Plinio María Solimeo París, la capital francesa, es una ciudad única, sobre todo por los surcos que ha dejado en la historia. Hasta sus rincones más ignorados han sido testigos de algo grande en la línea del bien o del mal. La Ciudad de la Luz bien puede compararse con una magnífica vidriera donde, en cada edificio, en cada monumento, en cada lugar, se podrán encontrar las más refinadas manifestaciones del espíritu humano. Este es el caso, por ejemplo, del cementerio de Picpus. Aunque ignorado por los turistas e incluso por gran parte de los parisinos, su valor religioso, histórico y sociológico es, sin embargo, enorme. Contiene los restos de 1.306 víctimas de la Revolución Francesa, entre ellas las dieciséis carmelitas de Compiègne, cuya vida, en prosa y verso, ha dado la vuelta al mundo. * * * El visitante o el peregrino que se dirija al número 35 de la calle de Picpus no notará nada llamativo en su exterior. Pero tan pronto como el pintoresco y compuesto guardián español, con genuino brío y acento francés, le introduzca en aquel lugar regado por la sangre de tantos mártires, se sentirá transportado a otra época. Los ruidos del mundo moderno se quedan fuera. Allí solo reina la paz, la serenidad de los muertos y el testimonio sangriento de las últimas consecuencias a las que llega el proceso revolucionario cuando solo encuentra concesiones en su camino. La “Place du Trône” En 1661, para recibir a Luis XIV a su regreso de la frontera española tras su matrimonio con María Teresa, la “Ville de Paris” quiso superarse a sí misma en grandeza. Nunca la capital francesa había visto tanta pompa. Se erigieron cinco arcos del triunfo en diferentes partes de la ciudad. No era para menos. Tras años y años de lucha entre las dos naciones hijas de la Iglesia, esta unión significó finalmente la paz. En el entonces confín del Faubourg-Saint-Antoine, por el que los monarcas entraban en la ciudad, se instaló un magnífico trono de veintidós escalones, cubierto por un rico dosel. Allí, la pareja real debía recibir el homenaje de todos los órganos constituidos de la ciudad, el homenaje del clero, de la nobleza y del pueblo. La ceremonia fue inolvidable. La Fontaine, que se hallaba presente, lo dejó descrito en calurosos versos.SJ
1 No es de extrañar, pues, que el lugar donde se desarrolló tan grandiosa escena, aunque era más bien un descampado que una plaza propiamente dicha, recibiera el nombre de “Place du Trône”. Conservó esta denominación hasta 1793, ya en pleno período del Terror, en la Revolución Francesa, cuando el poder de Robespierre alcanzó su apogeo. Era una época en la que todas las cabezas y voluntades se inclinaban ante el pretendido “Incorruptible” o eran cortadas por la guillotina. Al nombre de la plaza se le añadió entonces el de “Renversé” [derrocado] … En 1794, la máquina infernal, tras dejar su rastro de sangre en otros puntos de la capital, se instaló en la “Place du Trône Renversé”, habiendo guillotinado a 38 personas en su inauguración el 14 de junio. Fue una “hermosa fiesta” para las “furias de la guillotina”, mujerzuelas pagadas por “la Nación” para acompañar a los condenados durante el trayecto y aplaudir al verdugo en el momento en que “se hacía justicia”. Sin embargo, cuando todo terminó, se descuidó un pequeño detalle: ¿dónde enterrar los cuerpos de las víctimas? Sería impensable y contraproducente “pasear” por la ciudad con las carretas, llevando los cuerpos chorreando sangre, hasta el cementerio de Santa Margarita, en Charonne, donde anteriormente se enterraba a los condenados. A lo cual se añade, que el lugar estaba abarrotado porque al mismo tiempo recibía los cadáveres de todos los hospitales de París. Era, pues, urgente encontrar una solución allí mismo, en las inmediaciones. Entonces entró en escena el convento de las monjas agustinas, que acababa de pasar a ser “propiedad de la Nación”. Es verdad que estaba alquilado a una casa de reposo, pero era tan grande que bien podría satisfacer ambos propósitos… De inmediato se movilizó a un equipo de obreros. Se abrió una brecha en el muro del inmueble, en la parte trasera, junto a un matorral. Se talaron algunos árboles, se levantó una empalizada para aislar el área del resto de la propiedad y se cavó una fosa de 8 metros de largo por 5 metros de ancho y 6,50 metros de profundidad en la esquina sureste del terreno. Unos 1.000 cuerpos serían arrojados en él. Más tarde se excavaría otra, que recibiría 300 cuerpos. Y, como la siembra se mostraba prometedora, abrirían una tercera, que terminó sin utilizarse, debido a la caída de Robespierre. Las carretas empezaron a seguir una rutina diaria: al anochecer, para no llamar la atención, entraban en el terreno a través de un portón encajado en la brecha abierta previamente en el muro, deteniéndose entonces cerca de una gruta-oratorio que había servido, en otros tiempos, para un mayor recogimiento de las religiosas. Allí los cuerpos decapitados eran arrojados al suelo, y los funcionarios, con la ayuda de antorchas, hacían un inventario de los bienes encontrados en las vestimentas de los muertos. Las ropas se dividían entre los presentes, y los cuerpos desnudos y ensangrentados se arrojaban a la fosa común y se cubrían únicamente con una fina capa de cal. El trabajo era agotador, ya que las “hornadas” eran cada vez más “copiosas”. El segundo día, la guillotina cortaría 42 cabezas; el tercero, el número ascendería a 61 víctimas, entre las que figuraban nombres de la nobleza francesa como Sainte-Amaranthe, Virot de Sombreuil, Rohan-Rochefort, Laval-Montmorency… Las carmelitas de Compiègne Fue sorprendente para las “furias de la guillotina”, y para el populacho que esperaba en la Conciergerie la salida de los condenados, la aparición de un grupo de mujeres a la cabeza de unos cuarenta condenados con túnicas y tocados blancos: se trataba de las carmelitas de Compiègne, acusadas de “atentar contra la seguridad del Estado”. En su mayoría eran de edad madura, dos de ellas tenían casi ochenta años y otras dos eran muy jóvenes. Presentaban un aspecto sereno y recogido, en contraste con los demás sentenciados.
Al subir a la carreta que las conduciría hasta el lugar del suplicio, una de las ancianas, moviéndose con gran dificultad, fue empujada por un esbirro y cayó al suelo. “Gracias por no matarme, le dijo. Porque si hubiera muerto por tus manos, habría perdido la felicidad y la gloria del martirio”.2 Tal era la disposición de estas hijas de Santa Teresa. Y esta era la impresión que la superiora, la madre Teresa de San Agustín, había querido dar. Poco antes, como sus hijas llevaban dos días sin comer, canjeó el chal de una de las hermanas para darles a todas una taza de chocolate, “por desconfianza a que tuvieran algún desfallecimiento por inanición”, que los impíos no dejarían de “hacer pasar como resultado de un miedo a la muerte que no tenían”.3 Durante todo el trayecto iban cantando o recitando las letanías lauretanas, el Miserere, el Magnificat, la Salve Regina y el Te Deum. Cuando llegaron a la Place du Trône Renversé, “la multitud, embargada por un respeto inusitado, hizo un gran silencio, y el propio verdugo se sintió como subyugado, sin hacer nada para apresurar la ejecución”.4 Entonando el Veni Creator, una por una, las carmelitas renovaron ante la priora sus votos religiosos. La primera en ser llamada al martirio fue la más joven de la comunidad, soeur Constance. Con serenidad, se dirigió a su superiora y “de rodillas, le pidió su bendición y el permiso para morir. Enseguida se colocó bajo la cuchilla que iba a consumar su sacrificio, sin permitir que el verdugo la tocara. Todas las demás hicieron lo mismo”.5 La priora fue la última en morir, como lo había pedido, para asistir a sus hijas hasta el último momento. “Durante todo el tiempo, no hubo redoble de tambores, en cambio reinó un profundo silencio”.6 “Alrededor del cadalso, las furias de la guillotina, que disfrutaban insultando a los condenados y viendo el chorro de sangre que brotaba bajo la cuchilla, participaban de la emoción y guardaban, como el resto de la multitud, un profundo silencio”.7 San Pío X beatificó a estas heroínas de la fe en 1906. El jardín de Picpus Bajo el Directorio, en 1795, la princesa de Hohenzollern adquirió, a través del padre Brun —un oratoriano que había absuelto a muchos condenados en su camino al cadalso—, el lugar de las dos fosas comunes donde estaba enterrado su hermano, el príncipe de Salm-Kyrburg, y lo hizo tapiar para evitar profanaciones. Unos años más tarde, la marquesa de Mouchy, con la ayuda de una humilde vendedora de encajes, Mademoiselle de París, cuyo padre y hermano habían perecido en el patíbulo, abrió una suscripción entre los miembros de la nobleza cuyos familiares —víctimas también del odio revolucionario— habían sido enterrados en Picpus, con el fin de comprar el resto del terreno del antiguo convento de las agustinas.
En 1802 se creó una sociedad para la compra y administración del lugar. La parte del terreno más cercana a las fosas comunes fue reservada para el cementerio de los miembros de la sociedad que, de este modo, deseaban ser enterrados junto a los restos de sus seres queridos. Aunque el cementerio es propiedad exclusiva de la nobleza francesa, se hicieron algunas excepciones, entre ellas para Mademoiselle de París, su madre y un hermano, y para el escritor G. Lenotre, cuyas investigaciones contribuyeron a que la verdadera historia del lugar fuera restablecida en todos sus pormenores. En 1804, los propietarios de Picpus quisieron que se instalara en el lugar alguna comunidad religiosa que cuidara el campo santo y rezara por las almas de los muertos allí enterrados. Se eligió la Sociedad de los Sagrados Corazones para la Adoración Perpetua, fundada por el padre Condrin y la madre Henriette Aymer de la Chevalerie en plena Revolución: “Ninguna otra comunidad como esta, fundada en la época del cadalso por jóvenes de noble cuna en reparación por los crímenes y profanaciones revolucionarias, estaba mejor designada para cuidar el campo trágico, transformado clandestinamente en necrópolis por el Terror del Año II [de la Revolución]”.8 Y así, en un rincón casi desconocido de París, penetramos, con el alma genuflexa y llena de admiración, en uno de los teatros donde la saña revolucionaria más se manifestó. Un furor que durante algún tiempo intentó que los franceses abandonaran su verdadera fe y rindieran culto a la diosa razón…
Notas.- 1. Cf. Pierre Gaxotte, Louis XIV, Flammarion, París, 1974, p. 64-65. 2. Bruno de Jésus-Marie, Le sang du carmel ou la véritable passion des seize carmélites de Compiègne, Librairie Plon, París, 1954, p. 32. 3. Bruno de J.M., op. cit., p. 48. 4. Bruno de J.M., op. cit., p. 482-483. 5. Bruno de J.M., op. cit., p. 477. 6. Idem, ibidem. 7. Bruno de J.M., op. cit., p. 49. 8. G. Lenotre (Théodore Gosselin), Le Jardin de Picpus, Librairie Académique Perrin, París, 1955, p. 1707.
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El jardín de Picpus y las carmelitas mártires de Compiègne |
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