“Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 9-11)1
CON ESTAS CONSOLADORAS PALABRAS a los apóstoles, nuestro Divino Redentor, en la víspera de su Pasión, nos muestra cuánto desea nuestra felicidad; y, para hacerla posible, murió en la cruz por nosotros. No nos aseguró, evidentemente, la felicidad que el mundo promete. Nuestras amargas experiencias cotidianas prueban a la saciedad que el mundo no cumple sus falaces promesas. Por lo tanto, no necesitamos de mayor comprobación para tener esta certeza.1 La novedad, sin embargo, es que instituciones universitarias de renombre internacional, han comenzado a ofrecer cursos especiales dedicados a enseñar a sus estudiantes cómo ser felices. Un caso sintomático es el de la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, que a comienzos del año 2018 lanzó un curso denominado Psychology and the Good Life (Psicología y la buena vida) para atraer quizás a un centenar de sus alumnos. Cual no fue la sorpresa de sus promotores al constatar que más de 1.200 estudiantes se inscribieron en él. Convirtiéndose así en la clase más popular en la historia del Silliman College, de la centenaria universidad norteamericana.2 Desde luego, uno puede dudar de sus resultados, es decir, hasta qué punto las lecciones recibidas han contribuido para que los alumnos de la Universidad de Yale logren la ansiada felicidad, pues la “plenitud de la alegría” mencionada en el Evangelio de San Juan presenta esta condición: “Si guardáis mis mandamientos”. Y lo que se conoce sobre un vasto sector de profesionales de la enseñanza universitaria, nos lleva a conjeturar que tal condición será sistemáticamente ignorada, cuando no ridiculizada. En efecto, las reglas que Dios nos impone, bajo la forma de mandamientos, son salvaguardas para que alcancemos el grado de felicidad posible en esta tierra. Son como el pasamanos de una escalera: sirven de apoyo en el camino ascendente hacia el cielo, y al mismo tiempo nos preservan de las caídas a que estamos sujetos por la flaqueza y concupiscencia. Si la obediencia a esas reglas exige sacrificio —por lo tanto, cierto sufrimiento—, mayor sufrimiento trae la desobediencia a ellas. El divorcio arruina la familia
Un ejemplo palpable nos fue ofrecido el 12 de agosto último por el insospechado diario madrileño “El País”, edición on line,3 bajo el título La economía del desamor. El autor, el periodista Miguel Ángel García Vega, analiza con base en datos estadísticos de Europa y de los Estados Unidos, las consecuencias del divorcio en la vida financiera de los cónyuges. El subtítulo contiene un significativo resumen: “Romper el vínculo familiar supone para las clases medias un viaje hacia el empobrecimiento”. Si bien que los aspectos económicos no sean los más importantes en el matrimonio y en el divorcio, nadie puede negarles su importancia. Al final, la propiedad es el amparo de la familia; y la comunión de bienes, asociada al carácter indisoluble del matrimonio como Nuestro Salvador lo instituyó, persigue precisamente garantizar la estabilidad de la célula básica de la sociedad. La búsqueda de la felicidad fuera de las sendas iluminadas por el amor de Dios no podría conducir a un precipicio mayor que el divorcio. Desde el punto de vista estrictamente económico, el divorcio es “un peaje caro, pues quien pasa por esa experiencia pierde, en promedio, el 77% de su patrimonio”. Y lo compara a un fenómeno: “El divorcio es un agujero negro que atrae y malogra el patrimonio con la misma determinación que esa geografía del espacio encarcela la luz y la materia”. Después de un extenso análisis basado exclusivamente en las estadísticas —preocupado con los números, pero olvidado de los aspectos principales del matrimonio— el lector es sorprendido por una insólita conclusión: “Pero lejos de la geografía, de las cifras, los matrimonios y los divorcios; […] el estado ideal de cualquier pareja […] es habitar en una carta. Aquella que hace más de cien años Otto von Bismarck escribió a su mujer. En aquellos días, [las cartas] tardaban en llegar o no llegaban nunca. ‘Tengo miedo de que me olvides’, anotó su esposa. El canciller alemán contestó: ‘No me casé contigo porque te quisiera, me casé contigo para quererte’. Ojalá que la vida de pareja siempre habitara en ese tiempo y en ese verbo”. Según todo indica, Bismarck comprendió mejor que los liberales modernos el modo de encontrar la felicidad en el matrimonio. En el fondo, su respuesta —“me casé contigo para quererte”— presupone la determinación de vencer los obstáculos que desde un principio él divisara. En lenguaje católico, esos obstáculos se llaman “cruces”. Son los sacrificios que la obediencia a los mandamientos supone —para los casados, no menos que para los solteros— sobre todo en un mundo paganizado, que rechazó el yugo suave de Nuestro Señor Jesucristo. Para alcanzar la “plenitud de la alegría”, la fórmula es clara: “permanecer en el amor de Dios, guardando sus mandamientos”. Obviamente, con la asistencia benéfica de la gracia divina, inagotable para aquellos que la buscan.
Notas.- 1. El presente artículo es una traducción y adaptación del análisis de Guillermo de Sousa Martins publicado en la revista “Catolicismo”, octubre de 2018, p. 24-25. 2. https://yaledailynews.com/blog/2018/01/22/santos-course-breaks-enrollment-record/. 3. https://elpais.com/economia/2018/08/09/actualidad/1533806950_734100.html.
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