En una sociedad bien organizada existe una especialización de funciones, así como la institución del mayorazgo —que consiste en conceder al hijo primogénito la mayor parte de la herencia paterna— a fin de preservar el patrimonio familiar Plinio Corrêa de Oliveira
Como ustedes están viendo, todos los pensamientos, toda la impostación de nuestro libro está basada en la orientación de Pío XII.1 Los textos de Pío XII son la base, son el fundamento de lo que expongo. Dentro de esa fidelidad a la doctrina enseñada por aquel Pontífice, que es la doctrina tradicional de la Iglesia, una de las tesis más importantes del libro es la de que, en una sociedad orgánica bien constituida, debe haber una diversidad jerárquica y armónica de clases sociales, un intercambio de ayuda y de servicio entre ellas. Todas deben ser atendidas en sus necesidades para que puedan vivir según su posición en la escala social. Quien está hipnotizado por el problema de atender apenas a los obreros manuales y se opone al auxilio a las otras clases, tiene un espíritu de lucha de clases, un espíritu marxista. Para los comunistas debería haber una sólo clase, la proletaria. La dictadura comunista sería la dictadura del proletariado. El gobierno emanado de esa clase única ejercería sobre toda la población no proletaria una autoridad despótica,que reduciría todo al proletariado. Ahora bien, quien posee esa visión de las cosas no comprende la utilidad de este libro. Es evidente que soy favorable a que se ayude a la clase obrera. Pero tal ayuda no debe consistir en reducir a las otras clases a mera apariencia, y obligarlas a tener un papel nulo dentro de la sociedad. Esto sería hacer el juego del comunismo, que desea su extinción.
Cada clase tiene el derecho a las condiciones necesarias para vivir como corresponde a su posición social. Una clase de profesionales liberales, de militares, de diplomáticos, debe tener los medios suficientes para vivir de acuerdo a su condición de profesionales liberales, de militares o de diplomáticos. En una sociedad bien organizada, en que existen funciones diferentes, trabajos diferentes, responsabilidades diferentes, es necesario que cada uno tenga la posibilidad de vivir conforme a la situación que ocupa. Por el principio de la especialización de las funciones, los que pueden menos deben hacer menos, y los que pueden más deben hacer más. Para la sociedad no existe ventaja alguna en que un científico altamente calificado sea obligado a lavar diariamente los platos en su propia casa. Existen personas con menos inteligencia, menos capacidad, menos discernimiento de las cosas, que pueden lavar los platos mejor que él. No es verdad que quien puede lo más puede lo menos; muchas veces quien puede lo más es incapaz de hacer lo menos. La correcta observancia de estos principios resulta en provecho de toda la sociedad, pues ésta lucra cuando sus científicos invierten su tiempo y sus preocupaciones en resolver los problemas que les son afines, y no sean obligados a realizar funciones que perjudicarían su contribución al bien común y que podrían ser ejecutadas más perfectamente por otros menos dotados que ellos. Pues el propio bien común supone una clase, un padrón, un tratamiento, una situación diferente, conforme a la nobleza intrínseca del trabajo ejecutado. Un gran científico, por ejemplo, hace parte de un cierto tipo de élite; favorecerlo es favorecer a toda la sociedad y, por lo tanto, también al proletariado. Un cierto número de sacerdotes y de obispos contemporáneos conciben la Iglesia a la manera de un partido laborista, o de un sindicato, que debe favorecer apenas a los trabajadores manuales. Sin embargo, la Iglesia, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, tiene por deber, por misión, favorecer a todo el conjunto social y no apenas a una clase, sea cual fuere. Patriciado romano y Nobleza romana El Patriciado romano se subdividía en dos categorías:2 a) Patricios romanos, que descendían de aquellos que habían ocupado en la Edad Media cargos de gobierno civil en la Ciudad Pontificia; b) Patricios romanos conscritos, los cuales pertenecían a alguna de las sesenta familias que el Soberano Pontífice había reconocido como tales en una bula especial, en la cual se las citaba nominalmente. Constituían la flor y la nata del Patriciado romano. La Nobleza romana estaba también subdividida en dos categorías: a) Los nobles que descendían de los feudatarios, es decir, de las familias que habían recibido un feudo del Soberano Pontífice; b) Los nobles simples, cuya nobleza les venía de haberles sido atribuido un cargo en la Corte, o directamente de una concesión Pontificia. La institución del mayorazgo Una institución que existía en otras épocas con la finalidad de que las familias —y, por lo tanto, las clases— se mantuvieran en la posición social y económica que les competía, era el mayorazgo. Consistía éste en conceder al hijo mayor —el heredero del mayorazgo— la mayor parte de la herencia paterna, mientras que los otros hijos recibían apenas una parte diminuta. Así, el primogénito podía conservar el status social y económico de los padres, mientras que los hermanos menores buscaban ganarse la vida de modos y en lugares diversos. En el caso de una familia noble, apenas el primogénito heredaba el título, mientras que los otros hijos eran considerados hidalgos (“hijos de algo”).
Así el patrimonio familiar era preservado, pasando prácticamente intacto a manos del hijo mayor. La ley de la partición obligatoria, por el contrario, obliga a dividir igualmente la herencia entre todos los hijos. Al cabo de algunas generaciones, el antiguo patrimonio familiar está liquidado; y la familia, como un todo, decae en su posición social y económica. Son pocas las familias que consiguen escapar de esa decadencia, en virtud de tal ley. Es oportuno notar que la institución del mayorazgo, durante la Edad Media y el Ancien Régime, existía incluso para las familias de la plebe, con modestos recursos financieros,los cuales, sin embargo, querían ser preservados. Al contrario de lo que parece, la institución del mayorazgo no traía sólo ventajas para el hijo mayor y sólo prejuicios para los otros hermanos. Pues cualquiera de ellos tenía el derecho de ser mantenido por el primogénito, en caso de infortunio personal. Los hidalgos, aunque parientes en grado relativamente distante, al sufrir un accidente que les impidiera trabajar y proveer al propio sustento, tenían el derecho de vivir en la casa señorial de la familia y recibir todo lo necesario para sí y para su familia, por tiempo indeterminado. El patrimonio del mayorazgo era, así, una especie de instituto de seguridad social para toda la familia. El mayorazgo no era un mar de rosas para el primogénito. Pues a él le competía trabajar arduamente para sacar de la tierra y de los bienes que había heredado el sustento para todas las personas de la familia que estuviesen en necesidad. Tanto así que muchas veces el heredero renunciaba al mayorazgo y lo transfería a un hermano menor. Prefiriendo ir a la guerra que continuar con el trabajo y la responsabilidad de sustentar a los parientes necesitados. El mayorazgo era, por lo tanto, una función honrosa pero pesada. Era también una institución justa. Injusto es que la familia desaparezca como unidad socioeconómica después de algunas generaciones, a consecuencia de sucesivas particiones obligatorias. Y, como no podía dejar de ser, mucho mejor era depender del heredero del mayorazgo o de sus descendientes, que de los modernos institutos de seguridad social, esta infeliz excrecencia del paternalismo estatal socialista.
1. PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA, Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, Ed. Fernando III el Santo, Madrid, 1993. 2. Op. cit., p. 24, nota 3.
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