¿No podría haber ocurrido un fraude histórico? Si dentro de la historia religiosa de otros pueblos existe una coherencia interna en sus escrituras, ¿ellas no podrían ser también la revelación divina a los hombres? ¿Qué es lo que garantiza la exclusividad del Cristianismo? ¿Qué le faculta reconocerse como la Verdad, en detrimento de todas las otras religiones? Dirán, tal vez: “Sólo Cristo resucitó”. Sí, sólo Él. Lo dicen los relatos. ¿Pero cómo un cristiano puede tener la certeza de la veracidad de esos relatos? No tengo la menor dificultad de creer en Dios. Aun la razón natural nos lleva hasta Él. Pero pregunto por Cristo, ¡específicamente por Él!
El lector tiene razón al colocar la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo como verdad central de nuestra fe. “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe”, decía el Apóstol San Pablo, al dirigirse a los corintios (1 Cor. 15, 17). Y esa verdad nos es transmitida por los relatos evangélicos, así como por el testimonio de los Apóstoles y sus discípulos, consignados en sus epístolas y en el Apocalipsis que, a continuación de los cuatro Evangelios, componen el Nuevo Testamento. Aquí cabe desde ya una primera aclaración, la cual puede ayudar a nuestro lector a vencer las “dudas tenaces” que aún lo retienen en el paso decisivo y final de vuelta a la fe cristiana: ¡la verdad de la Resurrección no nos es transmitida apenas por los relatos del Nuevo Testamento, sino también por la Tradición de la Iglesia!
En efecto, el edificio de la Iglesia está sustentado por dos pilares: la Sagrada Escritura y la Tradición. Fue por haber negado esta última, que los protestantes terminaron cayendo en el vacío. Enredándose en las dificultades exegéticas de los libros sagrados, comenzaron por dudar de algunas partes de los relatos evangélicos, llegando por fin a cuestionar toda su historicidad, que no depende de la fe, pero es su preámbulo. Naturalmente, en ese proceso, una de las primeras verdades que voló por los aires fue la historicidad de la Resurrección de Jesucristo. Y con ello, su fe se volvió vana —es decir, vacía (vana viene del latín vanus, que significa vacío)— como lo alertó San Pablo, en el pasaje antes citado. Importa, pues, conceptuar adecuadamente lo que la doctrina de la Iglesia entiende por Tradición. Asistencia del Espíritu Santo Como es fácilmente comprensible, la primera generación de cristianos no disponía de ninguno de los escritos del Nuevo Testamento, ¡por la simple y obvia razón de que éstos aún no habían sido escritos! Los primeros cristianos adquirieron la fe por la prédica de los Apóstoles, acompañada y refrendada por prodigios y milagros extraordinarios, por el testimonio de los discípulos de Nuestro Señor y de todos aquellos que de algún modo habían presenciado episodios de la vida del Divino Maestro. Como decía el mismo San Pablo, fides ex auditu — “la fe proviene de oír” (Rom. 10, 17), es decir, por la predicación. Lo cual es válido también después de la elaboración de los escritos del Nuevo Testamento, pues de una parte no todo lo que Jesús hizo y enseñó quedó consignado en esos escritos, y de otra parte la predicación nunca cesó en la Iglesia. Es a esta transmisión continua en la Iglesia, de generación en generación —bajo la inspiración del Espíritu Santo— de los hechos de la vida de Jesús y de sus enseñanzas, que se llama Tradición. Ella misma fue en buena medida escrita posteriormente, a partir de los Padres Apostólicos y de los Padres de la Iglesia. Conviene destacar la importancia de este punto: de nada aventajaría esa predicación ininterrumpida si ella procediese de un “fraude histórico” o si se deformase a lo largo del tiempo. Lo que nos garantiza contra esa deformación, o existencia de un fraude histórico inicial, es la asistencia permanente del Espíritu Santo a la Iglesia. Por eso, es el Magisterio de la Iglesia —asistido continuamente por el Espíritu Santo— que asegura tanto la autenticidad de la Sagrada Escritura como la fidelidad de la Tradición a las enseñanzas de Jesús y de los Apóstoles. Los atractivos y esplendores de la fe Todo esto es muy claro y coherente, dirá el lector. Pero toda esa coherencia —proseguirá él— se desarrolla en el ámbito interno de la fe, más precisamente de la fe católica. Quien está fuera de ese ámbito alegará, contra ese raciocinio, el defecto fundamental de petición de principio. Es decir, las premisas, el desarrollo de la argumentación y la conclusión se sitúan en un círculo cerrado, sin un principio válido para quien está fuera de ese círculo. Por lo tanto, todo ese raciocinio no vale para quien no tiene fe. Y quien no tiene fe no tiene cómo entrar en ese sistema cerrado sobre sí mismo. Los apologistas católicos de todos los tiempos siempre se vieron envueltos por esa objeción. Y desarrollaron respuestas muy interesantes para mostrar lo que un incrédulo podría hacer para penetrar en el ámbito de la fe. Es conocida, por ejemplo, la propuesta del infortunado Pascal: procede como si tuvieseis fe —decía él— y verás como todo se articula armoniosamente ante tus ojos; y así la fe nacerá en tu alma. La propuesta tiene la marca del genio del famoso sabio francés —quien resbaló, lamentablemente, en la perniciosa herejía del jansenismo— y muestra un aspecto profundo de la cuestión: es tal el esplendor de la coherencia interna de la Buena Nueva del Evangelio, que un espíritu desapasionado no dejará de maravillarse con él y así abrir su alma a la fe. El consejo, como se ve, es sugestivo, pero tiene el defecto de no poner en el debido realce los dos factores implicados en el acto de fe: de un lado Dios, sin cuya gracia nadie puede alcanzar la fe (mas esta gracia Él no se la niega a nadie); de otro lado, el misterio del corazón humano que, como se acostumbra decir, tiene una cerradura que sólo se abre desde adentro. Así, puede ocurrir que, en el momento en que Dios le ofrece el don de la fe, cuya semilla es implantada en el bautismo, el hombre mantenga clausurada la cerradura de su corazón. Y, por lo tanto, incluso ante los mayores atractivos y esplendores de la Fe, el hombre se mantenga gélido e impenetrable. No es por lo tanto el dominio de la fe que es impenetrable para el hombre, sino el hombre incrédulo que, por culpa propia, se vuelve impenetrable al don gratuito de la fe. El reencuentro del camino de la Fe católica Y ese misterio se desenvuelve en lo más profundo del alma humana, en aquel punto que San Pablo señalaba con palabras misteriosas, designándolo como el punto de separación entre el alma y el espíritu: “Puesto que la palabra de Dios es viva, y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos, y que entra y penetra hasta los pliegues del alma y del espíritu, hasta las unturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb. 4, 12). Es en esta profundidad que se da la aceptación o el rechazo del don de la fe por el hombre. Ahora bien, respetando la libertad del hombre, Dios no fuerza la cerradura del corazón humano, imponiéndole un don indispensable para la salvación, pero que él no quiera aceptar. Es necesario pues que el hombre haga un serio examen de conciencia para verificar cómo es que su alma se pone delante de la gracia que Dios le ofrece: si es de abertura o de rechazo. En el primer caso, el acto de fe será fácil; en el segundo caso, trabajoso, y muchas veces terminará en un orgulloso e imperdonable rechazo. En cuanto a esta predisposición del alma, cabe distinguir entre hábitos mentales defectuosos —me refiero especialmente al sesgo racionalista imperante en la cultura moderna, que contamina hasta a personas virtuosas, y que desea abarcar a Dios con los limitados brazos de la razón humana— y vicios morales (vemos bien que éste no es su caso, gracias a Dios). De unos y de otros el hombre debe librarse para que penetre en él la virtud teologal de la fe. En ese sentido amplio se puede interpretar la bienaventuranza evangélica: “Bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios” * * * Mucho más habría que decir sobre la pregunta recibida —sería necesario escribir un libro— pero esperamos que las presentes consideraciones ayuden al estimado lector, que busca rectamente la verdad en Nuestro Señor Jesucristo, a reencontrar, con el auxilio de la Santísima Virgen, Medianera de todas las gracias, el camino de la Fe católica.
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