Reina de Alemania Madre de emperador, de reyes y de un santo; abuela materna de Hugo Capeto, fundador de la dinastía de los Capetos que gobernó Francia hasta 1848. Ilustró el trono con sus singulares virtudes. Plinio María Solimeo Nuestro Divino Redentor afirmó que es muy difícil que un rico entre en el reino de los cielos (Mt 19, 23). Pero no dijo que es imposible. La dificultad está en que, en la prosperidad y en la abundancia, se encuentran más dificultades para desprenderse de las cosas de la tierra a fin de pensar en las del cielo. Sin embargo, un rico puede y debe santificarse, utilizando adecuadamente los bienes que la Providencia pone en sus manos. En las vidas de los santos encontramos muchos ejemplos de ello. En efecto, entre los santos canonizados figuran emperadores, reyes, príncipes y muchos seglares de proyección, que utilizaron sus riquezas para cumplir los preceptos evangélicos. Un ejemplo es Santa Matilde, reina de Alemania, notable por su amor a Dios, que la llevaba a amar también a los pobres y necesitados. Su fiesta se conmemora el día 14 de marzo. Educación esmerada y matrimonio ejemplar Santa Matilde nació en Engern, Westphalia, alrededor del año 895. Era hija del conde Dietrich, de Sajonia, y de la condesa Reinhilde, de Dinamarca. De muy pequeña fue confiada para ser educada a una de sus abuelas, que llevaba el mismo nombre y que después de enviudar había entrado al monasterio de Erfurt, del cual se convirtió en abadesa. Destinada al trono ducal, Matilde se casó el año 909 con Enrique, el Pajarero, hijo del duque de Sajonia. Los esposos tuvieron cinco hijos: Otón I, que fue emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera; Bruno, el Grande, arzobispo de Colonia y duque de Lorena, también santo; Gerberga, que desposó al duque Giselberto de Lorena y, muerto este, a Luis IV de Francia; y Hedwige, que se casó con Hugo, el Grande, conde de París, y fue madre de Hugo Capeto, rey francés fundador de la dinastía de los Capetos. Los biógrafos de Santa Matilde resaltan la armonía perfecta y la identidad de los juicios existentes entre ella y su esposo: “Los dos fueron afortunados y merecieron las alabanzas de los pueblos. En ambos reinaba el mismo amor a Cristo, una misma unión para el bien, una voluntad igual para la virtud, la misma compasión para los súbditos, y el mismo afecto entrañable hacia los desgraciados”.1
Ambos se dedicaban a toda clase de obras de misericordia, a la construcción de hospitales y monasterios, y a la propagación del Evangelio por los reinos vecinos que aún eran paganos. Velaban para que las leyes antiguas que juzgaban buenas fuesen observadas en el ducado y después en el reino, y procuraban hacer otras nuevas que favorecieran a sus súbditos. En 912, siendo Enrique, el Pajarero, el mayor de los hijos vivos, sucedió a su padre Otón I como duque de Sajonia, con el nombre de Enrique I; y, en 918, a Conrado I como rey de Alemania. Algunos hagiógrafos le dan a Conrado el título de emperador; por lo tanto, Enrique también lo sería. Por eso atribuyen a Santa Matilde, su esposa, el título de emperatriz. Sin embargo, históricamente, no es correcto. Como reina, Santa Matilde fue la madre de todos, especialmente de los pobres y desfavorecidos. Se interesaba mucho por los prisioneros, y a aquellos que lo eran por deudas, les pagaba sus adeudos, obteniendo así su libertad. Todos los pobres, peregrinos y necesitados de toda orden encontraban en ella a su protectora. La reina santa ejercía con más largueza su caridad los días sábados, por ser dedicados a la Madre de Dios. Viuda según San Pablo Después de un fructuoso reinado de más de diecisiete años, Enrique I falleció el año 936. En el lecho de muerte, delante de toda la corte reunida, el piadoso monarca elogió a la reina, como testigo privilegiado que lo era de su eminente virtud. Santa Matilde mandó celebrar numerosas misas por el alma de su difunto esposo, no apenas por ocasión de su muerte, sino mientras vivió. Se entregó entonces por completo a los ejercicios de piedad que San Pablo recomienda a una verdadera viuda. “Ella era muy sobria en sus comidas, pacífica y tranquila en la conversación, pronta solamente para hacer el bien a todo el mundo, y cumplir con todo lo que era su deber; no emprendía nada sino después de buscar consejo y haber consultado a Dios en la oración”.2 Santa Matilde tenía una preferencia por su segundo hijo, Enrique, que a pesar de no ser el primogénito, quería que sucediera al padre en el trono. Alegaba que Otón, el mayor, había nacido antes que el marido sea rey. Y que, por lo tanto, Enrique, habiendo nacido hijo de rey, debía ser el escogido. Como el monarca era elegido, ella convenció a algunos nobles a votar por Enrique. A pesar de ello, el elegido fue Otón. Ella entonces obtuvo de este el ducado de Baviera para Enrique. Santa Matilde era conocida principalmente por sus muchas limosnas para los necesitados, conventos e iglesias. Ahora bien, Otón y Enrique —mostrándose así ingrato con su propia madre— consideraban su prodigalidad exorbitante, alegando que ella estaba empobreciendo a la corona. Para satisfacerlos, la santa renunció en favor de ellos a todas sus propiedades, incluso las que había heredado del marido, y se retiró a una casa campestre en Engern. Ingratitud, castigo de Dios y reparación Estallaron entonces disturbios y calamidades en el reino. Y no apenas el pueblo menudo, sino también la nobleza, comenzó a clamar que los mismos se debían a la injusticia hecha a la reina. Y sucedió un hecho muy característico de la Edad Media: “En efecto, los males aumentaron a tal punto, que los grandes y los ministros de Estado fueron forzados a solicitar a la reina Edith, esposa de Otón, que pidiera el retorno de la reina madre [...] Este príncipe abrió los ojos, reconoció sus faltas e, inmediatamente, nombró a unos caballeros de la más alta estirpe para ir a presentar a esa ilustre princesa el dolor en la cual él estaba sumergido por causa de la conducta que había tenido a su respecto, y el deseo ardiente que tenía de volverla a ver en la corte”.3 Reinó a partir de entonces la más perfecta armonía entre la santa mujer y sus dos hijos ingratos. La gente buena de Dios comentó después que la posterior elección de Otón como emperador se debió en gran parte a esa justicia rendida a su madre. Pues “el Imperio tuvo en su cuna el hálito santo de esta mujer fuerte. Matilde formó el corazón de Otón, el hombre de la Providencia, y puso en él semillas de fe, de fortaleza, de piedad y de amor a la Iglesia de Cristo. [...] Otón fue digno hijo de tal madre. Hizo justicia con sus vasallos, venció a sus enemigos, amparó a la Iglesia, protegió a los sabios y sujetó nuevos pueblos a la civilización del Evangelio”.4 “Gran prudencia unida a la humildad” Junto con su hijo Otón, Santa Matilde fundó un monasterio que se hizo célebre, en el cual tres mil monjes cantaban ininterrumpidamente las alabanza divinas. Fundó también un monasterio femenino de monjas nobles en Quedlinburg, con el objetivo de que ellas ofrecieran día y noche sus oraciones y penitencias a Dios para agradecer las bendiciones que Él derramaba sobre el Imperio, y atraer nuevas gracias sobre la familia real. Mucho tiempo después, en el siglo XVI, su abadesa tenía precedencia sobre las princesas del Imperio. Pero... tristeza de este valle de lágrimas: en 1539 ese monasterio, que tanto brillo tuviera en la “dulce primavera de la fe”, se sumó a la seudo reforma de Lutero bajo la influencia de la condesa Ana de Stolberg.5 Dice de Santa Matilde un historiador alemán casi contemporáneo suyo: “De tal suerte su gran prudencia unía la humildad con el regio decoro, que quien más la admiraba humilde, devota y encerrada en tan desechada y pobre celdilla, siempre en oración, asistida siempre de pobres, peregrinos y enfermos, más la veneraba princesa grande, reina excelsa y emperatriz soberana” (Witichindo, Historia Sajónica, libro III).6 La más virtuosa princesa de su siglo Sintiendo que sus días llegaban al final, la reina madre pidió permiso a su hijo emperador para retirarse a Nordhausen, el predilecto de los monasterios que había fundado, a fin de prepararse para el encuentro con Dios. Viviendo santamente y cumpliendo de modo eximio todas las normas de la casa, tuvo que dejar su retiro para atender problemas urgentes en el monasterio de los Santos Gervasio y Dionisio, en Quedlinburg, donde su nieta era abadesa.
Allí contrajo una fiebre lenta e incómoda, que se agravaba gradualmente y que la atormentó durante meses, amenazando su vida. Matilde pidió entonces los últimos sacramentos. Estos le fueron administrados por su nieto Guillermo, arzobispo de Mainz. Cuentan sus primeros biógrafos que ella quiso entonces darle un testimonio de su agradecimiento y estima por el gran favor que le había hecho. No obstante, como no tenía nada para darle, una vez que se había despojado de todo, pidió entonces que le diesen a él los paños mortuorios que le estaban destinados, diciendo que el nieto necesitaría de ellos antes que ella. Y, en efecto, al salir del monasterio, el arzobispo se sintió mal y murió camino a su diócesis. Santa Matilde falleció el día 14 de marzo de 968, sobre una mortaja puesta en el suelo. De tal manera estaba unida a su marido, fallecido 32 años antes, que quiso ser enterrada a su lado. Por su fama de santidad, comenzó a ser venerada a raíz de su muerte. “Fue así que terminó su vida aquella que era la madre de los pobres, la protectora de los pueblos, la abogada de los prisioneros y de los cautivos, la alegría del Imperio, la fundadora de tantas iglesias, hospitales y monasterios, en una palabra, la más completa, la más cristiana y la más virtuosa princesa de su siglo”.7 La vida de Santa Matilde fue escrita algunos años después de su muerte, por orden del emperador San Enrique, su nieto. ♦ Notas.- 1. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Santa Matilde, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. I, p. 502. 2. Mons. Paul Guérin, Sainte Mathilde, Impératrice, in Vies des Saints, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. III, p. 417. 3. Id. Ib., p. 418. 4. Pérez de Urbel, op. cit., p. 503. 5. Cf. Paul Guérin, op. cit., p. 421, nota 1. 6. P. Pedro de Ribadeneyra, Santa Matildis, Emperatriz, Reina y Matrona, Flos Sanctorum, apud. Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González y Cía., Barcelona, 1896, p. 594. 7. Paul Guérin, op. cit., p. 421.
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