso sucede todo lo contrario. Como lo declara el padre Fray Tomás S. Perancho en la introducción del Proceso de Beatificación de fray Martín de Porres publicado por el Secretariado de Palencia en 1960: “La lectura del Proceso resulta amena e interesantísima: lo primero por la multitud de detalles curiosos que aportan los numerosos testigos que declaran, y lo segundo, por el realismo con que destacan las virtudes del sujeto que va camino de los altares”.3 A medida que se le conoce, crece y se eleva su figura Al penetrar en el estudio y el conocimiento de la vida de San Martín de Porres sucede también algo paradigmático: cuanto más profundizamos en la materia, más crece y se eleva a los ojos del lector nuestro personaje. La tradición oral, transmitida de padres a hijos y cuya fuente natural era el propio convento de Nuestra Señora del Rosario de Lima —donde nuestro santo pasó la mayor parte de su existencia terrena— , lejos de ser desmentida es corroborada y engrandecida por los patentes testimonios del Proceso Diocesano. En él cabe destacar tanto la multitud de los declarantes, cuanto su idoneidad (superiores de conventos, predicadores generales, maestros en sagrada teología, obispos, etc.), quienes además aseveran haber visto y oído por sí mismos lo que testifican. Cuando hablan hombres de tan elevada talla moral, reafirmándose unos a otros en sus testimonios, aseverando que lo han visto y palpado, y por añadidura juran por Dios que dicen la verdad, resulta pues inevitable dar por auténticos los hechos. Pero además de contar con una sólida base documental, para mejor comprender a nuestro santo, es imprescindible conocer adecuadamente la época en que vivió. Como bien puntualiza el historiador: “Querer juzgar ese ambiente y ese pensamiento con criterio actualizante o vanguardista es error irreversible, reñido en esencia con la investigación histórica”.4 Una dulce primavera de la fe en el suelo americano Apagados los fragores de la conquista del imperio inca, cesadas las luchas fratricidas, disipadas las ambiciones personales, fue instaurándose gradualmente la paz en nuestra tierra. No cualquier paz, sino “la paz de Cristo en el reino de Cristo”. Y a partir de ese momento se pudo emprender la magna labor evangelizadora y civilizadora del cristianismo. Germinó entonces, naturalmente, una dulce primavera de la fe en el suelo americano. Basta pensar que en una pequeña metrópoli como era la Ciudad de los Reyes a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, coincidieron cinco grandes santos: Santa Rosa de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano, San Juan Masías y San Martín de Porres, junto con más de un centenar de siervos de Dios e infinidad de personas que llevaron una vida ejemplar y devota. Al enfocar la vida de nuestro héroe, muchos han caído en la tentación de resaltar lo episódico, lo pintoresco, lo gracioso, lo trivial, con lo cual se puede llegar a dibujar una figura minimalista. Llama la atención, por ejemplo, el sinnúmero de ocupaciones y oficios que asumió fray Martín en el convento mayor de los dominicos en Lima. Portero, campanero, barrendero, limosnero, barbero, herbolario, enfermero, cirujano menor y encargado de la ropería. Atendiendo con la mayor diligencia a una comunidad que sobrepasaba los doscientos frailes, además de novicios, hermanos legos, donados, personas de servicio y hasta esclavos que eran propiedad del convento. Además de una infinidad de pobres, indios, esclavos y menesterosos que acudían a pedir socorro a sus puertas. ¿De dónde sacaba Martín las fuerzas para cumplir con tantas obligaciones? – De la oración, a la que dedicaba la mayor parte del día y de la noche, pues es opinión general que dormía muy poco. Fray Juan de Arguinao, arzobispo de Santafé de la Nueva Granada, Bogotá (1661-1678) —que conoció a fray Martín desde su ingreso al convento de Nuestra Señora del Rosario hasta la muerte del santo— declaró en el Proceso Diocesano: “que en lo adverso y próspero de esta vida mortal siempre vio al venerable hermano fray Martín de Porras con un mismo semblante, sin que lo próspero le levantase, ni lo adverso le deprimiese o contristase, de lo cual se seguía que en las adversidades, acaecimientos y enfermedades, siempre se mostraba pacientísimo, conformándose con la voluntad de Dios, que era su norte y guía”.5 Consejero de grandes y pequeños Entre sus amigos íntimos no faltaron los potentados de la época: el virrey, el arzobispo, el alcalde y el rector de la Universidad de San Marcos. Muy característicos fueron, por ejemplo, los encuentros mensuales que por espacio de diez años fray Martín sostuvo en palacio con don Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla —Conde de Chinchón y Virrey del Perú (1629-1639). Tales reuniones no eran para confesar a su ilustrísima, sino para aconsejarle en los más graves asuntos de estado con su extraordinario y fino sentido común. Así como cuando los indios lo confundían con un sacerdote, y él solía decirles “Hijos, yo no soy de misa”, tanto el virrey como fray Martín conocían perfectamente cuál era su condición. Durante el Consistorio sobre la canonización del beato Martín de Porres, que tuvo lugar el 12 de abril de 1962, el Papa Juan XXIII se expresó del siguiente modo a los cardenales presentes: “Habéis podido admirar la acendrada piedad del beato Martín al Divino Redentor del género humano, tanto oculto en la Eucaristía como elevado en la cruz, y a la Virgen María reina celestial. También habéis podido admirar su sencillez de espíritu en la continua disposición a obedecer y servir a todos, considerándose siempre el más inferior”.6 San Martín de Porres llevó la práctica de la virtud de la humildad al más alto grado y quizás sea por eso que Dios lo haya recompensado con tantos dones. Hoy, al cumplirse el cincuentenario de su canonización, la Nación está en el deber de reconocerlo como el más ilustre de los peruanos.7 Nuestra actitud ante el cincuentenario ¿Y cómo podemos nosotros, simples fieles católicos, asociarnos convenientemente a este cincuentenario? ¿De qué manera podríamos al mismo tiempo contribuir a su brillo y beneficiarnos de sus gracias? El ilustre apóstol seglar del siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira, nos da la clave para una respuesta: él solía decir que la mejor forma de agradecer a Dios por las gracias recibidas es pedirle más gracias. Es un reconocimiento de su infinita bondad y poder, y una expresión de nuestra amorosa dependencia de Él. Lo mismo vale, proporcionadamente, con relación a la Santísima Virgen, Medianera de todas las gracias, y a los santos que Dios colocó como intercesores ante su divina clemencia. Por otro lado, como recuerda San Luis María Grignion de Montfort, así como la gracia perfecciona la naturaleza, la gloria perfecciona la gracia. Es decir, San Martín de Porres es ahora, en el cielo, incomparablemente más solícito con quienes acuden a él de lo que fuera mientras vivió. Y si en su existencia terrena no hubo quien dejase de ser atendido, ¿cuánto más no estará dispuesto a ayudarnos, ahora que goza de la gloria eterna? Entonces, en este cincuentenario honremos debidamente a nuestro querido fray Martín, de dos maneras: primero, dando público testimonio de nuestra gratitud hacia él, participando en homenajes que se le tributen como triduos, procesiones, novenas, etc.; y, al mismo tiempo, aprovechando esas ocasiones para pedirle todo aquello que necesitemos, siempre ordenado a la gloria de Dios y a nuestra salvación. ¡Con certeza no seremos defraudados! Notas.- 1. Proceso de Beatificación de fray Martín de Porres, Secretariado «Martín de Porres», Palencia, 1960, p. 92.
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