Nelson R. Fragelli
El mariscal François de Bassompierre (1579-1646), en los reinados de Enrique IV y Luis XIII, destacó por su valor y su finura de espíritu. De noble linaje, se distinguió tanto en la guerra como en los salones. En los campos de batalla su presencia era saludada con júbilo por los soldados, con los que compartió la precariedad de las tiendas y el rancho. En los salones, su elegancia y agradable convivencia atraían a la mejor sociedad. En 1602 participó en la guerra contra Saboya, y poco después en la guerra contra los musulmanes, al servicio del emperador austriaco. Volvió al cuartel francés como coronel, en 1617, al mando de la artillería. Luis XIII le confirió en 1622 el galardón de mariscal del Ejército Real. Su perspicacia en el trato social en las altas esferas del reino le llevó a España como embajador de Su Majestad. Se trataba de una misión delicada, en un momento en que las relaciones entre los dos países requerían prudencia. Su buena actuación en la corte de Madrid hizo que Luis XIII le enviara sucesivamente a Suiza e Inglaterra, también como embajador. En los salones de las cancillerías, ganaba batallas diplomáticas. El brillo de su personalidad presagiaba el amanecer de los grandes espíritus que gravitarían junto a Luis XIV, el Rey Sol. Prisión y reencuentro con el rey En el reino de Francia, quien efectivamente gobernaba en ese momento era el poderoso y temido cardenal de Richelieu. Bassompierre no era dado a la política, pero sus funciones diplomáticas le llevaron a desempeñar un cierto papel en los asuntos de Estado. Una intriga política le hizo caer en desgracia con el cardenal, que obtuvo del rey una orden de arresto para el mariscal. Reverente, obedeció la determinación del monarca y fue conducido a la prisión real: la Bastilla. Allí permaneció encarcelado durante diez años hasta la muerte del cardenal. En la Bastilla, la vida como prisionero de un mariscal del ejército estaba rodeada de prebendas y honores: vasto apartamento, variada biblioteca, servicio doméstico propio, salón abierto para visitas, amigos y admiradores. Aun así, diez largos años de prisión provocaron el abatimiento de quien había circulado por los campos de batalla y las cortes europeas. Bassompierre había envejecido, echando de menos sobre todo el brillo social, los salones parisinos y los círculos cercanos al rey. La Bastilla no afectó en absoluto su veneración por el monarca. A la muerte del cardenal de Richelieu, en 1642, recibió poco después una carta del rey que le restituía la libertad.
Visitar al monarca fue su primera actitud, y coincidió con el momento en que, en una galería del palacio, el rey saludaba a visitantes, sirvientes de la corona, dignatarios extranjeros, gente sencilla del pueblo; a cada uno le decía gentilezas; recibía regalos, atendía peticiones, escuchaba quejas. En eso distinguió a Bassompierre, siempre esbelto y elegante. Su sonrisa seguía siendo jovial, pero la frescura de sus rasgos se había desvanecido a sus sesenta y cuatro años. Sorprendido al depararse con el anciano que aparecía ante sus ojos, tan desfigurado en relación con la imagen radiante que conservaba en su memoria, el rey no se contuvo y dejó escapar la incómoda pregunta: — Mi mariscal, ¿qué edad tiene usted? Quitándose el sombrero y haciendo una profunda reverencia, respondió: — Cincuenta y cuatro años, majestad. De nuevo el asombro del rey, pues aquel rostro había sido marcado por el cincel del tiempo: — ¿Cincuenta y cuatro? — Sí, majestad, pues no incluyo entre mis años los que no han sido vividos al servicio de mi rey. Luis XIII sonrió, conmovido y profundamente halagado, pero sin poder ocultar un ligero rubor. La respuesta del mariscal hizo que los circunstantes se dieran cuenta de que el brillo de siempre no le había abandonado. “Esprit de repartie”, algo propio de los franceses La respuesta de Bassompierre forma parte de un género de reacción cortés, brillante e inteligente, inseparable de los franceses. Se llama repartie (réplica), que corresponde a una respuesta o réplica rápida, sabrosa, ligera y espirituosa. Que deja entrever, en un instante, un sorprendente discernimiento de los personajes y las circunstancias. Las palabras expresaban respeto y una amabilidad impecable, pero también acierto y precisión con relación a su apresurado encarcelamiento. ¿Por qué encarcelar a un servidor tan fiel? La agudeza de la insinuación apuntaba a la severidad de la pena real. Sutilmente se quejó de la prisión, aunque indicando que la reclusión le había pesado menos que su alejamiento del rey. Así desconcertó al soberano, cuyo embarazo equivalía a un reconocimiento de la dureza del castigo; y también evidenció su inocencia, lo que provocó el sonrojo del soberano. ¿Había preparado el mariscal esta respuesta? Todo indica que no, pues no podía prever la sorpresa del rey al verlo, ni el desliz de su pregunta inquiriendo su edad. Había sacado la respuesta de las profundidades de su alma francesa, donde germinan continuamente rasgos de espíritu similares. Dichos del espíritu, según Plinio Corrêa de Oliveira
Durante muchos años, un grupo de amigos solíamos terminar la semana con una charla informal en casa del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira. Entonces nos era servida una cena para alimentar mejor la conversación. Hablábamos de todo: religión, arte, historia, política internacional. En una de estas conversaciones, el Dr. Plinio nos habló del espíritu de los franceses. ¿Por qué agradan tanto? ¿Dónde está el sabor de la repartie? ¿Cuáles son los ingredientes de respuestas como las de Bassompierre, que les confieren un sabor tan elevado? La repartie está hecha de lógica y verdad, ante todo, pues el fraude o la exageración se alejan de la realidad, y en la invención se percibe la afectación. Solo la destreza en el manejo de la realidad causa admiración. Los enunciados de la buena doctrina —sobre ética y moral, por ejemplo— contienen lógica y verdad, pero no suscitan el mismo agrado. ¿Qué ingrediente provoca el contentamiento que brota de la repartie francesa? Ella consigue presentar la verdad en términos que sorprenden, pero al mismo tiempo lo hace con simplicidad. La simplicidad revela algo que todo el mundo conoce, pero que no sería capaz de explicitar; y la sorpresa actúa como un destello momentáneo de una luz inesperada, emitida por un pensamiento formulado con audacia. Bassompierre sorprendió al rey declarando una edad opuesta a la realidad. ¿Quién se atrevería a “engañar” al rey en público? El brillo de su cortesía, sin embargo, encubrió ventajosamente un fraude reverente. ¿Qué es este brillo? Procede de una alta categoría intelectual que se manifiesta, no con ostentación, sino sintéticamente y con un aire de neutralidad, acompañada de un gesto tan natural como solemne —en este caso, la profunda reverencia de Bassompierre, con el sombrero en la mano— que provoca admiración y encanto. Después de explicitar esa noche los requisitos para una auténtica repartie, el Dr. Plinio evocó un pasaje de la agitada vida del príncipe de Talleyrand-Périgord, célebre por tantos de sus dichos de espíritu. Talleyrand sirvió a Napoleón de muchas maneras. Fue maestro de ceremonias en su coronación como emperador de los franceses y ocupó cargos en los ministerios imperiales. Ambos se detestaban mutuamente, pero estaban unidos por intereses a menudo turbios. Napoleón envidiaba en Talleyrand su ilustre linaje por encima de todo; y Talleyrand consideraba a Bonaparte vulgar, tosco y burdo. Un observador superficial no se daría cuenta de esta actitud, pero para Napoleón era suficiente para freír su amor propio.
Tras fatigar a Europa con sus guerras, Napoleón fue depuesto y exiliado. Murió en el destierro, y su muerte fue inmediatamente comunicada a toda Europa. Talleyrand se enteró de ella en medio de una recepción diplomática. Los presentes se agitaron y se abalanzaron sobre Talleyrand, deseosos de escuchar a quien tanto había intimado con el emperador. Al fin y al cabo, el difunto era el hombre que había cambiado la faz de Europa. Talleyrand permaneció impasible, como siempre. Con aire distante, fingiendo que reflexionaba sobre asuntos más elevados, susurró: — Es solo una noticia. Antes habría sido un acontecimiento. Esta alusión dejaba explícito cuán exagerado era el alcance atribuido por muchos a la muerte de Bonaparte: exiliado y encarcelado, era ya un hombre políticamente muerto. ¿Qué hecho de importancia podría ocurrir como resultado de su muerte? Era, por tanto, una noticia entre otras muchas. ¿Por qué entonces impresionarse? Esta sentencia estaba contenida en el dicho de Talleyrand, cuya gracia reside en el matiz de una verdad enunciada de forma sencilla y fácil, pero sorprendente. Ahí estaba la contraposición de dos conceptos: noticia y acontecimiento. Para un espíritu común esta distinción puede pasar desapercibida, pero ella causa una agradable sorpresa cuando se hace explícita. El pensamiento que subyace a dichos como estos se conoce como esprit de repartie (espíritu de réplica). Para caracterizar la repartie, no basta con el pensamiento contenido en la respuesta; la formulación elegante constituye un adorno indispensable. La repartie requiere un análisis continuo de las circunstancias. De ella procede la formación de una visión clara de la realidad y sus matices. A los franceses les ha sido dado, por su amor a los aspectos maravillosos de la Santa Iglesia, precisar los matices de las cosas ya conocidas. Ellos observan la vida como quien contempla los vitrales de sus catedrales. Todas las realidades tienen una expresión múltiple. Siempre se encuentra una nueva faceta en ellas, que surge según las circunstancias. El Dr. Plinio ha mencionado a menudo que la verdad está en los matices, una frase que los franceses suelen repetir con cierta exageración. El arte de la palabra adecuada en el momento oportuno Uno de los periódicos franceses más conocidos ha publicado recientemente una noticia alarmante: Francia está perdiendo una de sus tradiciones más famosas: la repartie. Además, explica que el empobrecimiento de la lengua perjudica el pensamiento. Descubrir los misterios más recónditos del lenguaje, encontrar la palabra adecuada en el momento oportuno, provocar la sorpresa del interlocutor, eso es un arte: el arte de la réplica. Según el periódico, este arte se está perdiendo. ¿Por qué se pierde? Porque Francia está demoliendo incesantemente la fe, y esta demolición socava inexorablemente la cultura. Francia se ha elevado entre las naciones por ser la nación primogénita de la Iglesia. Sin la luz de la fe, o con ella tan disminuida, los ornamentos del espíritu que una vez existieron —entre ellos, la repartie— ya no brillan en sus ojos. El materialismo envilecedor se ha ido imponiendo gradualmente, implicando el ofuscamiento de la visión espiritual del prójimo, y en consecuencia, de la sociedad. Desaparecen padrones de imponencia, se marchitan los valores del espíritu, fenecen los deleites de las relaciones sociales. Las desigualdades suavizadas en la vida doméstica
Para concluir, recordemos también el comportamiento “tolerante” de Talleyrand con los empleados domésticos. Tenía entre sus sirvientes a Pascal y Antoine. El primero cumplía fielmente con sus deberes domésticos; pero Antoine bebía demasiado un vino barato, un aguardiente, y sus frecuentes borracheras le impedían atender el servicio. Esto era un grave inconveniente para su patrón, ya de edad avanzada; también era una molestia para todos en la casa, que se veían obligados a acudir en lugar de Antoine. Talleyrand nunca lo despidió, y eso era incomprensible para los demás. Aún más, había largas conversaciones entre los dos cuando el empleado se presentaba ebrio ante el patrón. Antoine narraba lo que oía en el pueblo, el escándalo del hijo del administrador del correo, el nombramiento del nuevo jefe de policía; e incluso el comentario que oía del párroco sobre política, cuando iba a la iglesia los domingos a “tomar aires de misa”. Atento y divertido, el príncipe escuchaba y adaptaba a su valoración política lo que su criado le transmitía. Sintiendo su muerte cercana, Talleyrand hizo testamento, dejando a su negligente empleado una suma muy superior a la del fiel Pascal. Hubo una pequeña rebelión doméstica, que se tradujo en una marcha del grupo quejoso hasta la cabecera del patrón. En presencia de Antoine, se desvelaron sus faltas, que culminaron con un pedido de explicaciones. Con rostros contritos, siervo y patrón se miraron, cómplices de idénticas faltas. La explicación sería larga y penosa, pero Talleyrand la evitó respondiendo simplemente — Bueno, ¿qué puedo hacer? El precio del vino sube constantemente... También se puede considerar repartie al arte de salir de situaciones embarazosas. Sería demasiado largo (…e involuntariamente malicioso respecto a la perspicacia del estimado lector…) explicar aquí la profunda superioridad de espíritu que se trasluce en una “salida” tan simple y sin pretensiones como la de este príncipe. La vil decadencia de la convivencia civilizada En estos pocos episodios en los que resplandece la repartie francesa, celebrada y admirada por innumerables generaciones de franceses y emulada en todo el mundo, pero ahora reducida a jirones, como lo constata el periódico francés, podemos ver claramente hasta qué punto la cultura de la humanidad se ha empobrecido por el ilusorio “progreso” impulsado por la Revolución anticristiana. De este “progreso”, la fe —siempre entendida como la Iglesia católica romana— ha sido proscrita, por lo tanto, el camino hacia la barbarie se perfila ante nosotros, después de haber caído de los pináculos de la civilización cristiana. En realidad, esta es la meta última de la Revolución, a la que todos retrocederemos si no nos empeñamos en un retorno firme y consciente a la fe católica.
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