Las ilustraciones que acompañan el presente artículo, hacen parte de la obra de Duccio di Buoninsegna La Maestà. Una pintura en forma de retablo realizada entre 1308 y 1311, que está considerada como la obra maestra del pintor. Inicialmente ejecutada para decorar la catedral de Siena, hoy en día se exhibe en el Museo dell’Opera Metropolitana del Duomo di Siena. El retablo tiene al frente una gran escena de la Virgen con el Niño rodeada por ángeles y santos, junto con otras escenas menores; y, en la parte de atrás, se ubican las veintiséis escenas de la Pasión de Cristo.
R.P. Agustín Berthe CSSR El recinto en que Jesús acababa de penetrar se llamaba Getsemaní, nombre que significa lagar del aceite, porque era el lugar en donde se aprensaban las aceitunas que se cosechaban con abundancia en aquel Monte de los Olivos. Allí era donde Dios esperaba al nuevo Adán para exprimirle en el lagar de la eterna justicia. Al verle entrar en el jardín de Getsemaní, el Padre no miró en Él más que al representante de la humanidad decaída, degradada por todos los vicios y manchada con todos los crímenes. Y Jesús, el leproso voluntario, consintió en ser solo el hombre de dolores. Dejó eclipsarse su divinidad y que la humanidad con sus flaquezas, debilidades y desolaciones, entrase sola en lucha con el sufrimiento. Para no someter a sus apóstoles a tan dura prueba, les ordenó que le aguardaran a la entrada del huerto: “Sentaos aquí mientras yo me retiro para orar” (Mt 26, 36). Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, los mismos que habían sido testigos de su gloriosa transfiguración en el Tabor. Solo ellos, fortificados por aquel gran recuerdo, eran capaces de asistir al espectáculo de su agonía sin olvidar que era el Hijo de Dios. No se haga mi voluntad sino la tuya
Apenas estuvo solo, cayó en el más completo abatimiento. Habiendo suspendido su influencia la divinidad, la humanidad del Cristo se encontró en presencia de la visión pavorosa del martirio que debía sufrir. Un profundo tedio, junto con espantoso temor y amarga tristeza se apoderó de su espíritu, hasta el punto de hacerle lanzar este gemido de suprema angustia: “¡Mi alma está triste hasta la muerte!”. Sin un milagro de lo alto, la humanidad hubiera sucumbido bajo el peso del dolor. Los tres discípulos, conmovidos y aterrados, le miraban con ternura sin atreverse a pronunciar palabra. Jesús les dijo con trémula voz: “Quedaos aquí y velad, mientras yo voy a ponerme en oración” (Mt 26, 38). Se alejó con dificultad a la distancia de un tiro de piedra hasta la gruta que desde entonces se llamó la Gruta de la Agonía, pero siguiéndole siempre la terrible visión a aquella sombría caverna. Apenas hubo llegado allí, vio pasar delante de sus ojos toda clase de instrumentos de suplicio, cuerdas, azotes, clavos, espinas, cruz; verdugos profiriendo burlas y blasfemias; un populacho delirante llenándolo de injurias sin número. Por un momento, retrocedió horrorizado; pero cayendo de rodillas con la frente pegada al polvo, exclamó: “Padre mío, si es posible, que se aparte de mí este cáliz; sin embargo, cúmplase tu voluntad y no la mía” (Mt 26, 39). No has podido velar una hora conmigo Dios quería que bebiera hasta la hez el cáliz de amargura. Tembloroso, cubierto de sudor, se levantó y se arrastró penosamente hacia los tres apóstoles para buscar en ellos algún consuelo, pero la tristeza los había acongojado y adormecido. Sumergidos en una especie de letargo, apenas reconocieron a su Maestro. Se quejó Jesús de este abandono y dirigiéndose especialmente a Pedro, que acababa de hacer tan magníficas promesas, le dijo: “¿Duermes Simón? ¡Cómo! ¿no has podido velar ni siquiera una hora conmigo? ¡Ah! velad y orad para que no sucumbáis en el momento de la prueba. El espíritu está pronto para prometer, pero la carne es flaca” (Mt 26, 40-41). Habiendo alentado así a los apóstoles, volvió por segunda vez a la gruta. La visión reapareció más espantosa aún. Él, el santo de los santos, se vio cargado con una montaña de pecados: todas las abominaciones y todos los crímenes, desde la prevaricación de Adán hasta la última maldad cometida por el último de los hombres, se presentaron a sus ojos y le oprimieron como si de ellos hubiera sido culpable. Y una voz le decía: Mira todas estas iniquidades; a ti cumple expiarlas por sufrimientos proporcionados a su número y malicia. Prosternado en el polvo, desgarrado el corazón, casi muerto de dolor al aspecto del pecado, tuvo todavía fuerza bastante para repetir con sublime resignación: “¡Padre mío, si es necesario que yo beba este cáliz, que se cumpla tu santa voluntad!”. Fue de nuevo hacia sus apóstoles en busca del aliento que necesitaba su desolado espíritu; pero estos se hallaban a tal punto abatidos y agobiados por la tristeza, que no acertaron a decirle una palabra. Monstruosa ingratitud de los hombres Por tercera vez, entró en la gruta para sufrir allí una agonía mortal. Cubierto con todos los pecados de los hombres, sufriendo tormentos inauditos en su cuerpo y en su alma, vio millones y millones de pecadores rescatados al precio de su sangre, que le perseguirían con sus desprecios y odio encarnizado por toda la duración de los siglos. Los vio haciendo guerra a su Iglesia, pisoteando la Hostia santa, despedazando su Cruz, blasfemando contra su divinidad, degollando a sus hijos y trabajando con todas sus fuerzas en precipitar al infierno a aquellos mismos por quienes Él iba a inmolar su vida. En presencia de tan horrenda ingratitud, cayó como anonadado. Su cuerpo estaba empapado en sudor, en sudor de sangre; copiosas gotas brotaban de todos los poros y corrían por sus mejillas y por todo el cuerpo hasta regar la tierra. Con todo, no cesaba de orar, repitiendo a su Padre con voz moribunda, que estaba resuelto a beber hasta el fondo el cáliz del dolor. A aquella dolorosa agonía iba sin duda a seguir la muerte, cuando he aquí que un ángel bajó del cielo para consolarlo y fortalecerlo. Al mismo instante recobró su calma y tranquilidad, y acercándose a sus apóstoles, les dijo con su ordinaria indulgencia: “Ahora, dormid y reposad tranquilos; no tenéis ya necesidad de velar conmigo”. Pero, apenas habían cerrado los ojos, cuando exclamó: “Levantaos y marchemos: ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. El que me ha de entregar está cerca de aquí” (Mt 26, 36-46). Y a la luz de las antorchas que iluminaban el valle, vieron un grupo de gente armada que se dirigía al jardín de Getsemaní: era Judas a la cabeza de los soldados que debían apoderarse de Jesús. Traición disimulada con un beso
El desgraciado Judas no había perdido tiempo desde su salida del cenáculo. En una entrevista con los principales miembros del gran Consejo, les hizo saber que Jesús se dirigiría con sus apóstoles al monte de los Olivos, que pasaría la noche en un lugar solitario perfectamente conocido del traidor y que por consiguiente, sería muy fácil aprehenderlo durante la noche sin excitar ningún rumor en el pueblo. Los príncipes de los sacerdotes adoptaron con júbilo el plan propuesto y formaron una cuadrilla de gente armada para ponerlo inmediatamente en ejecución. Se componía aquella de un destacamento encargado de montar la guardia del templo, de satélites o sirvientes del gran sacerdote y de una banda de gente del pueblo, provistos todos de picas y bastones, de antorchas y linternas. Algunos miembros del Sanedrín acompañaban a la expedición nocturna para tomar las medidas reclamadas por las circunstancias. Colocado a la cabeza de la columna, Judas, le servía de guía. Como los soldados no conocían a Jesús, recibieron la orden de detenerse a la puerta del jardín de Getsemaní, mientras que Judas avanzaría solo hacia su Maestro y le mostraría a todos por una señal inequívoca: “Aquel a quien yo besare —les había dicho el infame—, ese es. Aseguradle bien y llevadle con gran cuidado, porque muy bien podría escaparse” (Mt 26, 48). Dada la señal, Judas debía reunirse con los apóstoles como si ninguna participación hubiera tomado en el nefando crimen que se iba a consumar. De esta manera, evitaba la odiosa mancha de haber hecho traición a su Maestro y los príncipes de los sacerdotes no tendrían que soportar la vergüenza de haber recurrido a un vil expediente para satisfacer su venganza. Pero todo estaba calculado sin tomar en cuenta la sabiduría y el poder de Dios. Era media noche cuando llegaron al huerto. Todo estaba oscuro y silencioso en aquel valle y la cuadrilla misma evitaba cuidadosamente el menor ruido que pudiera despertar al pueblo. Según lo convenido, Judas avanzó solo al encuentro de Jesús que en ese momento bajaba con los apóstoles hacia la puerta del jardín. Se aproximó a su Maestro sin ninguna turbación, como si viniera a dar cuenta de una comisión recibida. “Maestro —le dice—, yo te saludo”. Y a la vez le da el beso que acostumbraban los judíos entre amigos y parientes. En lugar de rechazar al criminal apóstol, Jesús le contestó con angelical dulzura: “Amigo, ¿qué has venido a hacer aquí? ¡Cómo! Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lc 22, 48). En vez de caer de rodillas para pedir perdón de su falta, Judas, creyendo oír palabras de indignación entre los apóstoles, se desconcertó y se replegó a los suyos. Los soldados pensaron que iba a decirles algo y se produjo un momento de vacilación que dio lugar a una escena de incomparable majestad. Jesús no esperó que viniesen a prenderlo, sino que avanzando hacia los soldados, con voz entera les preguntó: — “¿A quién buscáis?”. — “A Jesús, el Nazareno”, respondieron. — “Yo soy”, dijo Jesús. A esta sola palabra, soldados, criados, sanedristas, sobrecogidos de súbito terror y como rechazados por invisible mano, retrocedieron y cayeron de espaldas. Cuando se hubieron levantado, Jesús siempre de pie delante de ellos, volvió a preguntarles: — “¿A quién buscáis?”. — “A Jesús, el Nazareno”, repitieron temblando. — “Os he dicho que soy yo —replicó serenamente el Salvador—; si es a mí a quien buscáis, dejad marchar a estos”. Y con un gesto imperativo, señaló a los apóstoles que le rodeaban y a quienes quería defender, según las palabras pronunciadas por él mismo algunas horas antes: “No he perdido a ninguno de los que me diste” (Jn 18, 4-9). La hora del poder de las tinieblas
Los apóstoles, viendo a su Maestro derribar por tierra a los soldados, se imaginaron que iba a defenderse y se preparaban a la resistencia. Cuando la cuadrilla, excitada por los príncipes de los sacerdotes, se aproximó a Jesús para echarle mano, los apóstoles indignados, le rodearon gritando: “Maestro, ¿nos permites servirnos de la espada?”. Pedro, sin esperar la respuesta de Jesús, descargó la suya sobre la cabeza de un criado del gran sacerdote llamado Malco y le cortó la oreja derecha. Una lucha sangrienta iba a empeñarse, pero Jesús intervino en el acto. “Deteneos”, dijo a Pedro y a sus compañeros. Entonces, manifestando de nuevo su divino poder, se acercó a Malco, le tocó la oreja y la herida quedó perfectamente curada. Luego, dirigiéndose a Pedro y a todos los presentes, declaró que no tenía ninguna necesidad de ser defendido contra sus enemigos, pues si estos se habían atrevido a cogerle, era porque él se les entregaba voluntariamente. “Pedro, vuelve tu espada a la vaina. Quien con espada hiere, a espada morirá. ¿Acaso no es necesario que yo beba el cáliz que me presenta mi Padre? Crees que si pidiera a mi Padre que me defendiera, no me enviaría en el acto más de doce legiones de ángeles? No, no, lo que ahora sucede, predicho está y es preciso que se cumplan las Escrituras” (Mt 26, 52-54; Jn 18, 11). Hizo notar Jesús su entrega voluntaria, diciendo a los miembros del Sanedrín que acompañaban a los soldados: “Habéis venido a mi encuentro armados de espadas y bastones como si se tratara de un ladrón”; pero sabedlo bien, que las armas nada pueden contra mí. “Yo estaba todos los días sentado en el templo en medio de vosotros enseñando mi doctrina ¿por qué no me prendisteis? —Porque la hora fijada por mi Padre no había llegado. Mas ahora llega; esta es vuestra hora, la hora del poder infernal”, del cual vosotros sois instrumentos. Una vez más, “es necesario que las predicciones de las Escrituras se cumplan” (Mt 26, 55-56; Lc 22, 53). Pero el odio cegaba y endurecía a aquellos hombres. Mientras más hacía brillar Jesús su divinidad, más aumentaba en ellos el furor. Obedeciendo a sus órdenes, los soldados, una vez que se apoderaron de Jesús, le ataron como si hubiera sido un malhechor. El divino Maestro alargó las manos a sus verdugos, lo que desconcertó a los apóstoles y los intimidó. Viendo que Jesús no rompía sus cadenas, que los soldados le ultrajaban impunemente, que los sacerdotes y escribas blasfemaban contra él y que el populacho comenzaba a vociferar amenazas e imprecaciones contra ellos, olvidaron todas sus promesas y huyeron cada uno por su lado. Solo un joven discípulo, acudiendo precipitadamente al ruido que hacían los soldados, quiso seguir a su Maestro. Recibieron estos la orden de arrestarlo y ya le tenían asido por la ropa cuando él, dejándola entre sus manos, se puso también en fuga. Como lo había anunciado, Jesús quedó solo en medio de sus enemigos. Jesús es tratado como un vulgar criminal Dueños por fin de Jesús, los fariseos pudieron satisfacer el implacable odio que le habían profesado desde tan largo tiempo. Para humillar a aquel profeta, al falso Mesías, quisieron que se le tratara como a un criminal vulgar. Por órdenes suyas, los soldados de la cohorte le ataron los brazos sobre el pecho; luego, por medio de cuerdas unidas a una cadena que le circundaba el cuerpo, los criados le hicieron marchar delante de ellos como si fuera un ladrón o un asesino. Desde Getsemaní, el cortejo se puso en marcha hacia el monte Sión, donde se encontraba el palacio de los pontífices. Allí era donde Jesús debía ser juzgado. Al atravesar el puente del Cedrón, los verdugos, a instigación de los fariseos, precipitaron a la inocente víctima al cauce del torrente. No teniendo más vestiduras que su túnica y su manto, Jesús cayó penosamente sobre las piedras que formaban el fondo del fangoso canal, lo que dio lugar a renovar los sarcasmos e insultos. ¡Qué alegre espectáculo para aquellos magistrados de Israel, el ver sumergido en el lodo, en el fondo de una cloaca, al taumaturgo que sacaba a los muertos de la tumba! Ignoraban esos doctores y sacerdotes envilecidos, que en aquel momento mismo se verificaban en Jesús las palabras proféticas: “Beberá en el camino el agua del torrente; y por esto levantará la cabeza”.1 La sórdida farsa del Sanedrín
Después de esta caída, el prisionero, arrastrado por los soldados, avanzó con esfuerzo hacia el palacio del Sumo Sacerdote. Los habitantes de Jerusalén no tenían el menor conocimiento del crimen que sus jefes acababan de cometer, a pesar de que alguna agitación reinaba ya en la adormecida ciudad. Decididos a concluir su obra en la noche misma, los jefes del Sanedrín habían prevenido a sus colegas para que se reunieran en el palacio de Caifás. Por todas partes corrían los emisarios en busca de falsos testigos a fin de ocultar la infamia con la apariencia de legalidad. En fin, como era necesario dar al juicio cierta publicidad, los fariseos más opuestos al profeta y a sus doctrinas, se dirigieron al tribunal para asistir al interrogatorio y aclamar a los jueces. Por lo demás, el populacho siempre pronto a vociferar contra el inocente a la menor señal de los agitadores, se ponía ya en movimiento. El cortejo llegó al palacio de los pontífices a la una de la mañana. Los soldados condujeron a Jesús a una de las salas en donde funcionaba el magistrado encargado de formular la acusación. Este juez instructor llamado Anás, era suegro de Caifás, quien en su calidad de Sumo Sacerdote, debía pronunciar la sentencia. Después de haber ejercido el soberano pontificado durante largos años, Anás lo había hecho pasar sucesivamente a diversos miembros de su familia, quedando él de hecho la primera autoridad del Sanedrín. Caifás no obraba sino según las inspiraciones del astuto viejo. Introducido a la presencia del ex-pontífice, Jesús, cargado de cadenas, conservó una actitud firme, un rostro tranquilo y sereno. Anás había preparado cuidadosamente su interrogatorio. Hizo al prisionero muchas preguntas sobre sus discípulos y doctrina, esperando descubrir algún indicio de maquinaciones tenebrosas contra la Ley mosaica; pero su esperanza quedó enteramente burlada. Nada dijo Jesús de sus discípulos, pues se trataba de él personalmente y no de los que le habían seguido. En cuanto a su doctrina, se limitó a responder: “Yo he enseñado en las sinagogas y en el templo, nada he dicho en secreto. ¿Para qué interrogarme sobre mi doctrina ? Interrogad a los que me han oído; ellos saben lo que yo he enseñado y darán testimonio de la verdad”. Nada más sabio que esta respuesta que desconcertó por completo al anciano pontífice. Uno de sus criados vino en su auxilio y acercándose a Jesús, le dio un recio bofetón en el rostro. “¿Así es —le dice enfurecido— como se habla al pontífice?”. Sin dejar aparecer ninguna emoción, Jesús respondió a aquel miserable: “Si he hablado mal, muéstralo; pero si bien ¿por qué me hieres?” (Jn 18, 19-23). El indigno criado guardó silencio lo mismo que su amo. Confundido y consternado, Anás levantó súbitamente la sesión para no exponerse a nuevas humillaciones y ordenó a los soldados conducir al prisionero al tribunal de Caifás donde los miembros del Sanedrín se hallaban reunidos. Contra todas las leyes y formalidades Esta asamblea, compuesta de fariseos y saduceos enemigos declarados de Jesús, de pontífices envidiosos de su gloria, de escribas a quienes había confundido tantas veces delante del pueblo, no pensaban ciertamente pronunciar un fallo de justicia, sino ejecutar un proyecto de venganza. Basta recordar que tres veces ya, en conciliábulos secretos, estos mismos jueces habían condenado a Jesús, excomulgado a sus partidarios y finalmente decretado su muerte. En una de esas reuniones ¿no había declarado Caifás que el triunfo de Jesús acarrearía la destrucción de la nación y que por consiguiente su muerte era reclamada como una necesidad de salvación pública? (Jn 11, 50). Jesús estaba, pues, condenado de antemano por el presidente del tribunal y por sus consejeros que se habían adherido a su parecer. De manera que aquellos hombres inicuos convirtieron en juguete la violación de todas las leyes. Estaba prohibido a los jueces funcionar en día de sábado y en su víspera, porque debiendo seguir inmediatamente a la sentencia la ejecución del criminal, los aprestos del suplicio habrían hecho necesaria la violación del reposo sagrado. La ley prohibía igualmente bajo pena de nulidad, juzgar una causa capital durante la noche, porque las sesiones debían ser públicas; así el tribunal solo funcionaba entre el sacrificio de la mañana y el de la tarde. Pero el Sanedrín atropelló resueltamente todas las formalidades legales; arresta a Jesús durante la fiesta de Pascua, la víspera del sábado a medianoche y procede al juicio una hora después de la aprehensión. El odio no podía esperar la salida del sol. Era preciso además que el pueblo supiera, al despertar, que Jesús había sido condenado. El entusiasmo de las turbas se extinguiría sin duda, cuando la alta corte de justicia hubiera declarado al falso profeta culpable de lesa divinidad y de lesa nación. Llevado al matadero como un cordero
El Salvador compareció, pues, en la sala del tribunal delante de todo el Sanedrín. Para motivar una sentencia de condenación, los jueces habían imaginado un complot contra la Ley mosaica y sobornado falsos testigos que, a precio de dinero, debían sostener la acusación; pero contradiciéndose estos unos a otros, fueron sorprendidos en flagrante delito de mentira e impostura, lo que les exponía a graves castigos. Muy contrariados se encontraban los jueces, cuando he aquí que dos miserables formularon una acusación capaz de impresionar vivamente a toda la asamblea. “Nosotros le hemos oído decir”, exclamó uno de ellos, “yo puedo destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días” (Mt 26, 61). La deposición del segundo fue algo diferente. Según este, Jesús se había expresado de la manera siguiente: “Yo destruiré este templo hecho por mano de hombre y en tres días yo reedificaré otro que no será hecho por mano de hombre” (Mc 14, 58). Esta acusación era, a los ojos de los judíos, de una extrema gravedad, porque el templo personificaba en cierta manera a la nación, a la Ley, a todo el mosaísmo. Pero, ¿cómo transformar las palabras pronunciadas por Jesús en atentado contra el templo de Dios? Él no había dicho: “Yo puedo destruir” o “yo destruiré este templo en tres días”; sino al contrario: “Destruid este templo”, es decir, en la hipótesis de la destrucción del templo, yo lo reedificaré en tres días. La amenaza contra el templo que constituía el delito, no era más que pura invención de los testigos. Además, se daba a las palabras de Jesús un sentido material enteramente extraño a su pensamiento. Las expresiones de que se había servido probaban claramente que hablaba del templo de su cuerpo, de aquel cuerpo que los judíos iban a destruir y que él, en prueba de su divino poder, resucitaría después de tres días. Cuando los acusadores dejaron de hablar, Caifás dirigió al divino Maestro una mirada interrogadora y le intimó que respondiera. Jesús guardó silencio. Levantándose entonces encolerizado, como un hombre que se cree ofendido, tomó Caifás la palabra: “¿Nada tienes que responder a la acusación que estos te hacen?”. Jesús se mantuvo silencioso: no se responde a testigos falsos cuyas declaraciones se contradicen, ni a jueces que han sobornado a estos calumniadores. No tiene respuesta la acusación de haberse complotado contra el templo, cuando este cargo va dirigido contra el mismo que arrojó de él a los vendedores, para impedir la profanación de la casa de Dios. Callándose, revelaba Jesús la indignidad de sus enemigos y daba cumplimiento a la profecía de David: “Los que buscaban un pretexto para quitarme la vida, decían contra mí cosas vanas y falsas; pero yo estaba en su presencia como un sordo que no oye y como un mudo que no abre su boca” (Sal 38, 13-14). Así condenaron a muerte al Hijo de Dios Este mutismo del profeta no dejaba de inquietar a los consejeros. Si Jesús, decían para sí, si Jesús que tantas veces los había confundido con su sabiduría y elocuencia, se desdeñaba responder a sus acusaciones, era porque los juzgaba indignos de un cuerpo respetable como el Sanedrín. Caifás lo comprendía así y semejante humillación le ponía convulso de furor. Dejando a un lado cargos que a nada conducían, fue directamente al fin, haciendo a Jesús preguntas que le obligarían a declararse Él mismo culpable. “Te conjuro —le dijo con tono amenazador—, te conjuro por el Dios vivo, que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt 26, 63). Jesús no estaba obligado a obedecer a aquella intimación, porque la Ley mosaica prohibía exigir juramento al acusado para no ponerle en la alternativa, o de perjurar, o de incriminarse a sí mismo. Pero Caifás contaba con que Jesús no vacilaría en afirmar su divinidad en esta circunstancia solemne. En todo caso, se decía, ya sea que afirme o que niegue, está igualmente perdido. Si niega, le condenamos como impostor y falso profeta, pues tantas veces ha asegurado delante del pueblo que Él era el Cristo e igual al Padre que está en los cielos. Si afirma, le aplicaremos la pena dictada por la ley contra los blasfemos y usurpadores de títulos divinos. No se engañaba Caifás. A esta interpelación del pontífice sobre su personalidad divina y su cualidad de Mesías, Jesús rompió el silencio que había guardado desde el principio de la sesión. Sabiendo que los jueces solo esperaban una afirmación de su boca para decretar su muerte, respondió al gran sacerdote con dignidad soberana: “Tú acabas de decir quién soy yo. Sí, soy el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y ahora, escuchad todos: Llegará un día en que veréis al Hijo del hombre, sentado a la diestra de Dios, descender sobre las nubes del cielo para juzgar a todos los hombres”. Apenas había pronunciado esta formidable declaración, cuando Caifás, sin darse un instante para examinarla, exclamó como un energúmeno: “¡Ha blasfemado! acabáis de oírle; no tenemos necesidad de nuevos testimonios” (Mt 26, 64-65). Y desgarró sus vestidos con indignación, para protestar, como lo prescribía la ley, contra la injuria hecha a Dios. El criminal contra Dios era él, el injusto e indigno pontífice. ¿Con qué derecho declaraba que Jesús había blasfemado? Según la ley, debía tomar el parecer de sus colegas y no imponerles violentamente su opinión. Por otra parte, la más vulgar equidad exigía que se discutieran seriamente las afirmaciones del acusado, antes de reprobarlas como blasfemias. ¿Por qué Jesús no sería el Mesías y el Hijo de Dios según el texto de la declaración? Los caracteres del Mesías indicados en las Escrituras ¿no convenían rigurosamente a Jesús de Nazaret? ¿No había aparecido en la época predicha por Daniel; en el tiempo en que el cetro había salido de Judá, según el oráculo de Jacob; en la ciudad de Belén, como lo había anunciado Miqueas? Su doctrina divina, su vida más divina aún, sus milagros operados desde hacía tres años ante todo el pueblo, los enfermos curados, los muertos resucitados ¿no probaban su divinidad de la manera más evidente? Y entonces, ¿por qué condenarle si se proclamaba con tan justos títulos el Mesías y el Hijo de Dios? Pero Caifás, dominado por las más innobles pasiones, se mostró menos cuidadoso de ilustrar su conciencia que de satisfacer su odio. Dirigiéndose a sus colegas verdaderamente dignos de él, exclamó de nuevo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué os parece? ¿Qué pena merece?”— “¡La muerte!” (Mt 26, 66), respondieron todos a la vez. Jesús escuchó tranquilo e impasible aquel monstruoso juicio. Fijaba con lástima sus miradas sobre aquellos malvados que, sin examen y a sangre fría, condenaban a muerte al Hijo de Dios, pues divisaba ya el día en que descendería del cielo para revocar ese execrable decreto y tratar a sus autores según los dictados de inexorable justicia.
¿Eres uno de los discípulos de este hombre? Mientras que los soldados arrastraban al Salvador al palacio de los pontífices, ¿qué sucedía a sus amados apóstoles? Como él lo había predicho, todos quedaron más o menos escandalizados al ver que se dejaba aprehender por sus enemigos. Después de haber protestado que jamás abandonarían a su Maestro, ninguno tuvo el valor de acompañarle a Jerusalén. Desde el jardín de Getsemaní de donde habían huido a favor de la oscuridad, se internaron en el sombrío valle de la Gehenna pasando la noche en las cavernas formadas en los flancos de las rocas.2 Sin embargo, pasado el primer momento de terror, dos de ellos, Pedro y Juan, se decidieron a seguir de lejos la cuadrilla que llevaba a Jesús. Querían saber qué suerte correría su Maestro, pero sin exponerse a ser cogidos y tratados como Él. Cuando llegaron al monte Sión, ya Jesús iba a comparecer delante de los jueces. Juan, menos comprometido que Pedro y menos conocido en el palacio de los pontífices, se introdujo el primero, mientras su compañero se quedaba prudentemente a la puerta. Dio una mirada a los grupos que ocupaban el interior y no viendo ningún indicio peligroso para ellos, volvió a juntarse con Pedro y le hizo entrar al patio. En aquel vasto recinto cuadrangular formado por los diversos cuerpos de edificios del palacio, velaba un gran número de soldados y de sirvientes. Como la noche era fría, formaban círculo alrededor de un brasero encendido en medio del patio y conversaban sobre su expedición nocturna. Juan se dirigió a la sala en donde se encontraban reunidos los miembros del Sanedrín y Pedro esperó cerca del fuego el resultado del juicio. El apóstol no veía en torno suyo más que enemigos de su Maestro. Mientras se calentaba, oía las burlas de aquellos hombres groseros contra el profeta de Nazaret; escuchaba los siniestros rumores que ya circulaban sobre la probable sentencia que pronunciarían los jueces. Su alma estaba desolada y en su rostro, a pesar suyo, se pintaba la inquietud y la tristeza. La portera del palacio que le había introducido, viéndole sombrío y silencioso, dijo a los que le rodeaban: “Estoy segura de que este es uno de los compañeros del hombre que acaban de prender”. Y como todas las miradas se dirigían a Pedro, le dijo ella en su propia cara: “Ciertamente, tú estabas con el galileo”. Al oír esta inesperada interpelación, Pedro se creyó perdido; se imaginó ya cogido, atado, llevado al tribunal como su Maestro. Aterrorizado, exclamó: “Mujer, no sabes lo que dices; yo no conozco al hombre de quien hablas” (Mt 26, 70; Jn 18,17). Pedro niega al Divino Maestro Esta negativa formal cerró la boca a la portera; mas viendo Pedro que su persona despertaba sospechas, dejó aquel sitio y se dirigió precipitadamente a la puerta del palacio. Eran cerca de las dos de la mañana; el gallo cantó por primera vez, pero el apóstol fuera de sí, no recordó en ese momento la predicción de Jesús. Iba a salir, cuando otra criada dijo a las personas reunidas en el vestíbulo: “Este estaba también con Jesús de Nazaret”. Pedro negó de nuevo; no obstante, para no manifestar que huía, volvió sobre sus pasos y se acercó a los soldados y sirvientes. Pronto se vio rodeado de curiosos que le apostrofaron por todos lados, con grande animación le gritaban: “Tú estabas con esa gente; confiesa que eres uno de sus discípulos” (Mt 26, 69-73). Esta vez el apóstol, espantado, no se contentó con negar, sino que protestó con todas sus fuerzas que ni conocía a Jesús, ni era del número de sus discípulos. Le dejaron tranquilo durante una hora; toda la atención estaba fija en el juicio del prisionero. De cuando en cuando, algunos emisarios salían del tribunal y referían las terribles escenas que acababan de presenciar. Pedro escuchaba atentamente, hacía preguntas para informarse, cuando uno que estaba a su lado notando su acento particular, volvió a la carga y le dijo resueltamente: “Por más que lo niegues, tú eres galileo y discípulo de ese hombre; tu lenguaje te descubre”. Los galileos, en efecto, hablaban una lengua bastante grosera, que viciaban además con una pronunciación muy defectuosa. A esta observación, todas las miradas volvieron a fijarse en el apóstol y uno de los criados del gran sacerdote, pariente de aquel Malco a quien Pedro había cortado la oreja, le dijo a su vez: “Sí, es la verdad, yo te he visto en el huerto con él” (Jn 18, 26). A esta palabra, recordando Pedro aquel malhadado golpe de espada, se vio ya en manos de los verdugos; el miedo perturbó su espíritu hasta hacerle proferir juramentos con toda clase de execraciones y anatemas, asegurando que no conocía al hombre de quien le hablaban y que por ningún título le pertenecía. Eran las tres. Apenas había cesado de hablar, cuando se dejó oír el segundo canto del gallo. En el acto, se acordó el apóstol de las palabras del Maestro: “Antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado ya tres” (Mt 14, 72). Trastornado hasta el fondo del alma, comprendió toda la gravedad de su falta. Él, el pobre pescador del lago de Genezareth, elevado a la augusta dignidad de apóstol y amigo de Jesús; él, la piedra fundamental sobre la cual el Maestro pensaba edificar su Iglesia; él, testigo y objeto de tantos milagros, que hace poco proclamaba abiertamente la divinidad de Jesús, acababa de negarle cobardemente, de jurar que no le conocía y esto después de haberle prometido pocas horas antes que estaba dispuesto a ir con él a la prisión y a la muerte antes que abandonarle. Y su amado Maestro conocía sin duda su horrenda deslealtad, porque nada se escapaba a su divina ciencia. Vigilad y orad, para no caer en tentación
Este pensamiento acabó de postrarle. Concentrado en sí mismo, no vio ni oyó ya nada de lo que sucedía en torno suyo. Desde lo íntimo de su corazón desgarrado por el remordimiento, se exhalaba un gemido de angustia: “¡Señor, ten piedad de mí, pobre pecador!”. Como en otra ocasión, sobre las olas, Pedro se sentía sumergido en el abismo y pedía socorro. De repente, horribles gritos que salían de la sala donde juzgaban a su Maestro, le sacaron de su tenebroso abismo. Se oían clamores tumultuosos: “¡La muerte, la muerte! ¡Merece la muerte!” Todas las miradas se volvieron hacia la puerta del tribunal. Pronto se abrió con estrépito y se dejó ver un grupo de soldados que bajaban al patio. Jesús, siempre encadenado, apareció en medio de ellos con los ojos velados por la tristeza, pero con el semblante tan tranquilo como en el momento en que se había entregado a sus enemigos. Terminado ya el juicio, se le conducía a la prisión en donde debía pasar el resto de la noche. Ante este espectáculo, Pedro se sintió vacilante. Sus ojos no se apartaban del Maestro y seguían con atención todos sus movimientos. De improviso, el siniestro cortejo se dirigió hacia donde él estaba; Jesús se acercaba e iba a pasar a su lado. Pedro tenía los ojos arrasados en lágrimas y su alma dolorida pedía gracia. Jesús tuvo piedad de él; en lugar de apartar el rostro, detuvo su mirada sobre el apóstol infiel; pero con tanta bondad, tanto amor y tan dulces reproches, que Pedro sintió su corazón despedazado dentro del pecho. Estalló en sollozos y salió precipitadamente para dar libre curso a sus lágrimas. No a mucha distancia del palacio de Caifás, en el sombrío valle de la Gehenna, se encuentra una caverna solitaria.3 Allí fue donde Pedro se retiró para llorar su pecado y meditar en aquellas palabras de Jesús que su presunción le había impedido comprender, pero que la divina sabiduría le mostraba ahora a costa de dolorosa experiencia: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación: el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41). Adivina, Cristo, ¿quién te ha golpeado? Después de haber condenado a Jesús a la pena de muerte, los miembros del gran Consejo se separaron; mas, como aquel juicio nocturno constituía una ilegalidad de carácter sumamente grave, se dieron cita para las cinco, a fin de revestir el decreto con todas las formalidades legales. No era que la conciencia de los jueces se encontrase lastimada por su monstruoso proceder, sino que estimaron necesario disimular aquellas iniquidades repugnantes para engañar mejor al pueblo y sobre todo, para no dar ocasión al gobernador romano de revocar la sentencia. Desde las tres hasta las cinco, Jesús fue encerrado, por los guardias en un sombrío reducto que servía de prisión a los reos ya condenados. Una banda de soldados y sirvientes se encerró con él. Allí, durante dos horas, aquellos miserables creyeron que todo les era permitido contra un hombre a quien Caifás había tratado de blasfemo en plena sesión del Sanedrín y a quien un criado había impunemente abofeteado delante de los jueces. Le prodigaron el insulto y el desprecio; le llamaron con los nombres más injuriosos y no se avergonzaron de cubrir su santo rostro de repugnantes esputos. Exasperados por su invicta paciencia, aguijoneados por el demonio que los enardecía con su propio furor, se arrojaron sobre el inocente cordero como una horda de rabiosas furias; le acribillaron de puntapiés y bofetones arrojándolo de un lado al otro como una pelota en manos de jugadores. En fin, para cambiar de diversión y hacer irrisorios sus títulos de Mesías e Hijo de Dios, inventaron un nuevo género de crueldad. Vendándole los ojos, le abofeteaban uno en pos de otro; luego, le quitaban la venda y le preguntaban con sarcasmo: “Adivina, Cristo, ¿quién te ha golpeado?”. Y juntamente proferían blasfemias capaces de hacer temblar a los mismos demonios que las inspiraban. Al aceptar aquellos ultrajes, Jesús daba cumplimiento a esta profecía de Isaías: “No apartaré mi rostro de aquellos que quieren golpearme y cubrirme de esputos” (Is 50, 6). Sus ojos ensangrentados se fijaban en sus verdugos sin expresar ningún sentimiento de indignación y no se escapaba de sus labios ni una queja, ni un gemido. Esperaba con su divina paciencia la hora en que se abriera aquella caverna de bestias feroces. Vos decís bien, yo soy el Hijo de Dios
Hacia las cinco, vinieron a advertir a los guardias que los jueces esperaban otra vez a su víctima. Con los cabellos desgreñados, el rostro cubierto de sangre y de esputos, con las manos cargadas de cadenas, Jesús fue conducido de nuevo al tribunal. Con excepción de Nicodemo y José de Arimatea que habían rehusado tomar parte en el proceso, los miembros del Sanedrín, sacerdotes, doctores, ancianos del pueblo, todos estaban reunidos. Se quería encubrir con cierto aparato solemne las ilegalidades del juicio nocturno y desvirtuar los testimonios falsos y los arrebatos del presidente. Sin embargo, cegados por el deseo de llegar al fin de su criminal intento, iban de nuevo a conculcar la ley que prohibía a los jueces actuar en día de fiesta, la víspera del sábado y antes del sacrificio de la mañana. Por lo demás, no se trató ya en aquella sesión de acusaciones mal definidas, de testigos más o menos sospechosos; el gran Consejo quería condenar a Jesús únicamente porque afirmaba ser el Mesías prometido a Israel. Jesús no aceptaba las tradiciones farisaicas agregadas a la Ley de Moisés; no había estudiado en las escuelas de los doctores; no era hombre capaz de fundar un reino judío sobre las ruinas del imperio romano; era pues un falso Mesías, un impostor que merecía la muerte. Cuando apareció delante del tribunal, el presidente solo le exigió una simple declaración: “Si tú eres el Cristo, atrévete a afirmarlo aquí”. Jesús le respondió: “¿Para qué me preguntas? Si digo que soy el Cristo, no lo creerás; si a mi vez te interrogo, ni me responderás, ni tampoco me pondrás en libertad”. Esto era decir claramente a los miembros del Sanedrín: En ustedes yo no veo jueces dispuestos a administrar justicia, sino verdugos decididos a pronunciar el veredicto de muerte. Habiendo puesto en transparencia su criminal prevaricación, Jesús los miró de frente y añadió con tono lleno de majestad: “Después que hayáis dado la muerte al Hijo del hombre, sabed que irá a sentarse a la diestra del Dios omnipotente” (Lc 22, 67-69). Al oír estas palabras, todos levantaron la cabeza: una simple criatura no se sienta a la diestra de Dios omnipotente. Le dijeron, pues, todos: “¿Tú eres el Hijo de Dios?”. — “Decís bien, yo soy el Hijo de Dios”, respondió Jesús. Solo esperaban esta afirmación solemne, para dejar estallar su furor. Apenas la oyeron, cuando exclamaron todos a la vez: “Acaba de acusarse él mismo; no necesitamos otro testimonio, merece la muerte” (Lc 22, 70-71). Le condenaron al último suplicio, como culpable de lesa-nación, por haber usurpado el título de Mesías y de lesa-majestad divina; por haberse atrevido a llamarse Hijo de Dios. En el acto se apresuraron a conducirle al pretorio del gobernador romano, a fin de que la sentencia pronunciada por ellos fuera ratificada y puesta en ejecución en aquel mismo día. El maldito traidor, Judas Iscariote Durante aquella lúgubre noche, un hombre taciturno y pensativo vagaba alrededor del palacio del pontífice procurando conocer las peripecias del espantoso drama que se consumaba en el alto tribunal de la nación. Ese hombre era Judas, el traidor que había vendido y entregado a su Maestro por treinta monedas de plata. Después del arresto de Jesús en el jardín de los Olivos, la vergüenza y los remordimientos invadieron su conciencia y no cesaron de atormentarlo. El demonio le disimuló la enormidad de su crimen hasta el momento de ejecutarlo; pero una vez perpetrada la traición, le puso ante los ojos toda la monstruosidad de su conducta. Por haber muerto a su hermano, Caín fue maldecido por Dios. La sangre de Abel clama y clamará eternamente venganza contra el asesino. Pero el inocente Abel no era más que un hombre; Jesús es el Hijo de Dios. ¡Judas, Judas! ¡La sangre del Hijo de Dios que los judíos van a derramar, clamará eternamente venganza contra ti! Así hablaba el demonio y el alma de Judas se cerraba insensiblemente al amor y al arrepentimiento, para dar entrada como el alma de Caín, a todos los furores y espantos de un maldito de Dios. Mezclado con la multitud, se encontraba el traidor a la puerta del palacio, cuando esta se abrió para dar paso a los soldados que conducían a Jesús al pretorio del gobernador romano. Allí supo que su víctima estaba perdida sin remedio. Entonces la desesperación más espantosa penetró hasta el fondo de su corazón. Algunos sacerdotes, saliendo del Consejo, se dirigían al templo para el sacrificio de la mañana; él les siguió llevando en las manos las monedas que le habían pagado por su traición y apenas llegaron al lugar santo, se las presentó diciéndoles con una voz trémula: “He pecado entregándoles la sangre del justo” (Mt 27, 4). Y les arrojó la bolsa que contenía los treinta dineros. Tal vez proclamando él mismo la inocencia de su Maestro y restituyendo el precio del crimen, esperaba Judas conmover a aquellos hombres, hacerles intervenir en favor del condenado y arrancarle así a la muerte; pero se dirigía a corazones más duros y más insensibles que el suyo a los remordimientos. Le respondieron alzando los hombros y con burlas groseras: “Si has entregado la sangre inocente, eso es asunto tuyo y no nuestro; tú solo serás responsable”. Judas tenía pesar y remordimientos; el Sanedrín no los tiene. Es Judas quien lo juzga y lo condena. Arrojó, pues, a los pies de los sacerdotes las treinta monedas de plata y salió del templo turbado, sin saber a dónde dirigir sus pasos. Así perecen los que venden a Jesús y a su Iglesia
Desde el monte Moriá, colina del Templo, descendió al valle de Josafat. Allí, errante en medio de las tumbas, pasó cerca del sepulcro de Absalón, aquel hijo maldito que se levantó en armas contra su padre; volvió sus ojos a ese monte de los Olivos al pie del cual Jesús acababa de decirle: “Amigo mío ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”. Una voz interior, la voz de Satanás le repetía siempre: ¡Maldito!, ¡maldito! Entró al valle de la Gehenna, verdadera imagen del infierno cuyo nombre lleva. Entonces, acorta sus pasos y trepa por la escarpada pendiente que mira al monte Sión; está solo en el campo de un alfarero. Por última vez, el apóstol réprobo fijó sus pavorosas miradas en la ciudad deicida y desatando su ceñidor, se colgó de un árbol y murió desesperado. El cadáver del traidor fue encontrado al pie del árbol. La cuerda se había roto; el cuerpo al caer con todo su peso se había reventado, vaciándose las entrañas sobre la tierra. Enterraron aquellos restos ignominiosos en el mismo campo del alfarero. No queriendo depositar las treinta monedas en el tesoro del templo porque eran precio de sangre, los sacerdotes compraron con esa suma el campo donde Judas se había ahorcado, sepultaron allí a su cómplice y destinaron aquel sitio para dar sepultura a los prosélitos extranjeros. Ese campo se llama hoy todavía Haceldama, es decir, precio de sangre. Así se cumplió la profecía de Jeremías: “Han recibido treinta dineros de plata, valor de aquel que pusieron a precio y los han dado por el campo de un alfarero, como lo ha ordenado el Señor” (Zac 11, 12-13; Jer 19, 6ss; Mt 27, 3-10). Tal fue la muerte del nuevo Caín. Así perecen los que, a imitación de Judas, venden a Jesús y a su Iglesia por un puñado de dinero. Inteligencias estrechas, no comprenden la misericordia del Dios a quien traicionan; corazones petrificados, permanecen insensibles al amor; almas presas de la desesperación, ruedan a aquel abismo donde siempre resuenan las palabras de Jesús a Judas: “¡Ay de aquel por quien viene el escándalo! Más le valdría no haber nacido” (Mc 14, 21).
Notas.- 1. Esta particularidad de la Pasión del Salvador nos ha sido conservada por la tradición. Se ve hoy todavía cerca del puente del Cedrón, una piedra de grandes dimensiones, sobre la cual cayó Nuestro Señor, dejando impresas en ella sus rodillas, pies y manos. La Iglesia ha concedido indulgencias a los peregrinos que se arrodillan sobre la piedra del Cedrón, convertida por esta causa, en una de las estaciones de la Vía del Cautiverio. Se llama así el camino que siguió Jesús desde el huerto de Getsemaní hasta el palacio de Pilatos. 2. Una de estas grutas o cavernas se llama todavía el Refugio de los Apóstoles, porque, según la tradición, ocho apóstoles se refugiaron en aquel lugar después del arresto del Salvador. 3. Descendiendo del monte Sión, los peregrinos visitan aun hoy la Gruta del arrepentimiento de san Pedro. Según tradición, en esta gruta fue donde el apóstol, habiendo salido del palacio de Caifás, lloró amargamente (Lc 22, 62). Hasta el siglo XII, estaba encerrada en una iglesia que tenía el nombre de San Pedro en Salticante (del canto del gallo). Esta iglesia ya no existe.
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