El mayor santuario mariano de Suiza alberga una antigua y venerable imagen de la Madre de Dios, cuya invocación es especialmente adecuada para socorrer al hombre moderno en su triste soledad, en que le ha postrado el ambiente neopagano de la vida contemporánea Valdis Grinsteins ¿CÓMO EXPLICAR QUE el santuario mariano que recibe al mayor número de peregrinos de Suiza —y uno de los más visitados de todos los países de lengua alemana— esté dedicado a Nuestra Señora de los Ermitaños? ¿No son los ermitaños personas que se retiran del mundo para vivir la contemplación de Dios en la soledad? ¿Y cómo alguien podrá vivir en la soledad si se establece en un concurrido santuario? Sin embargo, la invocación de Nuestra Señora de los Ermitaños, cuya fiesta se celebra el primer domingo después del 16 de julio, se entiende cuando recorremos su historia. El santuario está situado entre las lindas e imponentes montañas de Suiza, a 40 kilómetros de Zurich, donde otrora se extendía un bosque sombrío. En el siglo IX un monje del convento de Reichenau, san Meinrado, después de haber formado una escuela de monjes se retiró al bosque, a fin de vivir como eremita, en estricta soledad. Esta fue trágicamente violada el 21 de enero de 861, cuando dos criminales lo asesinaron. Su cuerpo fue recogido con veneración y enterrado en el convento de Reichenau. En 934 san Everardo decidió instalar en el lugar de aquel crimen una comunidad de monjes benedictinos. El 14 de setiembre de 948 fue allí dedicada la primera iglesia. La tradición registra que ella fue consagrada por Nuestro Señor Jesucristo, rodeado de ángeles. Por eso, aún hoy el aniversario de aquella dedicación se denomina la Fiesta de los Ángeles. Habiéndose difundido rápidamente la noticia de tal milagro, el monasterio en poco tiempo alcanzó gran fama, creciendo el número de sus monjes. Las reglas de esa casa religiosa fueron incluso adoptadas por numerosos monasterios del mundo alemán. Prueba de este florecimiento constituyó la partida de san Wolfgango, a finales del siglo X, a un país hasta entonces poco conocido y habitado por terribles paganos: Hungría. Este heroico monje de Einsiedeln consiguió poco a poco sembrar en él la fe, a tal punto que permitió al rey san Esteban unir su país a las naciones católicas a comienzos del siglo XI. En aquella época tal era la fama del Monasterio de Einsiedeln, que su abad fue elevado a la categoría de Príncipe del Sacro Imperio Romano Germánico en 1018. Y también debido a ese renombre, consiguieron los monjes de la misma abadía que las reliquias de san Meinrado fuesen trasladadas de Reichenau y colocadas en su iglesia el año 1036. Surgimiento de las peregrinaciones Después de la conversión de los húngaros y normandos, y la expulsión de los sarracenos del sur de Francia, los caminos de Europa se volvieron más seguros, consolidándose el poder de los nobles, que se encargaban de vigilar las vías que cruzaban sus tierras. Tal normalización favoreció el inicio de las grandes peregrinaciones por todo el continente europeo, muy especialmente aquellas que se dirigían a Roma y a Santiago de Compostela, en España. Peregrinos más intrépidos iban hasta Jerusalén. En toda Europa surgieron lugares de peregrinación, a los cuales afluían los fieles a fin de implorar gracias para solucionar sus necesidades. En el siglo XIII las peregrinaciones a Einsiedeln dejaron de componerse de pequeños grupos, haciéndose muy concurridas. Las personas eran particularmente atraídas por la historia de san Meinrado y la milagrosa dedicación de la abadía, que propiamente por la imagen de la Virgen María. Pero en el siglo XV tales romerías tenían ya como objetivo principal venerar la imagen de la Madre de Dios, aunque persistían las devociones anteriores. Así, en 1466 la Fiesta de los Ángeles atrajo a cerca de 130.000 peregrinos durante quince días. Imaginemos lo que esto significaba en una época en que no había medios de transporte masivos (se viajaba a pie o a caballo), ni grandes hoteles, restaurantes, etc. Las romerías no consistían en un paseo turístico, representaban una penitencia. Un santuario auténticamente suizo
Los suizos son conocidos en Europa como un pueblo de buenos soldados. Aunque no suelan atacar a sus vecinos, sus habitantes no permiten que otro pueblo interfiera en su país. Al considerarlos como muy buenos soldados, varios monarcas europeos los contrataron a lo largo de los siglos para que conformaran su guardia personal. Es por ello que hasta el día de hoy el Papa mantiene una guardia suiza encargada de protegerlo. En el transcurso de la historia los suizos afirmaron su identidad nacional y repelieron los ataques de diversos agresores. Siempre que obtenían algún triunfo militar no dejaban de dirigirse en peregrinación al santuario de Einsiedeln para agradecer a la Santísima Virgen la protección concedida a su patria. Así quedaron registradas en la historia varias peregrinaciones de soldados helvéticos victoriosos, entre ellas la de 1422, compuesta por los militares de la ciudad de Lucerna, vencedores de la batalla de Arbedo; y la de 1498, en la cual los suizos victoriosos ofrecieron al santuario de Nuestra Señora el trono de oro del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, trofeo este capturado en la batalla de Grandson. Posteriormente, con el advenimiento de la terrible revolución protestante, en la cual perdieron la verdadera fe numerosos suizos pervertidos por Calvino, el santuario se convirtió en uno de los centros de resistencia de la fe católica, a partir de los cuales fue posible la recuperación de una parte importante del país a la Iglesia. Las pruebas en la historia del Santuario Muchos piensan que lo mejor de la vida es no sufrir pruebas, y así pasar por ella cómodamente y sin sobresaltos. Se olvidan, no obstante, de que no es eso lo que Dios determinó para los hombres, pues los sufrimientos bien soportados constituyen medios para adquirir méritos para la vida eterna. Las vidas de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen constituyen ejemplos excelsos de existencias repletas de pruebas y de padecimientos. Lo mismo sucede con personas a quien Dios ama de modo especial; y también con sus santuarios. El santuario de Einsiedeln tuvo que pasar por numerosas pruebas. En primer lugar, varios incendios prácticamente lo arrasaron. Ocurrieron en los siglos XI y XIII, y también en 1465, 1509 y 1577. Después de cada una de esas catástrofes, los monjes reconstruyeron el monasterio y el santuario mariano. Durante la Revolución Francesa, las tropas revolucionarias, impulsadas por su odio a todo lo sagrado, llegaron hasta el monasterio para devastarlo y expulsaron a todos los monjes. Pero no consiguieron destruir la imagen de la Santísima Virgen, salvada por un campesino que la escondió en otra provincia, hasta que transcurriera la tormenta revolucionaria. En 1801 los religiosos finalmente pudieron regresar a su vida de contemplación. Vencida la prueba, Dios premia la perseverancia de sus hijos fieles. Así, los monjes expulsados consiguieron después de la tormenta tantas vocaciones, que fundaran cuatro nuevos monasterios en América. En 2013, la comunidad de la abadía de Einsiedeln estaba constituida por 60 religiosos.
Solitarios en medio de la multitud Así como los monjes de este monasterio continúan viviendo a solas con Dios en el ambiente de un santuario tan concurrido, muchas personas hoy, en las modernas ciudades neopaganas, viven solitarias en medio de millones de sus habitantes, casi siempre sin el Creador. ¿No será entonces la imagen de Nuestra Señora de Einsiedeln un buen amparo para tantos y tantos que están perdidos en sus problemas, sin tener cómo resolverlos en medio de tanta gente? Invoquemos, pues, con confianza a la Santísima Virgen bajo esta invocación. Ella sabe mejor que nadie cómo socorrernos. Tal vez apenas esté esperando una oración de nuestra parte para ayudarnos. Juzgamos estar solos, pero en realidad estamos junto a Aquella que es la reina del cielo y de la tierra, omnipotencia suplicante y medianera de todas las gracias.
Bibliografía.- *Jean Ladame, Notre Dame de toute l’Europe, Ed. Résiac, Montsûrs, 1984.
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San Ildefonso de Toledo Paladín de la Virginidad de la Madre de Dios |
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