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El atentado contra el Cristo crucificado de la iglesia de la Gratitud Nacional, en Santiago de Chile, cometido el pasado 9 de junio por ocasión de una marcha de estudiantes exigiendo gratuidad en la educación, ha conmocionado al vecino país.
¿Cómo puede ser que jóvenes saquen de un templo católico un Cristo, lo exhiban en medio de la calle, lo golpeen hasta destrozarlo y después queden satisfechos por su “hazaña”? ¿Qué fue lo que les hizo este Cristo a ellos, para que llegaran a odiarlo hasta este punto? ¿No fue precisamente en la Crucifixión que Jesucristo nos dio la muestra suprema de su amor, derramando su preciosísima sangre para abrirnos las puertas del cielo? Sí, Cristo murió por todos los hombres, incluso por aquellos que ahora destrozaron su imagen, la pisotearon y escupieron en ella. Por todos los que en estos últimos meses han quemado iglesias, seminarios, imágenes religiosas impunemente a lo largo de Chile.
¿Cómo puede ser que quienes tanto recibieron de Dios gratuitamente puedan odiarlo así?
¿Cómo explicar lo inexplicable?
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La respuesta hay que buscarla en un aspecto de la realidad que nos cuesta mirar de frente: entre el bien y el mal, entre la verdad y el error existe una incompatibilidad absoluta.
Los hijos de las tinieblas odian a los hijos de la luz, y odian a todo aquello que simbolice a Aquel que en el Credo es proclamado como “Luz de Luz” , el Verbo de Dios encarnado.
Ahora bien, nadie nace hijo de las tinieblas. Al contrario, la inocencia natural de nuestras almas y el bautismo nos invitan desde la infancia a amar el orden, la virtud, el deber… Pero a causa de las pasiones desordenadas, un hijo de las tinieblas puede irse formando de a poco. Cuando los labios de un inocente se manchan pronunciando groserías, cuando su frente se nubla con malos pensamientos, cuando su corazón se tizna de egoísmo, cuando sus oídos se dejan atraer por la cacofonía del desorden… si todo ello no se detiene, poco a poco su alma se oscurece por completo.
Es el triste itinerario de una masa creciente de jóvenes. Así, muchas madres asisten con aflicción, pero sin poder dar solución, al drama de una generación que recibe mucho más que sus padres, pero considera que es poco, que quiere más, que lo quiere todo, para la cual todo freno es insoportable y cualquier ley es un atentado contra sus derechos y libertades.
Aquí este joven, que puede tener solo 15 ó 17 años, pasa a odiar a Aquel que no vino a derogar la Ley y los Profetas sino a perfeccionarla. Odia a la Iglesia porque ella lo llama a cumplir sus deberes: a no cometer acciones impuras, a no mentir, a honrar a sus padres y a las autoridades legítimas.
La gratuidad de la enseñanza es el pretexto de hoy día para justificar sus anhelos de destrucción. Si la consigue, mañana la justificación será otra; no importa tanto el pretexto, lo que le importa es la destrucción de lo que está ahí, que lo asfixia, lo oprime, lo limita.
Sin pretender atenuar la culpa de los autores de todos estos actos sacrílegos, sin embargo, existen otros culpables que hoy parecen fingir conmoción por los hechos.
Son aquellos que han azuzado el fuego de las pasiones en esos adolescentes, que les han dicho desde que tienen uso de razón, que ellos tienen todos los derechos, que ellos no tienen que preocuparse de deberes, que eso es discriminatorio.
Son los hombres públicos que defienden proyectos contrarios a la institución familiar, que propugnan el aborto, que dicen que es lo mismo tener hijos dentro o fuera del matrimonio, o que tanto vale un matrimonio entre un hombre y una mujer que entre personas del mismo sexo.
Son también las empresas que promueven sus productos con propagandas obscenas y que tapizan las ciudades con carteles manchando la honestidad de los transeúntes.
Estos son los fariseos que hoy ponen caras de sorpresa, pero que continúan promoviendo la destrucción de la familia basada en el matrimonio indisoluble, abierto a la vida y responsable por la educación de sus hijos.
De estos nuevos fariseos, ya decía el gran obispo francés del siglo XVII, Bossuet:
“Dios se ríe de los hombres que lamentan los efectos de las causas que ellos mismos cultivan” .
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